BULLICIOSO DESPERTAR PRIMAVERAL
“Pero a las cinco de la mañana, la madre naturaleza pulsó un botón y el mundo se volvió loco: Todo bendito pájaro, animal y, a juzgar por el sonido, caimán luchó contra todos los demás para hacerse oír. (…) Era otra putada que tenía el campo. El condenado empezaba demasiado temprano”. Fragmento extraído de SNUFF, una novela del Mundodisco de Terry Pratchett.
Si bien la primavera entró hace unas
semanas, su influjo casi no se ha percibido aún debido a una sucesión de
borrascas que no cesan de solaparse. Apenas han brotado los amarillos narcisos
en los prados, y ni siquiera habían llegado las primeras golondrinas a la
montaña palentina. Hasta hoy.
Despierto un 4 de abril con el incesante
bullicio primaveral pese a haber amanecido un día lluvioso y frío. Ayer, al
llegar tras una semana de ausencia, ya vi las primeras golondrinas salir del
nido que cada año ocupan bajo el sobrado. Una semana antes la nieve había
estado nuevamente presente y las viajeras africanas no asomaban aún por estas
tierras del norte de España.
Me asomo a la ventana y veo salir veloz a
una de las golondrinas mientras emite su reclamo, pero hay más voces en este
recién estrenado día. Colirrojos tizones vuelven a revolotear por el jardín
junto a petirrojos. Todos se dejan ver en su incesante ir y venir portando en
el pico hojas y ramas o abalanzándose a cualquier bichejo que se mueva dentro
de su radio de acción. Es la hora de construir la casa. Junto a las
golondrinas, habituales vecinas estos años desde la primavera hasta el otoño,
la urbanización ha crecido. Los colirrojos ocupan el nido austero de otras
temporadas, muy cerca del de las viajeras hirundidas. Frente a ellas, en un
hueco del merendero, el petirrojo va y viene acarreando el material necesario
para acomodar su nido. Desde la ventana veo por donde entra y sale a la que
será su casa esta estación, aunque sus trabajos han tenido poco éxito en
principio, pues parte del nido que llevaba hecho ha caído. No es problema, tras
un rato de ausencia, indignado quizás por tener que volver a comenzar, el
pequeño pajarillo vuelve al trabajo mientras yo, desde un ventanuco de la
puerta, dejo que pasen los minutos mirando con fascinación su incesante
trasiego. El vecindario crece. Un herrerillo acude a inspeccionar la antigua
oquedad donde una vez nidificaron. Veo a la pareja posarse cerca e indagar
sobre los riesgos visibles de alquilar allí su hogar. Quizás no sea el mejor
lugar para ello, aún quedarán en el interior los restos de la antigua nidada
que les harán desistir sin duda para buscar otro agujero más resguardado. Un
colirrojo se asoma curioso al hueco una vez que los herrerillos han
marchado. Inspecciona unos instantes y se marcha. Esa tarde ya no veo al
herrerillo volver. Qué buenos ratos pasaría si cada uno de ellos finalmente
se quedase en mi jardín para deleitarme con sus quehaceres. No hay mejor
documental que el que se observa directamente y cuya narración y banda sonora
corre a cargo de sus propios protagonistas.
Golondrina común, colirrojo tizón, petirrojo, herrerillo común, son solo algunos de los vecinos. No tardan en unirse a la reunión un par de carboneros comunes que picotean en el pequeño prado y una lavandera común paseándose con descaro. El vecindario bulle y su cháchara mañanera es música para mis oídos. Pero no sólo las aves residen en mi coqueto vecindario. Estos días de lluvia he de tener cuidado porque en la oscuridad acecha un gran sapo común. Esa precaución he de tomarla no por lo que el anfibio me pueda hacer, sino por el daño que pueda causarle yo si al no verle a causa de las sombras de la noche le llegase a pisar. Hoy, al salir un momento por la noche mientras llovía, ahí estaba inmóvil, siempre mirando de reojo y a pocos metros, otro sapo bastante más pequeño quedaba petrificado sobre una alcantarilla esperando que no percibiese su presencia. Los días soleados de final del invierno ya empezaron a salir las lagartijas, no queda mucho para que su presencia sea también habitual en el patio. Y no me olvido del topillo que salió de debajo del jardín tras cortar la hierba para meterse en uno de los agujeros que tiene en el parterre, o de la garduña que de cuando en cuando se hace notar depositando junto a la puerta sus excrementos, para no volver a dejar su rastro en semanas.
