Sobre lo que me provocó mirar a los ojos de un animal salvaje. Mi postura sobre la caza

 

Aunque se infiere claramente de otros textos mi actitud contraria a este hobby, quiero ahondar un poco más en mis motivaciones , no con ánimo de exacerbar al que opine lo contrario polarizando aún más el debate, sino con el de aportar algún argumento que pueda hacer que quien no haya reparado en ello, se considere cazador o no, pueda dar una vuelta a sus motivaciones.

    Lo primero que quiero abordar es la obviedad de lo innecesario de esa actividad que, si bien fue la que nos aportó la proteína necesaria para la evolución de nuestros antepasados hacia lo que hoy somos, desde la domesticación que hizo emerger la ganadería y la agricultura para proceder de manera más sencilla y segura a nuestro sustento, salir a matar animales carece ya  de sentido.

    Huesos de animales hallados que datan de hace 3’4 millones de años, los cuales por primera vez presentaban cortes producidos por utensilios líticos y los propios utensilios utilizados a tal efecto también encontrados, son las primeras pruebas de humanos carnívoros que se han hallado. Se trata de una evolución en la alimentación de los homininos, que inicialmente consumían frutos, hojas o insectos, los cuales se escindieron en varias ramas evolutivas donde la alimentación cobra notable importancia para llegar a lo que hoy somos. Es esa alimentación más calórica la que nos impulsó a obtener mayor cerebro, dientes y músculos masticatorios más pequeños y debido a ello más tiempo libre para socializar, entre otras cosas. Recordemos que los primeros tipos de humano del género homo (el nuestro) aparecieron, según registros fósiles, hace unos 2’8 millones de años; a partir de ahí surgió el homo erectus (hace, según se ha descubierto recientemente en un yacimiento, unos 2’06 millones de años); pero fue mucho después, con el homo sapiens expandiéndose por el mundo (hace unos 300.000 años), cuando nuestra presencia se hizo notar en el planeta y la gran megafauna de la edad de hielo empezó a mermar hasta extinguirse (y no hablo de los dinosaurios, muy anteriores a nuestra aparición en escena, sino a los mamíferos como mamuts, perezoso gigante y muchos otros,  que proliferaron a partir de animales del tamaño de actuales roedores tras la desaparición de los grandes reptiles, hace 66 millones de años). El ser humano, junto a otros factores que se barajan como el cambio climático (cuando pasamos del hielo al calor, hecho este que probablemente favoreció la migración y asentamiento de esos  primeros humanos y causó el efecto contrario en la gran fauna que vivió durante esa  edad de hielo), son en conjunto las causas por las que desapareció esa  gran fauna, aunque durante aquella  edad de hielo hubo numerosos periodos glaciares e interglaciares y no por ello sucumbió la  megafauna  que habitó el planeta durante esos 2 millones de años, con lo que la evolución y dispersión humana es un factor que cobra más importancia como actor principal en  la extinción de esas especies. La coevolución en África de la gran fauna con nosotros (recordemos que es de África de donde venimos), es una explicación plausible del por qué en ese continente aún se mantienen ciertos ejemplares de animales de gran tamaño, al haber contado con más tiempo de  adaptarse a nosotros. Se puede decir que allí nos vieron nacer y crecieron con nosotros. El alimentarse de carne no tiene por qué haber sido debido a la caza, ya que los primeros utensilios encontrados en excavaciones y  claramente usados para abatir animales están datados hace unos 300.000 años, con el homo heidelbergensis, en el paleolítico; hasta entonces, es fácil que la carroña fuese parte de nuestra alimentación, o robar piezas cobradas por otros carnívoros, tal y como hacen algunos oportunistas en el reino animal actualmente. 

