Un paseo al atardecer
En el invierno, el atardecer es precoz, casi podría decirse que madrugador. Si te demoras mucho reposando la comida, no llegarás a ver el crepúsculo que te propones si el paseo es suficientemente largo. Por eso decidí, viendo la hora que era, simplemente salir a caminar hacia donde sabía que al menos podría ver un horizonte extenso, pese a no ser el lugar donde los atardeceres más me cautivan, y no por demérito de la atalaya escogida, sino por el espectáculo grandioso que se contempla desde la pretendida. El cielo, no obstante, estaba plomizo y no auguraba un colorido como el que me suele cautivar cuando me encaramo para disfrutar de los ocasos.
Nada más dejar el asfalto, el barro muestra los dibujos de quienes pasaron por esa pista antes de hacerlo yo. Un vehículo todoterreno deja sus marcas cegando con su profundo dibujo la impronta de los seres vivos que por allí deambularon antes de que lo hiciera el automóvil. Pero no todas estaban cubiertas por las rodadas, muchas huellas del ganado que por allí se había conducido borraban también los rastros de la fauna silvestre, deteriorando a su vez el sendero con hondas señales en el barro que habían impreso con sus pezuñas; junto a ellas se podían adivinar huellas de cánido, posiblemente el perro que guarda o pastorea ese rebaño que por allí pasó. El ojo ha de acostumbrarse a mirar para descubrir en el caos algo armónico que destaque, y allí descubrí entre el galimatías reinante sobre la pista de barro, el paso de un tejón que transversalmente cruzó la vereda; sus huellas eran tan nítidas que parecía estar aún marcándolas, era como ver al propio animal moviéndose ajeno a mi presencia; muy cerca otras pequeñas huellas me revelaron que un pequeño gato también frecuentaba la pista y los prados que la bordean. Llegados a un altozano del camino, el panorama aunque conocido no deja nunca de sorprenderme: a la derecha, el robledal ya desnudo tapiza un monte por el que no me he adentrado nunca al estar fuertemente vallado, precedido de un desnudo prado de intenso color verde. A mi izquierda la imagen es similar, el prado verde termina en el bosque caducifolio que se eleva en las laderas de un monte más elevado y lejano. Al fondo la pista serpentea entre prados y pequeños promontorios a los que me dirijo cuando, en un vistazo, observo en un claro del robledal un animal pastando. No es el ganado al que uno está acostumbrado cuando campea por terrenos de montaña, ni un animal que se pueda ver habitualmente. Ramoneando a lo lejos veo un bisonte europeo. Está dentro de un recinto vallado que lo protege, ya que no es, pese a lo que queramos creer, un animal salvaje, pero tampoco es un animal domesticado del todo. El ambicioso plan de recuperación en el que se enmarca esta especie se nutre de las ganancias de un uso turístico donde el visitante puede ver de cerca tan singular animal y, con semejante reclamo, poner en el mapa a ciertas comarcas sin necesidad de dañar al medio natural o a su fauna, como se hace con otras actividades.
Procedentes de los
países del Este de Europa, estos animales que se extinguieron en libertad a principios
del siglo XX siguen un plan de recuperación, contando para ello con varios
terrenos en España donde, naturalizados en la medida de lo posible, se
mantienen las poblaciones intercambiándose individuos para tratar de contrarrestar
los problemas generados por la endogamia que la especie puede presentar al
haberse iniciado su recuperación con muy pocos ejemplares.
Sea como fuere, le
da al lugar un aspecto más salvaje, dota de una cierta personalidad a este
espacio natural al contar en él con uno de los viejos habitantes de la Europa
de cuando el hombre era simplemente un individuo
salvaje y montaraz dentro de los de la especie “homo”, conviviendo en este
espacio natural con animales como el lobo ibérico o el oso pardo, verdaderos
emblemas de nuestras montañas.
Logro ver en mi
paseo varios ejemplares cercanos a la valla que los separa de una libertad que
quizás no les conviene, alimentándose de los pastos que allí hay e intuyendo en
mi caso que dentro del robledal, se
ocultan invisibles a la vista más ejemplares de este prehistórico animal
procedente de los bosques de la Europa más salvaje.
El barro es cada
vez más pegajoso y se encuentra tan removido que es incómodo caminar por él; aun
así, entre tantas pezuñas y cascos de caballo, logro ver nuevas huellas de
cánido. No las presto mucha atención, al ser más probable que se trate de un
perro que acompaña al ganado que el rastro de un animal salvaje, pero veo unas
cuya traza me resultan más llamativas que el resto. Se trata de una huella muy estilizada de un
cánido de menor tamaño que las anteriores: sin duda un zorro ha ido en el mismo
sentido que yo ahora camino. No tardo en ver un excremento y no muy lejos, el
de un mustélido, posiblemente garduña, cuyas huellas no pude ver en un sendero
demasiado removido.
