Dos relatos, una historia

 

    El invierno comienza a hacer estragos en la familia, que está ahora más reagrupada. La nieve cubre todo el territorio y el frío congela cada rincón de la montaña y el valle. Pocos se aventuran a salir e incluso el ganado doméstico está guardado, no hay nada en la montaña que se mueva cuando el frío y los temporales hacen su aparición. Sabes que tras las nevadas, el deshielo traerá comida: la carne de los infortunados ungulados que no pudieron sobrevivir al crudo invierno, aquéllos que se quedaron sin fuerzas en su búsqueda de alimento y sucumbieron al agotamiento y al frío hasta que el incipiente deshielo deja al descubierto sus despojos, que no son más que biomasa, materia orgánica que alimentará a los habitantes de la montaña. Esos cuerpos darán vida a muchos de los pobladores de este entorno hostil.

  

Pero aguardar a que la montaña desentierre y muestre el inerte cuerpo del corcino o el gabato que no tuvieron la suerte de sobrevivir, es algo que no os podéis permitir ni tú ni tu familia, que ya infortunadamente perdió a una parte al principio del invierno: el primero uno de tus hijos del año anterior, que cayó tras el trueno que precede a los motores de los coches y el jolgorio jactancioso del humano mientras posa junto a su cadáver aún caliente. Otro de tus cachorros, uno de este año, no pudo sobrevivir al temporal y sus ojos se fueron apagando sin que nada pudieras hacer. La mermada manada necesita comer ya o serán sus cuerpos también lo que alimente tras el invierno a otros supervivientes.

Caminar por la nieve es difícil y fatigoso para todos, pero hacerlo sobre las huellas de alguien que pasó horas antes por ahí resta esfuerzo y puedes avanzar mejor. Tu olfato percibe algo, alguien ha salido también a alimentarse en este día en el que el sol parece querer anunciar que la primavera empieza a asomarse, pero sabes que no es así, el invierno se agarra a las montañas como si quisiera ser siempre partícipe y protagonista de su salvaje belleza. En el bosque se acumula bastante más nieve, hecho este que dificulta tu paso y el del pequeño ungulado que se afana por alcanzar algún brote. Pero te ha percibido, algo le ha sobresaltado y con su cola enhiesta se yergue hasta donde puede para vigilar el entorno a su alrededor. Pese al sigilo que llevas, de nuevo percibe un ruido y de reojo ve tu sombra acechante. Corre, emprende la huida hacia el interior del robledal. Corres tras él junto a varios de tu familia, tratáis de cercar al joven corzo, pero pese a la gran capa de nieve, se mueve con agilidad. La experiencia, no obstante, te dice que si está ahí es porque necesita comer, porque está débil, así que aguantas su carrera hasta que en un momento dado, donde la nieve aún persiste como si hubiese sido ayer el temporal, le das alcance. Una dentellada le hiere, pero sigue corriendo. El cerco es casi imposible para el pequeño ungulado que se aferra a la vida tratando de salir al arroyo, pero en un tramo de nieve más honda se frena, queda casi atrapado. Ya es tuyo, una certera dentellada y el corzo, aún con los ojos abiertos, lucha moviendo impulsivamente sus patas tratando de vivir un día más, pero el alimento ya no se te escapa y aferrado al ungulado ves cómo su vida se apaga.

Hoy ha habido suerte, todos pueden comer y con ello sobrevivir hasta que de nuevo el hambre apriete. Para mañana no hay planes, comer o no hacerlo es la diferencia entre vivir o morir, y nadie puede asegurar que otro habitante de la montaña quede al descubierto.

Desde arriba, los buitres aguardan para ser partícipes del festín con los despojos que la manada dejéis sobre la nieve. Para ellos es también su salvaguarda: que coma el lobo, le supone también comer al buitre.

 


Escenas del desenlace escrito sobre la nieve

  

El invierno tiñe de blanco la montaña tras un otoño fructífero donde el alimento no escaseaba, pero las fuerzas fallan, necesitas alimento y éste está fuera. La incipiente primavera que anuncia la salida del sol durante estos días atrás, te ha hecho abandonar el grupo donde te protegías para caminar solo, buscando quizás esa dispersión territorial a la que el instinto te obliga para ir haciéndote con un territorio. Aunque hoy también ha salido el sol y el hielo que estos días atenazaba todo el paisaje se va diluyendo, igual es aún pronto para pensar en amoríos, quedan muchos meses para el celo y los escarceos que acompañan esa época, pero no está demás ir preparando el terreno. Ves claros en el césped donde con suerte algún rico brote puede servir para llenar la barriga, aún así aprovechas todo lo que la montaña ofrece que pueda servir para aportar combustible a tu cuerpo. Solo quedas tú; de la camada que vinisteis al mundo, eres el único que ha llegado casi al final del segundo invierno, el primero que pasas sin tu madre; tu hermano cayó en el primer invierno bajo el rigor climático de la montaña. Caminar es complicado, pero sobre el dosel arbóreo mucha de la nieve que había se ha ido deshaciendo; hasta allí caminas, siempre vigilante ante cualquier estímulo que te alerte de un incipiente riesgo, para correr a ocultarte entre las sombras del robledal. Todo supone un peligro, de tus reflejos depende vivir o morir.

