El cajón de los sueños olvidados

 

    170… 150… 140… La fatiga aún impone su ritmo en mi corazón, cuyos latidos se apaciguan mientras en el horizonte se aprecia un calmo atardecer que ninguna imagen captada por dispositivo alguno podría siquiera igualar: un cielo carmesí revela con sus pinceladas la agonía del crepúsculo, anunciando la inminente llegada de la noche; las montañas emergen como islas en un océano de nubes y el llameante sol, sofoca su fuego hundiéndose con parsimonia hasta ocultarse tras el imaginario piélago del horizonte que evoca ese mar onírico de densos celajes.

    La voz de la montaña resuena en el paisaje. Al bramido del encelado ciervo responde otro desde la lejanía y otro más, cuyo berrido retumba muy cerca de donde yo estoy situado, sentado en una roca que, sin buscarlo, oculta mi silueta confundiéndome con el paisaje. Mi respiración va recobrando el ritmo pausado al que invita este atardecer pese a que el sudor no cesa. A unas pocas decenas de metros puedo divisar la figura del venado que, vociferante, se quiere hacer notar en la montaña, asomando el lomo sobre un espeso matorral de retamas de las que sobresalen doce puntas sobre su cabeza coronando una imponente figura que, en esta época de finales de verano y previa al estreno del otoño, no pasa desapercibida por su majestuosidad. Tan atareado está en su disputa verbal que no me ha visto llegar y, mientras no me mueva, no podrá descubrir cómo le observo desde mi improvisado escondrijo.

    Las gotas de sudor no dejan de caer pese a que el atardecer ya es frío en estos parajes del norte de España, pero la demanda muscular ha sido intensa y la maquinaria corporal tiene que volver a adaptarse para alcanzar su homeostasis, un principio adaptativo que se consigue alcanzar, salvando incluso el obstáculo de un supuesto síndrome de Stendhal, reacción psicosomática que tan solo escenarios como en el que me encuentro pueden provocar paralizándote con taquicardias, vértigos o sudores ante la exposición a tanta belleza. La sensación de esfuerzo culminado es indescriptible y, este lugar, a medio camino de cielo y tierra, revela el más sublime ejercicio de la perfección.

    Sólo unas horas antes terminaba de atarme el cordón de mis zapatillas, doble nudo para no tener que detener la marcha cuando se deshaga el simple, aunque bien pensado, no deja de ser una buena excusa para tomar un respiro en el ascenso hacer un nudo simple y esperar a que la fricción lo deshaga. Pero mientras lo pienso ya están hechas las dos lazadas, he colocado en mi espalda la ligera mochila donde simplemente porto un bidón de agua, un frontal, una camiseta seca y algo de abrigo ligero e inicio mi marcha. Es lo único que voy a necesitar… Eso y dos bombones que vi sobre la mesa y casi furtivamente agarré para guardarlos en uno de los bolsillos laterales de la mochila, un premio más al esfuerzo cuando lo culmine, o consolación si no logro el objetivo. 

    Cruzo el prado a buen ritmo en unos primeros pasos sin desnivel o, al menos si lo hay, es imperceptible; un estrecho sendero serpentea en paralelo al arroyo hasta que convergen ambos y lo cruzo por un rústico puente de madera; a partir de ahí el sendero se ensancha un poco más hasta llegar a convertirse en una pista que se introduce en un frondoso bosque. La alternancia de robles y hayas en el bosque aporta algo especial, un halo mágico al entorno que siempre me ha cautivado. Entre la fronda, el acebo muestra el contraste de sus verdes hojas con los frutos carmesí que ya adornan algunas de sus ramas; puedo ver algún serbal de cazadores ya cargado de frutos y tejos dispersos pugnando por emerger de entre el hayedo, bajo cuyas copas el suelo se tapiza de un sotobosque de helechos y arandaneras, cuya única discontinuidad es la pista que yo sigo.

