Minutos mágicos con el fantasma del bosque. Nuestro Gato Montés

 

    Época de siega en la montaña palentina, el silencio habitual se transforma en ruido de motores que regresan al pequeño núcleo poblacional tras su trasiego en los prados, donde la espesa y alta gramínea y el cereal han sido dejados al ras, apareciendo grandes rulos dorados salpicados por todo el terreno. Algo, no obstante, se mueve con sigilo en el prado cuando ya no hay rastro del humano en el entorno. A paso lento, con la mirada fija en un punto, mueve sus patas dejando casi inmóvil el cuerpo hasta un momento en el que ambas patas traseras se alinean y salta súbitamente hasta aterrizar con las extremidades delanteras sobre el suelo y dejar su hocico pegado al pasto recién cortado. Se detiene el tiempo unos segundos y el animal vuelve a levantar la cabeza, mira a ambos lados y, muy despacio, como una toma de cámara lenta, inicia otro movimiento para sentarse. Es el gato montés y su víctima iba a ser un roedor que supo burlar a la muerte en esta ocasión.

    De pie, en la pista cercana, oculto por unos arbustos, admiro con fascinación esta escena y me quedo embobado mientras el gato salvaje vuelve a levantarse y comienza a caminar, siempre mirando hacia los lados, percibiendo cualquier movimiento a ras de suelo, para de nuevo repetir el lance una vez crea que puede tener éxito.

    Hasta tres veces le veo realizar su operación de caza a cámara lenta, y todas ellas sin el resultado por él codiciado. Se sienta de nuevo y le veo cerrar los ojos con aparente relax mientras el sol de la tarde, que busca su hueco entre las montañas que cierran el horizonte, le ilumina perfectamente el rostro para dejarme ver la belleza de este animal normalmente esquivo, pero que hoy se muestra en apariencia ajeno a mi presencia y dominando el prado del que seguramente sea dueño y señor.

    Entre 3'5 kg y 5 Kg es lo que suele pesar este animal, indiferenciable en ocasiones de su doméstico primo hibridado salvo por alguna característica que, si bien no es determinante para apreciar la pureza racial del gato bravo, sí que constituye una gran ayuda para distinguirlo del doméstico cuando tales signos distintivos se suman en un individuo, siempre a sabiendas de que la hibridación entre ambos puede dar lugar a ciertos especímenes cimarrones con características muy similares al silvestre.

    La cola es quizás lo que más nos va a llamar la atención cuando nos topemos con uno de ellos: larga, gruesa, con una borla negra y roma que la finaliza, presentando a lo largo de ella varios anillos del mismo color. Es la cola la parte de su anatomía que más fácilmente se podrá ver cuando alguien se cruce de manera súbita y fugaz con este animal. Su pelaje atigrado y grisáceo, una línea dorsal negra única y que termina abruptamente al comenzar la cola, cabeza grande que presenta unos bigotes densos con apariencia de caídos, trufa rosada y bordeada de negro, son algunas de las características que más nos pueden hacer pensar que ese animal con el que nos hemos cruzado en esta zona montañosa del norte de España, o que hemos visto en el prado cerealista de la meseta, puede tratarse del gran gato montés, aunque la confirmación absoluta sólo se puede lograr mediante análisis genéticos.

    Habitante de tres continentes: Europa, África y Asia, la población, aunque extensa, se encuentra muy fragmentada en Europa, habiendo desaparecido de muchos territorios. En España es difícil precisar su población y su grado de amenaza, al estar poco estudiado y ser difícil hacerlo dado el carácter esquivo que presenta hacia el ser humano, considerando no obstante el Ministerio de Medio Ambiente que en los lugares óptimos para la presencia de la especie, su densidad oscila entre los 0’38 individuos por kilómetro cuadrado, estimándose una población aproximada de unos 30.000 individuos en nuestro país, teniendo en cuenta una extrapolación de los datos de densidad media reseñados al número de cuadrículas donde está presente la especie (Datos de MITECO). En España se diferencia la población del norte peninsular (bosque atlántico) denominada Felis Silvestris silvestris (subespecie compartida con Centro Europa), con la que habita más al sur (monte mediterráneo) Felis Silvestris Tartessia, que constituye según los datos estudiados un endemismo ibérico.

    Se le ha matado como alimaña con el fin proteger a las piezas de caza de las que existía creencia que las mermaba, estando esta sabiduría popular aún presente en diversas zonas y cotos donde aún se le mata, bien directamente o con trampas. Existen datos (en mi caso extraídos del blog “De Paseo por la Naturaleza” en un post de 2012 sobre este animal donde indica con exactitud la publicación donde se extrajeron por el autor, en concreto el trabajo realizado por Eduardo J. Corbelle Rico y Eduardo Rico Boquete titulado “La actividad de las Juntas de Extinción de animales dañinos en España, 1944-1968), de que entre los años 1954 y 1962 hay registros de la muerte de 3.479 gatos, si bien estos son datos de los lugares donde se contabilizaba, pues en otros muchos se les mataba sin contabilizar, y el furtivismo o la estricnina también hacía estragos sobre esta especie, como lo hacía con el resto. La fragmentación, alteración y destrucción del hábitat en el que vive es otra de las grandes causas de su declive, una merma que provoca el que pueda darse con más frecuencia la hibridación de la especie con gatos ferales, circunstancia que no se produciría si su abundancia fuese la debida pues, llegado el caso, no permitiría la expansión de esos gatos asilvestrados por su territorio, terminando con ellos por competencia y sin dificultad dada su robustez y fuerza.

    He dejado de ver al gato por unos instantes en los que se ha ocultado tras uno de los rulos de pasto para asomarse de nuevo tímidamente, quedándose sentado junto al mismo unos minutos. En el entorno se escucha a las tarabillas y al alcaudón, de vez en cuando el ratonero que sobrevuela el prado emite también su clásico “maullido” mientras el sol continúa su descenso y la temperatura decae. De nuevo se pone el protagonista lentamente en marcha, siempre mirando, siempre atento a cualquier asomo de movimiento que se produzca en el terreno; hace un amago, se detiene mirando a un punto donde un roedor acaba de desaparecer engullido por la tierra… No lo intenta, sigue adelante; camina en el sentido hacia donde yo me encuentro hasta que percibe un movimiento mío que le sobresalta. Me mira, le miro un instante y, con premura, corre hacia el cercano matorral que separa el prado de la pista en la que me encuentro para ocultarse. No podía imaginarme que mi silueta le resultase invisible hasta ese preciso instante en el que se encontraba a apenas cinco metros de mí, pero el matorral y la sombra que me protegían, así como el hecho no buscado por mí de tener a mi espalda como aliado al sol poniente, eran el perfecto escondite. Ya no saldrá más si no me muevo de mi improvisado “hide”, así que me marcho con la imagen de un fantasma que se ha dejado ver, guardada para siempre en mi memoria; le dejo solo en el entorno para que siga buscando su cena con la tranquilidad de que nadie le estará observando ya, de que seguirá siendo invisible para el mundo, nuestro mundo.

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