Nuestro terror ancestral, las serpientes.

La cumbre de la montaña a la que quiero llegar está próxima, la rampa de hierba que me resta, salpicada por numerosas piedras, muestra un tono amarillento por la falta de lluvias a pesar de que el otoño ya está mediado. La soledad aquí es absoluta pese a encontrarme en los límites del concurrido Parque Nacional de Picos de Europa. Todo un horizonte salpicado de montañas se abre a medida que he ido ascendiendo: por un lado el macizo central y occidental de Picos, a otro peña Ten, Pileñes y gran parte de la montaña asturiana, hacia el sur se atisban las grandes cumbres palentinas. El descenso es abrupto, en el que no puedes lanzarte debido al grado de inclinación tan elevado y a las piedras que a simple vista se ocultan bajo el forraje, que podrían hacerte pasar un mal trago si te das un traspié. De repente, bajo el pie derecho que iba a posar, algo se mueve con inusitada rapidez, lo observo caer unos metros por la inclinada rampa, para recomponerse y seguir más...