Nuevo año, nuevas circunstancias, nuevos planes
“Si los tiempos son difíciles y nubes negras oscurecen el sol, cuando el juego es duro y te sientes como fuera del mismo, confía en tu fuerza y en tu pasión, deja tu dolor en el camino, escucha la voz profunda de tu corazón que te guiará, cree en tu fuego!” Tumbling weed, (Plan B (believe in your fire)
Fragmento toscamente traducido por mí de
una canción que llevo muchos años escuchando mientras veo videos promocionales
con el resumen de una prueba deportiva que se celebra en los Alpes, donde
deportistas de todo el mundo cruzan la cordillera corriendo durante 7 días, y
que hace muchos años, cuando no había tantas “nubes negras oscureciendo el sol”
que debiera iluminar mis pasos, era un reto que residía en mi mente, donde
cobraba vida junto a otros muchos. En otra traducción libre, el estribillo continúa
añadiendo que “ese fuego que a veces te daña, lo verás iluminando el sendero
hacia un plan B”.
Eran imágenes que me motivaban y que hoy, casi
20 años después de tener en mi mente ese desafío deportivo y personal (este
2025 celebran el vigésimo aniversario), se han convertido en nostalgia por algo
que ya no atisbo en mi horizonte, por algo que quedó atrás sin haber podido
llegar siquiera a verlo aunque fuera de refilón.
En paralelo a este sueño, el más complicado
y quimérico, había otras ilusiones que,
si bien se acumulaban en mi mente como preparación a esa aventura, con los años
y las lesiones que mi cuerpo iba acumulando, empezaron a convertirse en el
“plan B” que reza la canción. No todas eran carreras organizadas como por
ejemplo la travesera de picos de Europa o, también en España, la conocida como
“carros de Fuego” en nuestra vertiente pirenaica. Había retos personales que
quería abordar en solitario, buscando fechas donde los riesgos inherentes a esa
actividad fueran los mínimos lógicamente (mi audacia no se traduce en locura),
simplemente asumía los peligros que pudieran provenir de esa actividad, no iba
en su busca ni trataba de provocarlos. Quería experimentar los rigores de
recorrer, sin etapas que lo fragmentasen, parajes montañosos uniendo sus
fronteras naturales y, a veces las políticas. Quería disfrutar de las estampas
que la naturaleza te dibuja a cada paso sin nada que perturbase esas
sensaciones más que mi propia fatiga y que este hecho fuese además lo que
engrandeciese en mis recuerdos el propio paisaje.
En mi cabeza resonaba el susurro que me empujaba a cruzar Picos de Europa sin detenerme a dormir, dejando que mis piernas me llevasen todo lo lejos que pudiesen y, cuando ya no estuviesen en condiciones, que fuese ese “fuego” de mi corazón o de mi alma el que las aportase combustible para continuar; quería auparme por sus canales para descubrir el mar de fondo, moverme como un duende por sus inmensos bosques o volar sobre su mar de nubes viendo sólo las infinitas cumbres emerger como islas perdiéndose en la inmensidad del horizonte quebrado.
Tenía también en mente cruzar la Sierra de Guadarrama, que aún no estaba contemplada dentro de la red de Parques Nacionales de nuestro país, trotando ligero por las sendas y pistas que en muchos casos ya conocía, surcando los bosques de ese mar de pinos o avanzando por el escaso robledal que los acompaña en ciertos puntos, respirando el aroma de las jaras y tratando de emular al corzo que, tras su ladrido al asustarse ante la presencia de alguien que pareciera querer competir contra él, galopa casi de manera burlona, mostrando sus dotes en ese terreno para desaparecer en la espesura; hollaría las cumbres y pisaría los altos collados que las unen sin que mi vista tuviera en el horizonte otra cosa que las inmensas mesetas norte y sur, cruzaría los arroyos deteniéndome en cada cascada para grabarla bien en mi memoria y descubriría también los parajes más icónicos de este enclave natural que aún me fueran desconocidos.
Mi cabeza también estaba puesta en la Montaña Palentina, bien por su más emblemática integral saltando entre cumbre y cumbre mientras la vista se perdía en panoramas montañosos o en solitarios lagos, o bien por sus bosques, prados y embalses; allí correría tras los pasos del oso o el lobo que, invisibles para mí, observarían mi devenir por sus tierras preguntándose si esta locura tiene algún sentido cuando de ello no depende tu vida; vería huir a manadas de ciervos, rebecos o a solitarios corzos ante el riesgo que supone el que tras la figura bípeda, el trueno que la sigue termine derribando a algunos de sus compañeros, para detenerse tras escoger la distancia en la que sentirse a salvo y simplemente ver la silueta de la que huían seguir trotando como ellos, desenvolviéndose con ligereza en un entorno natural que les pertenece.
