En blanco y negro
Un día de verano por la mañana, el primer
día de esa estación según nuestro calendario,
asomado a la ventana escucho el noticiario natural. Es muy diferente al de
una mañana normal en la ciudad donde desde la ventana uno oye únicamente los
ruidos de la civilización que acallan a los que pudieran provenir de lo poco de
naturaleza que queda; la banda sonora de nuestro estado de bienestar con sus
coches, autobuses, martillos percutores, voces a cada cual más alta para
hacerse oír por el interlocutor mientras apuran el cigarrillo a la puerta de la
cafetería, dando lugar a la clásica disputa de que quien más alza la voz, más
razón tiene (paradigma propio de quienes generalmente carecen de ella); en las
radios y televisiones resuenan las pláticas de quienes, unos a favor y otros en
contra de las lamentables acciones políticas con las que se nos castiga, se
arrogan cada cual de una razón sesgada, robada de los retales de una realidad
para crear la suya propia cosiendo con puntada gorda la realidad que les
conviene y a la que nos quieren llevar, dando a entender al rebaño que formamos
que los grises no existen, que la gama multicolor se ha convertido en blancos y
negros, buenos y malos, según a quien apoyes o con quien te identifiques en
cada tema.
Desde donde estoy ahora mismo la vida no es eso. El verdecillo es quien ha iniciado el noticiario con su canto al abrir mi ventana, seguido de la curruca capirotada y un revuelo de gorriones que exponen, a mi entender, simplemente que están allí. Dicen algo que no entenderemos jamás, gracias a lo cual para nuestros oídos es música lo que proviene de estos diversos gorjeos. Quizás si comprendiéramos sus voces atenderíamos a dramas o manipulaciones también, pero aquí nuestra ignorancia es el pincel que dibuja con cada trino trazos de belleza en el lienzo del paisaje. Veo venir como una flecha a una golondrina que se introduce bajo la tenada donde cada año ocupa el nido que siempre tiene dispuesto. A su llegada el silencio se rompe en un tronar lastimero de sus cinco polluelos exigiéndola su ración de desayuno mientras de fondo, el mirlo también expone sus doctrinas a quien quiera escucharle y , por supuesto, comprenda lo que quiere hacerle entender. Yo me limito a disfrutar de su melancólico trino al que un gorrión parece querer acallar cuando, de nuevo, la golondrina adulto regresa al nido y el silencio reinante en ese coqueto rincón se vuelve a resquebrajar con un estallido de quejidos, que duran lo que tarda en dejar en el pico de uno de los polluelos el botín recaudado para marchar acto seguido y hacerse de nuevo el silencio. Veo revoloteos del colirrojo tizón buscando sustento en el patio, siempre atento a mi salida para, de un salto, volver al tejado y desaparecer al otro lado cuando distingue mi silueta surgir por la puerta. Aún parece vacío el haraposo nido que tiene junto al de las golondrinas pero, días después, comienza a emitir un agudo sonido, coincidiendo casi con la emancipación de los polluelos de la golondrina, indicando que la vida ha emergido de nuevo en ese otro rincón de la tenada. Es una mañana lluviosa y se escucha el rumor del agua estrellarse en el suelo como fondo de ese noticiario musical que propone la naturaleza en la que el relincho lejano de un caballo es el único sonido que se parece a algo humanizado, doméstico.
Nos hemos habituado tanto al primero que,
para muchas personas, escuchar este segundo es el ruido molesto. Preferimos
levantarnos escuchando en los medios las indignantes acciones de la política
española con sus mentiras puestas de manifiesto e indecentemente defendidas por
el fullero de turno menospreciando o directamente insultando a quien las da a
conocer a la opinión pública; escuchamos cómo se niega la realidad de la crisis
ambiental que nos acecha tratando como falacias los informes científicos que
avalan la vicisitud en la que estamos sumidos; nos hemos habituado a escuchar a
los de un espectro del color político tirando los trastos a los del otro lado
sin un atisbo de aportar nada, el único dogma es negar lo que dice el contrario
para seguir polarizando a una apática sociedad, cuya indolencia la ha relegado a
ser una comunidad ignorante como rebaño que es, donde el paradigma de las
élites manipuladoras que hemos elegido es decir a todos qué es lo que tienen
que pensar, aquello que tienen que votar, a quién tienen que escuchar y a quién
no, llegando a apedrear figuradamente (o no) a quien dé la nota discordante sobre
ese pensamiento único al que hemos de someternos según en el lado que nos
queramos situar. Escuchamos lo buena que es la naturaleza y cambiando de canal
oímos lo mala que es; nos moralizan sobre si este animal es bueno o es malo en
base a la economía de unos cuantos; nos apedrean con informaciones sesgadas
sobre los usos que se hacen del medio natural, tratando de llevar la opinión de
una mayoría para sí sin decir la verdad, manipulando al que tiene interés en
ese testimonio con el sesgo de la “media verdad” que, si no siempre, casi
siempre es simplemente una mentira falaz. Según a quien escuche uno, se nos
trata de convencer de que el cambio climático es un problema serio que hay que
abordar con urgencia o, al contrario, si uno escucha otro canal lo trivializan,
cuando no directamente lo niegan; se nos venden ciertos modos de energía que apellidan como
sostenible cuando, cuanto menos, es dudosa la sostenibilidad de esa vía para el
resultado que se pretende conseguir, ocultando para ello los datos que no
interesa que se sepan para seguir construyendo las infraestructuras,
recurriendo al llamado “Greenwashing” para allanar el camino (anglicismo que
significa blanqueo ecológico), donde se trata de atraer al consumidor con
afirmaciones poco precisas o falsas sobre las propiedades ecológicas que tiene
el producto o infraestructura.