El atardecer ya se va haciendo notar con lo que opto por salirme hacia los prados y por ellos, salvando las innumerables vallas que los protegen, ascender hasta irme encaramando a un alto cuya panorámica ya descubrí tiempo atrás y que, pese a la cercanía, tiene poco que envidiar a otras con más enjundia. El sol está oculto cuando llego a un collado previo, pero el cielo por el que se ha escondido muestra un color rojo intenso que impresiona, dibujándose en el mismo los contornos de buena parte de las cumbres de la montaña palentina.
Estoy ya en la
ladera del promontorio al que quiero ascender cuando veo que hacia la cumbre
donde me dirijo corre algo. Apenas puedo distinguir más que un lomo parduzco
con una cola enhiesta que se mueve de un lado a otro que enseguida desaparece
entre las rocas. Pese a que trato de ascender con rapidez para ver si logro ver
al animal que ha huido de mí al percibir mi presencia, no consigo alcanzarlo.
Paso junto a varias reses que me miran con cierta indolencia, sin prestar más
atención hacia mí que la debida a la curiosidad, para seguir sin más alarde con
su ramoneo. Al llegar arriba la luz apenas deja ver el paisaje y me es
imposible adivinar qué animal pudo haber sido el que se zafó de mi vista. Se
que no era un perro de los que guardan el ganado, pues su comportamiento no
hubiera sido el de huir, sino que se hubiera acercado a mi, no sin antes
advertirme con sus ladridos. Tampoco me pareció un zorro, a la vista del rabo
que pude observar sin llamativo pelaje. Seguirá, fuera quien fuese, corriendo
ya ladera abajo o quizás, oculto entre algunos arbustos, mirará hacia mi
posición con la curiosidad de quien no entiende mi presencia en ese lugar.
Mientras trato de escudriñar el paisaje con la escasa luz que queda, escucho
tras de mi un estruendo, como si una estampida estuviera aconteciendo en la
ladera contraria a la que miro. Me doy la vuelta y observo varios ciervos
corriendo en el sentido de la curva de nivel, a una veintena de metros bajo la
posición en la que me encuentro. Veo varias hembras y crías, quizás algún
vareto entre ellas que no puedo adivinar al carecer de luz suficiente para
diferenciar otra cosa que no sean siluetas difusas a la carrera. Rápidamente
desaparecen y vuelvo la vista hacia la montaña, levanto la mirada y lo que descubro
es sublime: El Espigüete recortándose contra una cortina roja, escoltado hacia
mi izquierda por todo el cordal de la Sierra de la Peña, presidido por la
panzuda cumbre de Peña Redonda. El rojo es más intenso aún que antes de
ascender ese tramo hacia la modesta cima, desconozco los nombres y matices de
las gamas de colores, pero podría calificarlo como burdeos. El alma de
cualquier persona se regocijaría con el espectáculo que allí se manifiesta y
quien no lo hiciera, igual es que carece de esencia y no es más que un autómata
regido por una civilización que mueve los hilos a su antojo. No hace frío pese
a ser un atardecer invernal de primeros de Enero, el cielo ha querido además
dejar claros entre las nubes y dotar a las que se encuentran aún iluminadas por
el sol poniente de un aspecto algodonoso. Se oyen algunas voces de la montaña:
un débil ladrido, el ulular de los cárabos o el aleteo de algunas aves que se
han visto sorprendidas por mi presencia en el lugar y tratan de ocultarse de
nuevo alejándose del bípedo depredador ancestral. Escucho también el sonido del
ganado que pace con indiferencia a pocos metros mientras desciendo campo a
través, aunque por terreno despejado, para buscar de nuevo la pista. Justo al
alcanzarla percibo un olor salvaje, un aroma que casi se paladea, pero ningún
sonido alrededor delata al animal que lo expele y la luz ya es inexistente como
para poder vislumbrarlo.
Con la noche ya sobre mí y la embarrada pista llenándome de lodo las zapatillas y el pantalón, vuelvo hacia el lugar del que provengo con un cielo que se ha ido descubriendo dejando ver algunas estrellas. Numerosos aleteos a mi alrededor me sobresaltan, o más bien soy yo quien en su descanso ha inquietado a esos habitantes salvajes de este entorno moderadamente humanizado y les ha hecho revelar su posición para buscar otra más alejada de la pista por la que me desplazo.
Al fondo sigue
sonando el reclamo del cárabo, última de las voces que escucho antes de llegar
y recogerme, ya con las sombras de la noche cubriendo con su manto de estrellas
el paisaje.
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