Pero para ese plan B, me tuve que reinventar
y optar por nuevos planes B.
Mi cuerpo no estaba adaptado a ese fuego de
mi corazón. Tenía el alma en las montañas, pero mis extremidades no admitían
esa llama que emanaba de mi interior; mis piernas no eran capaces de asumir los
ritmos de mi corazón ni los desafíos de mi mente, por lo que mi parte
supuestamente racional tuvo que ramificarse entre esas dos realidades,
reinventando cada reto y adaptándolo a nuevos escenarios que se iban sucediendo
a medida que pasaban los años. Nuevas dolencias y lesiones se iban sumando a
las anteriores pese a que hacía todo lo posible por curarlas, probando métodos
novedosos y hasta diversas cirugías, que sólo me hicieron perder una envidiable
salud cardiovascular, única aptitud fisiológica que, aliada con la parte más
irracional de mi mente, me empujaba hacia y por la montaña. Bueno, eso y la
parte más etérea de mi alma que otorgaba también alas a mis sueños, que siempre
se encontraban sumergidos en los bosques, prados, cimas, lagos y demás
accidentes orográficos de nuestra naturaleza más salvaje, si es que a algo hoy
en día se le puede adjetivar de esa manera.
Pese a todas las dificultades, ya había
logrado completar un recorrido atravesando la Sierra de Francia, en Salamanca,
lugar al que me gustaba ir de vez en cuando para recorrer las Batuecas y pasear
por el pintoresco pueblo de La Alberca. En esa ocasión el recorrido cercano a
los 50 kilómetros lo dividí en dos etapas con el apoyo logístico de mi hermana
Alicia (víctima años después del cáncer y del abandono que hubo hacia esos
enfermos cuando nos golpeó la fatídica pandemia del Covid) y su novio de
entonces con quien aún tengo relación. La primera etapa se hacía entre
Sotoserrano y la Alberca, donde pernocté para madrugar al día siguiente y
correr de nuevo hacia Monsagro, pueblo en el que me esperaban con el coche. Esa
fue la primera y única que pude hacer corriendo, pese a que una caída ya pasado
el descenso de la Peña de Francia y en la que me golpeé en la cabeza, me dejó
suficientemente grogui unos minutos como para que terminase el reto caminando,
pero logré llegar a la meta propuesta; no en el tiempo que había planeado
debido a ese incidente, pero cuando te aventuras por lo desconocido, cualquier
imponderable es parte de la aventura y hay que asumirlo como tal. Muchas horas
en solitario, por parajes bellos e inhóspitos en muchos casos, valiéndote de
tus facultades físicas para sortear desniveles y complicaciones, sin
aplicaciones móviles que te guiasen, creo que ni siquiera tenía teléfono móvil
y, si lo portaba, no había cobertura para usarlo. Aún no dependíamos de ese
artefacto y la vida quizás no era más sencilla, pero al menos aprendías lo que
es depender de tus capacidades y despertabas alguno de tus sentidos más
primigenios. Hoy, si no vas con toda clase de utensilios, te llaman
irresponsable o insensato; antes la palabra era intrépido o audaz. Poco tiempo
después mis gemelos empezaron a fallar, estamos en la primera década del siglo
XXI y yo rondaba la treintena. De ahí me vino un problema en el Aquiles que nadie
me sabía acertar a ver y que me dejó un año entero en el dique seco (doce años
después hubo que operar gemelos y Aquiles ante la imposibilidad de poder correr
todo ese tiempo. Spoiler: No sirvió de nada). Cuando comencé de nuevo,
acostumbrado ya al dolor y la inflamación que ya no se fueron, las otras
dolencias que se empezaban a instalar se exacerbaron, la rodilla mostró
debilidad con una condromalacia que hasta entonces no había surgido y la cadera
empezó a doler. Una complicada cirugía me iba a devolver a mi terreno de juego
en la montaña, pero la debilidad que provoca una operación y su posterior
recuperación dejó mis piernas sin musculatura y todo eran dolores. Se añadieron
un par de hernias discales que afloraron al perder la musculatura del Core; cada
vez que intentaba correr, mi cuerpo se revelaba con roturas de fibras, o la
inflamación de la bursa en la inserción Aquiles-talón cobraba protagonismo. Pero
pasaban los años y en mi mente seguía la imagen de la montaña. Había empezado a
conocer bien los parajes por los que me movía y había empezado a enamorarme de
la naturaleza. Ya era irremediable, me convertí en un esclavo de su belleza y
hacia sus confines acudía cada momento que tenía libre. Desde entonces toda mi
vida gira en torno a ella. Cuando podía recorría algunos senderos a la carrera
como años antes, cuando no, lo hacía caminando, cuando no, cojeando, pero mi