Lo que no me pueden negar es mi verdad, acuñada por aquello que he ido estudiando y asimilando a lo largo de ya medio siglo en el que he aprendido a captar datos fiables, de fuentes honestas y con ellos crear mi opinión, no simplemente abrazar la opinión de un mesías autoconferido con o sin credenciales, pero siempre con algún interés espurio. Y por supuesto por mi observación, aquello que he ido viendo durante los años que llevo viviendo, que no es otra cosa que el panorama de un claro deterioro del medio ambiente causado por muchos y variados motivos, aunque, lo que más me llama la atención no es otra cosa la crisis de diversidad biológica. Este noticiario que escucho en la casa del pueblo, hace años era un clamor en muchos lugares de nuestro territorio. Hoy han desaparecido la gran mayoría de seres vivos que, aunque a veces ni siquiera pudiese ver, sabía que allí estaban por sus sonidos o sus rastros. Este año no he escuchado al ruiseñor que otros años partía el silencio de las noches primaverales con su canto, he visto menos jilgueros acudir a mi jardín y apenas unas pocas voces se escuchan en el coro del atardecer; tampoco he visto al gato montés en los prados, ni he tropezado aún con la huella del oso que tan frecuentemente encontraba estos dos últimos años; la manada de lobos que andaba cerca no ha dejado tampoco sus rastros visibles esta primavera. Puede que simplemente no les haya visto, o puede que sea lo que nos advierten desde diversas instituciones de contrastada seriedad: El mundo se está quedando sin la mayoría de sus habitantes. En concreto el informe planeta vivo que elabora la organización WWF, en 2022 eleva a un 69% el número de animales que hemos perdido desde los años ’70 del siglo XX, década en la que yo vine al mundo. Pero no pierde biomasa el planeta, el peso de su desaparición lo compensamos con nuestro peso y el de todos los animales que dependen de nosotros, a los que controlamos y por tanto, no nos molestan. El resto simplemente va desapareciendo, va cediendo su color para dejarnos viviendo en blanco y negro, para dejar el mundo que quieren los gobernantes, un mundo muy fácil de controlar, pero contradictoriamente a eso muy inestable.
En esos años setenta, muchos grandes
naturalistas nos empezaron a mostrar los colores de nuestro entorno a la par
que íbamos saliendo del blanco y negro de la televisión que teníamos en casa.
Empezábamos a percibir un mundo desconocido y bello, tanto que muchos
comenzamos a salir a verlo por nosotros mismos. A parte de reparar en su magnificencia,
la llegábamos a comprender, nos supimos parte del entorno, un ecosistema global
que estaba cambiando muy rápido y, como parte del mismo, queríamos seguir descubriendo aquello
que se nos ocultaba a simple vista. Comenzamos a ver los errores y a buscar las soluciones. Pero algo murió a
principios de los ’80. Algo que en España nos había hecho despertar de ese
ideal de “luchar contra la naturaleza, dominarla por la fuerza”, para invocarnos
el de “compartir el planeta”.
Ese algo pudiera ser un conjunto de
personas y por encima de ellos, el divulgador por excelencia que, si hoy nos
viera, aullaría al cielo con la melancolía del lobo que ha perdido a su manada
y busca consuelo en las estrellas.
Hoy en día, tenemos medios y conocimiento suficientes como para enterrar lo que aquellos pioneros sabían, pero estamos perdiendo ese color que con tanto esfuerzo alcanzaron para, tras estancarnos, volver al blanco y negro moral del mundo polarizado que hemos construido en el que ya no caben las golondrinas, ni el oso; en el que el aullido del lobo es acallado por los gritos de quien se manifiesta en su contra (como si el lobo supiera de eso) y el ciervo es considerado plaga en el momento que alguien ve alarmado a uno cerca del pueblo donde reside.
En una época donde abundan de nuevo las exaltaciones identitarias locales y los independentismos, nos encontramos completamente alejados de la naturaleza, del planeta. Nos hemos independizado de él, y los augurios no son nada buenos.
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