Naturaleza simplemente

 

    La naturaleza no puede definirse como todo aquello que se mueve ajeno a nosotros; el ser humano, con sus bondades y sus miserias es parte de esa naturaleza; más aún, todo lo que el planeta cobija y lo que existe fuera del influjo terrestre es parte de ese medio, aunque alguna de esas porciones parezca sólo buscar la desaparición del resto. La RAE la define en su segunda acepción como el “conjunto de todo lo que existe en el universo, ajeno a la intervención humana”. Yo creo que no estamos ajenos a ella y, si fuese literal la definición, no habría naturaleza pues no hay medio que no esté modificado en mayor o menor medida, o bajo el influjo del ser humano, esa definición sería válida en una época muy pretérita ya, donde el hombre aún no tenía la capacidad y el número de individuos de los que hoy dispone. Si ahora estamos ajenos o separados es debido a que nos hemos construido un bunker que nos aísla del medio. El homo sapiens ha llevado la pauta de la modificación del entorno que le rodea hasta el extremo, ya que posee el poder de provocar la desaparición de aquello que se proponga, e incluso de lo que no se plantee. Nos movemos alejados de ese medio natural diverso tratando de darle una uniformidad que nos aporta seguridad y dotamos de un determinado orden a las cosas en base a nuestros criterios geométricos, llamando caos al criterio natural; todo aquello no humano nos da miedo y lo erradicamos. Pero la biodiversidad, aunque mermada por nuestra sobreabundancia como especie, mantiene su pulso e incluso se adapta a nuestro trajín aprovechándose de nuestras actividades, de nuestros desperdicios, o simplemente se acomoda con resiliencia ante el empuje del ser humano para lograr un planeta donde sólo él y las especies que elija y domestique, puedan prosperar. No es esta característica unívoca de nuestra especie, pues toda especie modifica el entorno donde reside, cada una a su nivel obviamente. Qué decir sino de los pequeños individuos que forman especies eusociales como las hormigas, capaces de modificar el medio e incluso de domesticar especies para su beneficio, como hacen con los pulgones.

    Ayer pasé el día en la costa, un escondrijo del norte de España donde, pese al atractivo natural indiscutiblemente estético que aún conservan ciertos rincones atestados de gente en estos días veraniegos, aunque solitarios fuera del estío, la mano del bípedo sabio ha moldeado un paisaje de edificaciones y asfalto profanando parajes que estarían dominados por verdes prados y sublimes playas, donde todo está ya domesticado menos el mar, que aún se mueve según sus reglas. Incluso en ese lugar, a caballo entre el campo y la ciudad, donde los coches se agolpan en hileras junto a los caminos y el griterío apaga incluso el rumor del oleaje, si te evades del rugido de la civilización y miras más allá, superando el velo casi opaco de la miopía impuesta por la civilización, puedes descubrir lo que estarías viendo en un documental de los que hay en la televisión mientras luchas por mantener la consciencia ante empuje de la siesta, solo que en este caso valdría con apagar la tele y mirar por la ventana, sacr la cabeza por la ventanilla del coche o simplemente mirar, cosa que pocos de los que visitan esos lugares hacen, pues acuden allí escapando de la gran urbe y transforman inconscientemente el medio rural en lo mismo que dejaron atrás en sus ciudades. Para la gran mayoría, ir hacia lugares salvajes (me permito esta palabra pese a ser ya utópica en las sociedades humanas) provocaría angustia al carecer de toda comodidad a la que se ha acostumbrado el homo civis (término no reconocido pero que ilustra lo que quiero decir), incluido en ello la necesidad de estar en permanente comunicación y contacto con otros de su especie, aunque estén en ese instante a cientos o miles de kilómetros de allí.

    Volviendo la vista hasta dar la espalda a la playa y posándola en los prados adyacentes, en los que dada la época la cosechadora trabaja junto a las vacas que ajenas a ella pastan con altiva indolencia, pude ver algo que no me es desconocido: cómo algunas aves perseguían la maquinaria agrícola. Acostumbrado a ver cigüeñas realizando esa labor de seguimiento para alimentarse de los pequeños seres vivos que han sobrevivido hasta entonces protegidos por la altura de las hierbas que crecen en ese campo, vi otros pájaros acompañándolas a los que no reconocí por no estar presentes en las zonas de interior que frecuento. Una rápida mirada con el objetivo de mi réflex me descubrió a varias garcillas bueyeras sirviéndose, junto a la nombrada cigüeña, del buffet que servía la cosechadora en cada transecto. Embobado en esa escena, no reparé que en las proximidades volaban también varios milanos negros hasta que, en un momento dado, me sorprendió el súbito vuelo de las garcillas y, tras ellas, una de las aves rapaces que tras varios quiebros de la bandada de ardeidas, se centró en una infortunada, mientras el resto del grupo se alejaba dejando a su hermana a merced del depredador alado tratando de darle caza al vuelo. La distancia entre ambas aves se acortaba con rapidez y el desenlace parece evidente hasta que de la ardeida, situada un poco por encima de la rapaz, cae algo que impacta sobre el milano y le hace ceder en su empuje, ganando unos segundos vitales que la permiten huir mientras la rapaz africana veraneante en nuestro territorio se retira tras el fallido lance. Un episodio que muchas de las docenas de personas que allí se encontraban encontrarían interesante visto desde la pantalla de su televisor, pero que nadie salvo yo se detuvo a observar.