vida cobró sentido de nuevo en la montaña. Con mis retos siempre presentes,
pues la mente no borra de sus archivos aquello que no has llegado a acometer, convoqué a un amigo para uno de los desafíos
que mantenía desde hace tantos años: la ruta de la reconquista, señalizada como
un GR que cruza los Picos de Europa emulando un supuesto hecho histórico de
nuestra época medieval. Otros 50 kilómetros con bastante más desnivel que el
que años antes había acometido en Salamanca, y pasando por parajes tan
extraordinarios que llegaban incluso a provocar el llamado síndrome de Stendhal
cuando se abría ante ti todo el despliegue con el que la naturaleza ha
obsequiado a esta zona del norte de España. Aunque caminando, el reto era
hacerlo sin detenernos más que lo básico para descansar un momento o comer y, pese
a que por motivos logísticos de alojamiento terminamos en Espinama, pocos
kilómetros antes del final de la ruta marcada hasta Cosgaya, logramos unir dos
noches caminando, empezando antes de que el sol iniciase su andadura y
terminando muchas horas después de que el Astro se ocultase de nuevo. La noche
fue la protagonista desde Covadonga hasta poco antes de los Lagos, y durante
toda la pista entre Sotres y Espinama, en la que un cielo radiante de estrellas
me maravilló, dejándome un par de veces tendido boca arriba admirando todo el
espectáculo estelar (aprovechadas como excusa, he de reconocer, para descargar
de fatiga el cuerpo, que exhausto ya no respondía del todo bien, pero dejándome
boquiabierto esos minutos que alargué lo más posible). Creo que fueron 18 horas
las empleadas, recorriendo unos paisajes de ensueño por las zonas menos
delicadas técnicamente de ese parque
nacional, pero no por ello exentas de riesgo. Un sueño cumplido, aunque
adaptado a mis nuevas circunstancias. Un plan B emanado de mi propio fuego.
Esos planes alternativos han proporcionado muchas travesías por ese macizo montañoso, y otros de la Cordillera Cantábrica, me han hecho conocer y descubrir maravillas de esas montañas, llevándome incluso a Pirineos en un par de ocasiones para también descubrir esos paisajes que quise acometer corriendo en su día, aunque ya de manera más modesta, menos atlética si cabe. Hoy recorro a menudo la Montaña Palentina, he dejado atrás Guadarrama, donde las últimas veces que acudía me partía el alma ver ciertas talas masivas en zonas que constituían mis parajes predilectos en el lado segoviano, convirtiéndolos en yermos solares. He descubierto a la fauna invisible a través de sus rastros e incluso he podido ver a algunos de esos emblemas de la fauna cruzarse en mi camino, o yo en el suyo; he mirado a los ojos a un corzo, a un zorro, a un ciervo y a un lobo a muy poca distancia y, durante los escasos segundos que eso ha sucedido, he podido descubrir en ellos ese fuego que sólo existe en la mirada que emana de la naturaleza salvaje; he aprendido a moverme de noche por las zonas más salvajes de nuestra naturaleza y a distinguir los sonidos cuando la vista cede su protagonismo ante la oscuridad; he ascendido a fabulosos miradores donde contemplar atardeceres ajeno al devenir de la humanidad, simplemente admirando cada matiz que va adquiriendo el horizonte mientras la tierra a tus pies se vuelve sombra que pronto abarcará la inmensidad hasta que, una a una, las estrellas vayan apareciendo para completar el puzle de cada constelación que noche tras noche vemos construido en el cielo; estos son algunos de los paisajes que existen más allá de las miserias de nuestra especie, aunque también son víctimas ocasionales de nuestras vilezas, que no vacilan en campar a sus anchas por esos parajes mientras dejan tras de sí el halo de destrucción que emana de una especie que vive ajena al mundo real.
Hoy mi otra rodilla, la buena por
así decirlo, está rota, un accidente deportivo terminó con el ligamento cruzado
y el menisco rotos, amén de otras patologías que arrastró el que la rodilla se
doblase por donde anatómicamente es imposible. Llevo ya dos meses sin ver
atardeceres; sin levantar la mirada de noche y ver en los cielos a Orión, a
Tauro o a la Osa Mayor, sino la luz de las farolas y sobre ellas solo
oscuridad; sin ver rastros del oso pardo o del lobo ibérico, sin cruzarme con ningún
venado ni descubrir al zorro merodeando. Se puede decir sin duda que mi vida se
ha empobrecido aún más, pero la llama
aún sigue viva, su fuego subsiste susurrando a mi cabeza un nuevo plan B...
Nuevo año, nuevas circunstancias, nuevos planes.
Comentarios
Publicar un comentario