    Pasamos muchas páginas del libro de nuestra historia para llegar a hace unos 23.000 años, donde  el homo sapiens y el lobo empezaron a interactuar, éstos tentados por nuestras sobras en los campamentos y nosotros utilizándolos como aliados en la caza. Así surgió la primera especie domesticada, el perro. Al cánido le siguieron otros animales que empezamos a utilizar como fuente de alimento, encontrándonos hoy en día con ovejas, vacas, cerdos y otros muchos que constituyen una biomasa, según recientes cálculos aparecidos en un censo realizado por un equipo del instituto de ciencias Weizmann, de 630 millones de toneladas,  unas 30 veces superior a la de todos los animales salvajes terrestres (20 millones de Toneladas) y 15 a la de mamíferos marinos salvajes (40 millones de toneladas, recordemos que entre estos últimos se encuentra aún el mamífero más grande que ha existido, la ballena azul, de la que un solo ejemplar puede pesar 180 toneladas), estos datos están recogidos de Europa Press en un reciente artículo. Y llegamos al Neolítico, hace unos 10.000 años, donde pasamos de un modo de vida nómada basado en la caza y recolección, a otro sedentario, con fuentes de alimento siempre disponibles, gracias a lo que nuestra población ha ido creciendo de manera exponencial desde entonces, al tiempo que disminuía la del resto de animales del planeta (salvo los domesticados).

    

Explicada someramente nuestra más antigua historia, voy al hecho en cuestión: puedo entender el reto del  rececho, la emoción de verse cara a cara con un animal libre y salvaje y el sentimiento de posesión, de superioridad, al tenerle a tiro y saberte en ese instante dueño y señor de su vida, bien para quitársela o para darle la oportunidad de continuar con ella. Yo mismo practico esa modalidad, pero con la fotografía. Ves a lo lejos al ciervo tranquilamente paciendo  en el prado, has visto previamente sus rastros y sabes reconocerlos e interpretarlos, te acercas despacio, tratando de confundir tu silueta para en un momento dado poner la cámara con el trípode a una distancia donde la óptica pueda ser útil (en función como siempre del dinero invertido en ella, en mi caso poco, 300 mm y poco luminosa, la más barata del mercado para mi cámara); dada la complejidad del proceso de acercamiento, llega un momento en que ya sabes que te ha visto, ves cómo empieza a huir ladera arriba junto a otros tantos que no habías percibido cuando ya tienes preparado el dispositivo fotográfico; les esperas, el disparo ahora es incierto, se mueven rápido y el enfoque es complejo, pero sabes que en algún momento frenarán para mirar hacia tu posición y lo hacen cuando llegan al matorral cerrado. Esa es tu oportunidad, ajustas la mira hacia el más grande, el que presenta un trofeo más espectacular que el resto y … clic … la foto está hecha. Disparas en ráfaga, como una ametralladora, para que no se te escape un movimiento, un gesto; te encuentras a mucha distancia y la foto es complicado que quede nítida, pero le has dado de lleno, ves al ciervo mirando hacia ti en el momento que le alcanzaba el disparo, pero a diferencia del rifle, solo le has robado su imagen, un trocito de su alma como se llegó a creer en algún tiempo por parte de la infortunada sabiduría popular, pero su vida sigue intacta, nada le ha dañado, seguirá pastando en los prados o ramoneando alguna hoja, será uno de los protagonistas de la berrea de inicios de otoño y quien sabe si logrará que sus genes se perpetúen con individuos que en futuras generaciones mantengan su espectacular impronta. Su vida seguirá su curso y tú te habrás llevado también el trofeo ansiado, la foto de ese ejemplar de ciervo causando tan solo la molestia de su huida al percibir que por la pista el bípedo depredador ancestral se acercaba, huida que en muchas ocasiones le habrá salvado la vida a buen seguro tras ocultarse entre la fronda al percibir cualquier atisbo de peligro.

    En el ideario popular no dejan de ser bestias salvajes que, si no le son útiles al ser humano, son innecesarias. El ciervo, el lobo, el oso, el corzo, el jabalí… todos están ahí con un único fin, nuestro entretenimiento o nuestro beneficio, y si no se logra tal cosa, molestan y se les hace desaparecer. Así se muestra la sabiduría popular antes dicha, para la que el hombre no está en comunión con la naturaleza, sino que aún ha de tratar de luchar contra ella, ganarla. Obviamente esas posiciones radicalmente antropocentristas han ido quedando desfasadas gracias al conocimiento y la cultura, pero aún siguen vigentes en no pocas personas. Un ecosistema se autorregula siempre y cuando está completo, en el momento en el que le falte alguna pieza, ese desfase se notará haciendo proliferar a cuantas otras especies estuvieran relacionadas con ella, lo que provocará la pérdida de otras diferentes a todas ellas y cambios en el propio ecosistema, en una balanza que sin duda volverá a equilibrarse de algún modo, pero utilizando una escala temporal que no llegamos a entender. El ser humano, causante de tantos desfases, ha de erigirse también sabiamente para ayudar a la recuperación de ecosistemas dañados por su actividad, bien sea propiciando que animales que ya se han extraído de allí vuelvan a cobrar protagonismo en el medio, como el lobo y su ecología del miedo sobre los ungulados vista en Yellowstone, o tratando de recuperar la vegetación que ha hecho desaparecer.