    El buen ritmo que llevaba por los prados se ha convertido ahora en un pausado trote debido a la incesante cuesta, circunstancia que me permite imbuirme un poco más en el entorno y poder apreciar cada movimiento, cada rastro, cada sonido que parte del medio natural… Un corzo ladra sobresaltado por mi presencia, huyendo cuesta arriba de manera casi insultante a mi esfuerzo, como si no le costase trabajo alguno remontar el desnivel hasta perderse entre la floresta; el ruidoso arrendajo hace sonar su voz de alarma, advirtiendo de mi presencia al resto de los habitantes del bosque. Ahora la montaña sabe que estoy allí. Escucho los apresurados pasos de animales que no logro ver internándose en lo más profundo del bosque, donde la distancia finalmente apaga el sonido, pero puedo imaginar por sus rastros qué animales son los que se mueven por este mágico entorno al dejar impresas sobre la pista huellas y deposiciones que delatan, a quien se interesa por ello, la vida que existe lejos del influjo del ser humano.

    Numerosas pisadas impresas de ciervos y corzos cruzan la pista internándose en el bosque. Un solitario lobo también ha deambulado por allí, quizás la noche anterior, dejando su impronta y un excremento bien visible y aún hediondo. Abundan excrementos de zorro sobre cualquier pequeño arbusto de la pista y heces de mustélidos que, por la ubicación norteña y alejada de cualquier pueblo cercano, no dudaría en apuntar a la marta como el animal que ha estado caminando por este tramo de bosque horas antes de mi paso por él. Rastros que en muchos casos realiza el animal para ser percibidos, aunque quizás no sea yo el receptor esperado por el autor de la marca para interpretar ese vestigio cuidadosamente depositado.

   Pero de entre todos los rastros, hay uno que cada vez que lo descubro provoca que la piel se me erice y tenga que detenerme a observarlo. Llevo unos metros siguiendo el paso del oso pardo, un individuo macho adulto sin lugar a dudas que ha remontado la pista unas horas antes. Por muchos años que llevo recorriendo estas montañas del norte de España y viendo de vez en cuando la pisada del oso, no dejo de asombrarme y de alegrarme cada vez que me topo con una pisada impresa, como si fuera la primera: huella perfecta en aquella ocasión, hace más de 18 años, que pude distinguir estampada en el barro cuando remontaba un valle no muy lejano a donde hoy me encuentro. Tras medir el ancho de la huella anterior con la única referencia que dispongo, mi propia mano, hago el cálculo de unos 12 cm y continúo la marcha, atento a cualquier movimiento o cambio de olor en el entorno que me pueda indicar que ese oso aún está presente en las proximidades, alimentándose quizás de bellotas o hayucos, o quién sabe si buscando entre las arandaneras algún fruto que llevarse al estómago.

    El desnivel se acentúa cuando emerjo del bosque y me asomo a una zona de altas y verdes praderas salpicada de grises calizas. En lo alto ya puedo apreciar mi destino: una zona verde completamente despejada sobre la que sólo se vislumbra el cielo. No sé cuánto tiempo llevo corriendo, pues el reloj aquí se detiene, lo que sí puedo llegar a interpretar es el tiempo que me resta para culminar el ascenso hacia el mirador que me he propuesto alcanzar. El reloj que activa el tiránico cronómetro es ahora el sol, que desciende en caída libre hacia el horizonte, donde las montañas lo engullirán e impondrán en el paisaje la dictadura propuesta por las lúgubres sombras del ocaso. Empieza la cronoescalada.

    El difuso sendero zigzaguea en fuerte desnivel hacia las rocas. El sudor me empapa, las piernas se congestionan y el ritmo decrece de tal forma que muchos tramos los hago caminando, remontando a la carrera únicamente los espacios donde el desnivel se dulcifica. El sol sigue corriendo en mi contra, ganándome terreno mientras recorro un tramo de roca donde he de equilibrarme con las manos para no caer en algún trecho expuesto. Superada la dificultad, vuelve el horizonte verde y sobre él, ya no logro ver al sol. Camino apoyando mis manos sobre las rodillas, corro cuando el resuello me lo permite y vuelvo a caminar instantes después dejando tras de mi un invisible reguero de esfuerzo en la senda. Ya sólo puedo mirar al suelo, la fatiga y el desnivel me obligan incluso a gatear en alguna ocasión apoyando la mano en la tierra y buscando los tramos menos rotos del sendero. Gracias a ello puedo esquivar un gran excremento de oso, quien sabe si del mismo individuo del que perdí el rastro muchos metros más abajo, cuando el bosque se despidió de mí indicándome el camino al horizonte ya visible.

