El mundo desde el balcón de las golondrinas
Tras cesar la lluvia, salgo de mi casa dejando fuera del nido a las volanderas golondrinas, a las que sus padres ya alimentan una a una mientras observan el mundo que se les abre posadas sobre unos cables cercanos, hasta donde llegan en estos primeros vuelos. Los prados están crecidos y algunos caballos se alimentan de las tiernas hierbas de final de primavera. Al fondo se ven las altas montañas de la sierra más cercana a la meseta, esas primeras elevaciones de contornos redondeados que rondan los 2000 metros y que hoy, con las nubes hechas jirones sobre ellas y tapando sus formas, semejan montañas más agresivas y salvajes recortándose en el horizonte.
En la pista me topo con bastantes babosas
cruzándola a paso lento, desplazándose de manera casi imperceptible, y algunos
rastros dejados por el zorro que ha señalizado su marcha para que todos lo
veamos, poniendo excrementos sobre piedras o en el lugar más visible de la
pista. Hay una huella que pudiera ser de un gato montés entre otras de cánido
grande que muestran que también por allí campean pese a no ser vistos casi
nunca.
El rumor de fondo son los sonidos de la
avifauna, en el que mirlos y zorzales llevan la pauta, se escucha también el
sonoro canto de la curruca capirotada y el arrullo de la paloma torcaz cuando,
al fondo, oigo un ladrido proveniente de lo más frondoso del robledal. El corzo
está ya en época de celo y es así como se muestra, con una voz que semeja el
ladrido ronco de un perro, de ahí que la “ladra” sea el nombre que se da al
sonido que produce el pequeño ungulado de nuestra fauna.
Los aromas son el otro escaparate invisible
que acompaña a los paseos por la naturaleza. El rosal silvestre está en
floración y se percibe en el ambiente cuando empiezo a notar en mi cuerpo la
caricia del agua y escucho las primeras gotas romper sobre el suelo de la pista
por la que camino. Hay que regresar. La lluvia empieza a caer con más fuerza,
tanta que el chaparrón que me empapa es ahora lo único que escucho mientras
golpea en mi chubasquero. Ya no están tampoco los caballos, se han guarecido en
algo parecido a un techado que tienen cercano y las babosas que al inicio de mi
andadura cruzaban la pista, continúan allí, aunque unos centímetros más
alejadas de donde las vi, arrastrándose
con el paso calmo que su naturaleza les ha dado.
Hoy las imágenes quedan para la
imaginación, no por el sentido romántico y puro del paseo sin artificios, sino
porque al ir a realizar una foto a la tarabilla que se mostraba en la copa de
un árbol circundante, reparé en que no había puesto a la cámara fotográfica la
tarjeta de memoria, así que olvidándome de ella, simplemente paseé.
Ya cobijado, veo que las pequeñas golondrinas han vuelto a la seguridad del nido que hay bajo la tenada, asomadas todas al balcón desde el que ven el mundo con la perspectiva de quien está descubriendo por primera vez cada una de las situaciones cotidianas que las rodean, al menos en este lugar tan alejado de la civilización de nuestras ciudades en las que nos hacinamos sin dar cabida a ninguna de las formas de paisaje que desde aquí perciben todos mis sentidos, y los de los pequeños polluelos.
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