De repente algo se mueve a lo lejos, lo percibes pero aún no lo ves; quedas inmóvil, petrificado para poder captar mejor cualquier movimiento o ruido que tus sentidos puedan percibir. Ahora lo escuchas, alguien camina por la nieve. Huyes hacia el bosque, es difícil hacerlo sobre la nieve, pero has de ocultarte lo antes posible. Ya bajo el dosel arbóreo ves cerca un lobo, y más atrás otro, y otro en paralelo… corres de nuevo a través del bosque sorteando árboles y rocas, saltando como puedes los nuevos robles que aguardan aletargados a la primavera, pero en un tramo de nieve casi virgen algo te roza en la pierna, te desequilibra, aunque logras zafarte. La esquiva ha sido buena, pero el dolor comienza a aparecer. Ves el arroyo y corres hacia él pese a estar recorrido en su orilla por una valla que te frena, la nieve en ese tramo se ha acumulado más que por el tramo anterior y quedas momentáneamente varado, tratas de recomponerte pese a la herida sangrante de tu pierna cuando, súbitamente, te ves rodeado. Parece que no hay salida, pero la vida se defiende hasta el último aliento y tratas de lanzarte ladera abajo; en ese instante notas que algo te ha amarrado del cuello, caes. Mientras tu vista se apaga te ves rodeado por la manada de lobos; ya nada sientes, la montaña parece cerrar el telón de una función que para ti ha terminado. Ves tu aliento escapar de tu cuerpo como el alma que se unirá para siempre a la montaña, el último hálito antes de que tus pupilas dejen de brillar con el fulgor salvaje que les dio la naturaleza.

Desde arriba, los buitres aguardan para ser partícipes del festín con los despojos que la manada deje sobre la nieve. Para ellos has sido también su salvaguarda: que tú hayas muerto, le supone también comer al buitre al igual que a una cohorte de animales que dependen de estas tragedias de la naturaleza para seguir existiendo. Es parte de la vida y la tuya no se desaprovechará. Mientras tanto, la montaña, mudo testigo de cada desenlace, guarda como siempre silencio.

   Historias que quedan escritas en la montaña para quien tenga la osadía de acudir a ella en estos duros días del invierno y sepa traducir las señales que ambos relatos dejaron impresos sobre la nieve, hasta que abruptamente se cruzaron uniéndose en un fatídico final. Cada indicio, cada huella en el terreno es una historia que, de no ser por el naturalista que se topa con ellos en sus salidas, se perdería como muchas otras en el anonimato de nuestras montañas. Pero a pie de campo, sin nada más que unos vagos conocimientos como es mi caso, cada historia no es más que la hipótesis del que examina los indicios, porque imaginar la manada de lobos cazando quizás no sea otra cosa que una licencia poética y fuese un solo lobo (pues no vi huellas más que de un cánido y del corzo) quien persiguió y capturó al infortunado animal; seguramente el mismo lobo que se cruzó conmigo en mi paseo de hace semanas, o aquél que a buen seguro me gruñó cuando me detuve en esa noche en la que las sombras acechaban. La montaña siempre calla, nunca rebelará sus secretos pese a albergar en su seno el aullido del lobo, el ladrido del sorprendido corzo o los dulces trinos de las aves forestales, la montaña es solo un mudo testigo de los devenires de quienes la habitan. Es el lienzo donde escriben sus historias. Hoy, estas historias que aquí transcribo, son una especie de homenaje a ese corzo que no pudo sobrevivir al invierno; a ese lobo que, al menos hoy, ha tenido algo que comer y suma un nuevo día vivo y a esos buitres, a los que ahuyenté sin querer mientras reposaban en las altas rocas del collado, donde de nuevo me quise encaramar para ver, como otras veces, apagarse el día tal y como lo verían esos animales que allí habitan, aunque no presten atención a la belleza que yo percibo, sino simplemente a su propia supervivencia.


    Ya de vuelta, la noche todo lo envuelve, es la hora del lobo, del oso, del ciervo y del corzo. Es la hora de la naturaleza y mi presencia allí es percibida como una amenaza. Mientras, a mi paso, escucho huir por el bosque a alguno de los citados animales, pienso en ese corzo, en cómo hubiera deseado ser carroña cuando le correspondiera y no presa a ser depredada esa noche para dar vida a su “enemigo”. Pero si algo se aprende observando la naturaleza es que aquí no hay enemigos, simplemente relaciones que aportan el equilibrio que precisa el medio para sustentar todo lo que nos mantiene vivos y, ante eso, mejor dejar que la propia naturaleza sea quien se regule, nunca ha fallado hasta que el ser humano apareció en escena y modificó las reglas para reescribirlas a su medida.

 

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