    Por qué pasé de ser una persona a quien si ponías en su mano una escopeta de perdigones o una caña de pescar, se lanzaba a por lo primero que se moviese en el campo o en el río, a ser una persona contraria a esas prácticas es simplemente una historia de evolución y adquisición de conocimientos en el medio natural, pero también de empatía, de “ponerse en el lugar de”. Hay quien cuando ve un animal solo percibe su silueta. Yo antes también, hasta que aprendí a mirarles de otra manera, ver en sus ojos el miedo, el dolor, la ternura… y decidí aprender más sobre ellos.

    Cualquiera de los animales que nos acompañan en el cada vez más escaso y menguante medio natural tienen una vitola de auténticos supervivientes. Nada más nacer ya cuentan con  multitud de riesgos y peligros que afrontar, que a menudo provocan que de un parto no quede ningún animal el primer año de vida bien por enfermedades, depredación o múltiples causas, muchas de ellas ni siquiera atribuibles al ser humano. El oso pardo, por ejemplo, presenta una gran mortalidad en las crías de primer año por peligros diversos que no llegamos a saber debido a la dificultad de encontrar los cadáveres de éstas en el medio natural, entre los que no debemos olvidar el que los propios machos de su especie les profieren con los infanticidios para tratar de que la madre vuelva a encelar y ser ellos los portadores de la genética de las próximas crías. Eso ha provocado una promiscuidad en las osas que, al copular con varios machos, provocan que estos, al ver a las crías piensen que pueden ser suyas y respeten a la camada. Toda una adaptación para la supervivencia. Los recentales de ciervos y corzos son presas fáciles para cualquier depredador como el lobo o el propio oso pardo, que no dudará en atacar predatoriamente a un corcino si tiene la ocasión, para ello el corzo tiene sus propias medidas de ocultación, dejando la madre a los pequeños entre la vegetación, agachados, indefensos podría decirse, mientras ella trata de alimentarse o ahuyentar al predador que ha percibido en la distancia. El propio y temido lobo tiene unos niveles de supervivencia el primer año de vida o en su dispersión muy bajos por motivos que extenderían en demasía este artículo y no vienen al caso.

    Ver a un animal adulto por el campo en libertad es ya un hecho casi heroico por su parte, algunas cicatrices muestran la dureza de haber podido llegar hasta ese punto de su existencia, tras haber sobrevivido ese primer año de vida y haber sido capaz de aprender a hacerlo cuando la madre le ha dejado solo en nuestras montañas, sorteando los peligros que le acechan a cada paso y habiendo superado enfermedades como la sarna u otras que el propio ganado doméstico en extensivo puede transmitir. Lo que menos se esperan tras ese recorrido vital tan crudo es el escopetazo a traición de quien se oculta para cobrar el tributo de su codicia, mientras huyen, tal y como la naturaleza les ha enseñado, de los depredadores que les persiguen, en algunos  casos por lobos domesticados en rehala cuyo cometido es ese, descubrir a las presas y ponerlas a tiro del cazador. Hasta no hace tanto se utilizaba todo lo que del animal cazado se tuviese, del oso la piel y la carne, sin olvidarnos del “unto”  que paliaba las dolencias reumáticas; del jabalí hasta el pelo para hacer brochas, del ciervo aún se ven embutidos… Y no digamos en Asia, donde la medicina popular continúa utilizando cuernos de rinoceronte, la bilis de oso y otros productos extraídos de animales cuyos efectos favorables a la salud son más que dudosos y por lo que se provoca un comercio ilegal que está favoreciendo la extinción a ejemplares de la gran fauna que aún conservamos en el planeta o de otros no tan grandes hoy en día, como el conocido pangolín.