Pero esto no tendría sentido si desde la
distancia, el oso no dejara su impronta en forma de pisada cerca del pueblo
para recordarnos que está ahí aunque no le veamos, o el lobo no marcase en las
pistas queriéndonos dar a entender que ese territorio es suyo, y que es él
quien permite que nosotros compartamos sus dominios, cobrándose por ello de vez
en cuando alguna res de las que tenemos domesticadas como compensación por
abusar del trozo de montaña que ha ganado para sí. Un resarcimiento debido
seguramente a la escasez de esquivas reses salvajes como corzos o ciervos que
son preciados trofeos de caza para nosotros a los que año tras año diezmamos
sus poblaciones, y a la facilidad aparente de hacerse con comida más cómoda,
muchas veces llevados a ello por la desestructuración de la manada debida a
métodos que llamamos “de control” o al furtivismo, que impide a los lobatos un
aprendizaje correcto y al grupo una cohesión fuerte con la que puedan dar caza
a las presas silvestres que cuentan en su impronta genética con medidas de protección
contra el cánido. Desde el bosque cercano, viven ajenos a nosotros el oso, el
lobo, la marta, el trepador azul, el picapinos, la culebra lisa meridional, el
lirón gris, el cárabo y un número incontable de formas de vida que dotan a
estos lugares de una magia que sin duda moriría por nuestra causa si no hacemos
algo para que perviva. Una vida que apenas percibimos cuando penetramos en
sus dominios y que desde luego ni siquiera imaginan quienes sólo lo ven desde
fuera. El sigilo es su método para permanecer con vida un día más.
Mientras reflexiono sobre el modo de entender la naturaleza que tenemos, sobre cómo mostramos nuestras armas a quien únicamente coloca ante nosotros su belleza; sobre cómo tratamos de conquistar a esos seres que únicamente tratan de sobrevivir en un medio para ellos suficientemente hostil, como para además preocuparse de nuestros intereses económicos o nuestros odios ancestrales, ajenos mientras les es posible a nuestros devenires existenciales, aparecen más protagonistas que se unen a los ya expuestos. Una pareja de pinzones se pasea buscando algo que echarse a la boca mientras sobre ellos se aprecia el vuelo acechante de dos milanos. Los jilgueros ya han empezado a acudir al festín que les proporciona ese pequeño jardín colmado ahora de un amarillo intenso tras la explosión de innumerables dientes de león.
Me tumbo un momento y cierro los ojos para sentir con más fuerza si cabe esa naturaleza que hay tras la puerta, cuando un aleteo me sobresalta. Un herrerillo se asoma a la ventana, con esa curiosidad de quien quiere expandir su mundo, llegando incluso a adentrarse unos segundos en el interior de la casa para poder ver las sorpresas que oculta lo que normalmente está cerrado al exterior. Me vuelvo a asomar para ver cómo se posa en un cercano árbol aún sin hojas y veo de reojo moverse entre unos ramajes también desnudos a alguien. Es el petirrojo que continúa acudiendo al jardín, aunque ha desistido de construir el nido en la ubicación que escogió primeramente, quien sabe si por darse cuenta de la imposibilidad de esa empresa al derrumbarse una y otra vez, o por la presión de algún colirrojo que ha visto en ese amasijo de hierbajos un hogar para sus futuros polluelos. El caso es que ya no conozco la ubicación de su nido, pero sigo disfrutando de sus correrías.
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