    Los prados del interior también están siendo esquilados por la cosechadora y cada día salgo para descubrir, cuando la maquinaria se ha marchado del prado, qué animales de nuestra fauna acuden a aprovecharse de esa actividad humana. Veo al ratonero posado en los montones de pasto, mirando hacia el suelo donde ahora cualquier movimiento se percibe casi sin esfuerzo y el roedor que allí habita ha perdido la cobertura vegetal que le permitía asomarse sin apenas riesgo. Ahora, sólo su guarida subterránea le da cobijo, pues en el exterior, atentos a cada movimiento, tendría encima si saliera finalmente a alguno de los muchos animales que sobre él depredan en cuanto asoma el hocico, animales de los que estos roedores constituyen la base de su alimentación y que la transformación del territorio por parte del ser humano lo facilita. Los alcaudones acuden también al festín, haciéndose muy visibles en estos lugares; no falta el zorro, que recorre con el hocico casi apoyado en el suelo cada recoveco del prado y no muy lejos, el bellísimo gato montés, que patrulla con sigilo cada centímetro para abalanzarse en un instante sobre cualquier roedor que, ajeno a la presencia del felino, surgiera desde su mundo subterraneo para ver si es el momento de salir a por su alimento, arriesgándose a convertirse en el almuerzo del depredador. Una llamada me hace levantar la vista hacia el cielo, donde escucho el reclamo de una rapaz. Surcando los cielos limpios observo la elegante silueta del águila real sobrevolando el entorno, mientras es hostigado por varios ratoneros que no quieren ver en el territorio que frecuentan la regia estampa de la indiscutible reina de las aves. No dejo de mirar al cielo para descubrir poco después en el mismo lugar al buitre sabio, el visitante africano que Félix Rodríguez de la Fuente apodó con ese adjetivo. Un alimoche para quien no esté versado en los capítulos de El Hombre y la Tierra. El cernícalo se deja también ver estos días de forma abundante sobrevolando y cerniéndose cuando algo le llama la atención en el suelo. Aún hay zonas del prado donde la máquina no ha entrado y en las que el ciervo se oculta aprovechando el parapeto del espeso follaje para alimentarse haciéndose invisible. Todo esto sucede a escasos metros el robledal, cuyo frondoso verdor estival se pierde en la ladera y bajo el cual se cobijan el lobo y el oso, habitantes "premium" del entorno más salvaje que conozco y que visitarán también los prados en las horas donde la presencia humana cesa.

    A una escala más íntima pero no por ello menos trascendente para el medio natural, en el pequeño prado de la casa que habito en las montañas también suceden historias que tratan de pasar desapercibidas. Bajo las hierbas crecidas el topillo ha hecho su guarida a base de galerías cuyas bocas trascienden al acercarme y de las que se asoma y surge de vez en cuando el ratoncillo para desparecer veloz en cuanto recoge alguna tierna hierba. Las golondrinas han sacado adelante a su nidada y vuelan como adultos entrando y saliendo del sobrado; el petirrojo no logró hacer el nido donde pretendía, pero le veo de vez en cuando posarse en los arbustos o en el suelo; los colirrojos crían en la casa de al lado y andan con descaro por mi jardín persiguiendo al bonito petirrojo cada vez que se posa en lo que consideran sus dominios. He llegado a pensar que esa pugna ha sido la causa de que el petirrojo no llevase a cabo su labor reproductora sobre el merendero, donde se afanaba durante tantas jornadas infatigables en construir el nido. Es tiempo de esquilar y, con la rudimentaria máquina, siego el prado dejando ahora a la vista los agujeros de entrada y salida a los túneles de los topillos. No tardan en aprovecharse de esta circunstancia los colirrojos, para quienes esta forma de gestionar estéticamente el jardín se convierte en un festín de insectos. Se pasa por ahí el petirrojo a escondidas y, ajenos a la guerra entre estos dos pajarillos, jilgueros, gorriones, verdecillos, lavanderas o mirlos acuden para aprovecharse de la catástrofe que se ha cernido sobre los minúsculos habitantes del pequeño prado. Pienso en los roedores y en lo que les vendrá encima en cuanto un alcaudón, o alguna rapaz, diurna o nocturna, descubra en alguno de sus patrullajes movimiento en ese diminuto rincón. Pero esto es la vida, y aquel que se aprovecha en un momento dado de nuestras actividades, también vivirá durante el periodo que nuestras actividades dicten hasta modificar ese entorno artificial creado para nuestro propio interés y sustento.

    Todo es parte de la naturaleza: la ciudad de donde provengo, la abarrotada costa donde la gente se hacina para tumbarse al sol y refrescarse dentro del salvaje mar que se apacigua mientras posa su furia en las playas cubiertas de arena, y la montaña, donde la huella del hombre aún no ha logrado domesticar por completo el entorno y en la que trato de habitar dejando la mínima impronta de mi paso por ella.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Minutos mágicos con el fantasma del bosque. Nuestro Gato Montés

BULLICIOSO DESPERTAR PRIMAVERAL

Nuevo año, nuevas circunstancias, nuevos planes