    Ahora mismo tengo frente a mí una hamburguesa descongelándose, es lo que tengo pensado cenar. Pone “burger meat mixta”, lo que me dice que para ese trozo de carne redonda se han sacrificado ternera y cerdo. Desde luego es algo poco ético el hecho de que para que una persona pueda comer carne, se sacrifique a tantos animales. Pero hay una diferencia, esos animales son razas domésticas criadas y preparadas para ello, son almas condenadas desde que nacen a alimentarse, engordar y morir o criar. Esa es la evolución que el neolítico nos trajo. Al igual que los vegetales que consumimos son razas domesticadas y preparadas para ser más sabrosos, que no tienen nada que ver con los frutos silvestres, dotados de un cierto amargor en su mayor parte. ¿Es más ético entonces esto o cazar? Desde luego que si nos movemos en terrenos compasivos ninguna de las dos es la respuesta correcta y, puestos a ser críticos, igual la ganadería es peor, máxime si hablamos de intensiva. Pero abordémoslo de manera más pragmática en términos de biodiversidad. Ahí no me cabe ninguna duda de que terminar con animales silvestres, cuyas vidas les pertenecen a ellos y no a nosotros, es menos ético que sacrificar animales genéticamente modificados para ser nuestro sustento, animales que tan solo tendrían una oportunidad de vivir en libertad si se terminase con todos los depredadores del planeta y, aun así, terminarían pereciendo al consumir todos los recursos en relativamente poco tiempo, provocándose hambrunas o por enfermedades con la que se contagiaría toda la población. Pero  por volver a lo aludido en anteriores párrafos, en términos de biodiversidad es irrelevante terminar con un individuo domesticado, dada la grandísima biomasa que nuestro planeta soporta de estos animales artificiales, pero muy preocupante terminar con un animal salvaje que pudiera ser el último de una especie. Cabe el ejemplo aquí del urogallo en España, cazado hasta la saciedad y que hoy en día es muy complicado que las escasas poblaciones silvestres que quedan sobrevivan. Lo más tétrico si cabe es que se le cazaba por su belleza.  Allá donde vamos causamos la extinción de la fauna salvaje. No pasa nada si por una vez la protegemos y dejamos que la naturaleza más prístina posible habite junto a nosotros, pero lo suficientemente alejada para no contaminarla con los desperdicios de nuestra floreciente economía y modo de vida, la fauna se encargará de no cruzarse en nuestro camino, nosotros simplemente tenemos que donar el terreno que queremos robarles, conectando en lo posible territorios por donde encuentren corredores naturales para su dispersión y lo más importante: No matarles. Podemos comer otras cosas de manera más sencilla que aportan los mismos nutrientes y, si lo que nos gusta es la aventura de perseguirlos, una cámara de fotos no cuesta tanto dinero y podemos hacer como el tabernero Holling Vincoeur en la serie Dr en Alaska, a quien sus remordimientos tras muchos años como cazador o trampero en los territorios del norte le llevaron a no matar más animales, cambiando su rifle por una reflex y poniendo a modo de trípode en su cámara de fotos la culata de un rifle para serle más sencillo disparar con ella a esos animales que ya no matará, sino que tan solo les robará con un  “clic” una pequeña porción de su alma.

    Este es mi punto de vista, tan válido seguramente como el de cualquiera, opine lo mismo o lo contrario. Sigo teniendo amistad con personas que cazan pese a ser contradictorias nuestras opiniones al respecto de la naturaleza y, pese a estar de acuerdo en casi todos los aspectos que persiguen, tengo más problemas para establecer relación con gente activista que opina igual que yo en cuanto al medio natural por motivos que me son ajenos. La polarización que se busca en todo actualmente es un problema donde la víctima siempre será el eslabón más débil de la cadena: la naturaleza, entendida como un conjunto con sus animales y demás seres vivos que la pueblan, nosotros incluidos. A día de hoy sigue habiendo personas que si ven un lobo o un oso pardo, lo matan por venganza, por fastidiar al contrario. Esa es la clase de evolución, divergente por así llamarlo, del homínido a la que nos están conduciendo los extremismos que busca la clase política para hacerse hueco en la poltrona del poder. 

 


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