un paseo al final del verano

    El verano parece haber cambiado de repente hacia el otoño. De casi 40 grados hace dos días, sin llover en meses y la consiguiente sequía, me encuentro hoy de nuevo en la falda sur de la montaña palentina, con 12 grados de temperatura y una intensa lluvia.

    Días desapacibles en los que apetece más estar sentado en casa, mirando caer la lluvia, viendo precipitarse ese agua que ya casi no recordaba y abrigado con una chaqueta que se queda corta. El cuerpo parecía no acostumbrarse al intenso calor de estos meses, pero en días así te das cuenta de que el brusco cambio no es tampoco bien recibido; todos necesitamos aclimatarnos, pero en seguida te asomas de nuevo y ves sobre los tejados de las últimas casas un espectacular arco multicolor. 

    Esa es la llamada, el timbre que te invita a levantarte del sofá para salir a su encuentro. Ahí se termina la pereza, el cuerpo se aclimata rápido y, aunque a ratos cae una fina lluvia y ves que hacia el norte de tu posición, el polo opuesto de donde se levanta el arco iris, los nubarrones auguran lluvias más intensas, no puede uno por menos que ponerse un chubasquero y salir al encuentro de la naturaleza, esa que estaba aletargada por el calor y que parece desperezarse. Pero no, no voy en esta ocasión a buscar dónde finaliza ese arco iris, aunque parece verse claramente. Reconozco que ya he perseguido esa quimera y el tesoro que dicen se encuentra allí no existe, pues cuando crees estar en el inicio desaparecen los colores como si te despertaras de un sueño para volver a la realidad de la vigilia. No veré una olla de monedas de oro ni al duende que lo custodia, así que he preferido salir al encuentro del arco y cruzarlo por debajo atravesando el robledal, donde el premio para mi no será otro que el ladrido del duende del bosque al percatarse de mi presencia (un esquivo corzo); ver y oír a las aves forestales revoloteando en ese atardecer y alertando a otros habitantes de la floresta sobre mi paso bajo el dosel; descubrir a un zorro que en su huida se vuelve curioso para ver cual es mi reacción al ser descubierto, marchando raudo de nuevo al percatarse de que yo también miraba hacia él o hallar ahí mismo un reciente rastro de un oso que se había hartado de ciruelas antes de pasar por esa senda. El tesoro es respirar los fitoncidas que emanan del bosque, el inconfundible petricor o la geosmina que aletean por el ambiente hasta meterse por tus órganos nasales y despertar indescriptibles sensaciones.

    Camino despacio, no quiero sustos y, la presencia reciente de un oso es suficiente motivación como para tomar las precauciones debidas con el fin de evitar encuentros inesperados y siempre peligrosos, pero el simple hecho de estar caminando por un lugar que parece reunir todos los elementos con los que debería contar cada espacio natural supone tal fascinación, que por un momento uno olvida donde está y se produce un súbito encuentro a escasos dos metros de donde camino. Menos mal que es una vaca el animal que se limita a mirarme de manera despreocupada según paso junto a ella. Un gran animal que estaba quieto a muy poca distancia y que no he visto hasta que no me he echado encima de él. ¿Si hubiera sido un oso en lugar del domesticado herbívoro que hubiera pasado? Pues difícilmente se hubiera dado tal circunstancia; el oso me habría detectado con suficiente antelación como para salir de mi camino y quizás vigilar curioso mi paso ya oculto entre la maleza. El ruido que voy haciendo para delatar mi presencia y evitar esos encuentros es fundamental cuando recorres espacios naturales como este.

El sendero llega por fin al pueblo cuando el atardecer alcanza todo su esplendor, queda poco y por terreno fácil hasta llegar al lugar del que partí, ya cuando la noche oculta las montañas y revela algunas estrellas que las nubes no logran cubrir.



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