    En los metros que restan ya no hay sendero, sólo un débil rastro me indica que voy por el mejor camino: la senda por donde la fauna remonta el desnivel. El cielo empieza a engrandecerse mientras la tierra va menguando en mi campo visual, ya queda poco desnivel que salvar y el cielo empieza a exhibir los colores del ocaso. Se impone un sentimiento de derrota, el sol puede haber ganado su carrera y el tapiz celestial que se refleja sería su celebración por haber terminado y estar oculto tras un horizonte que aún no llego a vislumbrar. Me afano en correr, pero el desnivel me lo impide; aun así, remonto con agilidad esos metros que me restan, me resisto a dejarme intimidar por las argucias del astro rey fingiendo esconderse antes de llegar a su meta y con ello, provocar que me desmorone y regale mi derrota. Corro, camino, miro hacia arriba, hacia el frente, 170… 175… se termina la tierra. Frente a mí todo es horizonte y al fondo, un gran disco rojo desciende entre el emblemático Espigüete y el vistoso Curavacas. ¡He ganado la carrera! Una competición importante para mí, pues esos minutos en los que veo ocultarse al sol son el mejor de los trofeos que jamás podré llevarme. A la derecha del sol, emergen el macizo Central y el Oriental de Picos de Europa sobre un mar de nubes que se inicia a mis pies, como si el mar rompiente cediera ahí su oleaje en esa playa de hierba a casi dos mil metros de altitud. A la izquierda del Astro se intuye la silueta del Gigante, con la inconfundible cima de Peña Redonda dibujando el contorno de la frente de ese gigante dormido de la leyenda. Entre mi posición y ese horizonte montañoso, son innumerables las cumbres emergiendo sobre ese mar algodonoso. Tras de mí, el límite de la Montaña Palentina comienza un descenso paulatino hasta la alta meseta que se pierde en la lejanía. Estoy sobre una muralla infranqueable, frontera entre dos mundos, donde el tiempo no se detiene, pero el reloj se paraliza.

    100… 90… 80… Los minutos pasan y las pulsaciones bajan, el frío se empieza a notar y decido cambiar la empapada camiseta que llevaba puesta durante el ascenso, para ponerme la de repuesto y, sobre ella, el fino cortavientos que facilita la calidez de unos minutos de solaz regocijo ante el paisaje. Pese a esta sensación de victoria, de culminación, el reto deportivo no ha terminado; aún hay que descender con las lúgubres sombras persiguiéndome hasta el bosque. No pienso en ello, sólo quiero dejarme llevar por esos sentidos que se han exacerbado: la vista ante tan espectacular paisaje, el oído captando los sonidos de los animales salvajes que habitan estas montañas, el tacto ante la hierba húmeda sobre la que me encuentro; el olfato que hace que penetren en mis entrañas los aromas salvajes de la naturaleza y el gusto, estimulado por algún arándano que en mi periplo en el bosque he robado al oso, y uno de los bombones que ya estoy saboreando cuando decido desandar mis pasos, una vez que el sol ya se ha escondido y el cielo muta a tonos violáceos. El firmamento que tenía a mis espaldas es ahora mi guía, y sobre él empiezan a dibujarse algunas estrellas que van aumentando en número a medida que transcurre el tiempo y la oscuridad se acentúa. La temperatura ha descendido de forma notable y el ritmo de carrera se acelera en el descenso. La vista se ubica en el suelo, siempre unos metros delante de mis pies para anticipar obstáculos; hay poca luz, pero aún puedo apreciar las depresiones del terreno y los inconvenientes que tratan de entorpecer mi marcha. La visión se va habituando a la escasez de luz y corro como si fuera un huidizo habitante más del entorno, aunque mis malas experiencias hacen que gestione el descenso sin asumir más riesgos de lo debido. Mi carrera ahora es contra las sombras, que no quiero que me alcancen hasta llegar al límite con el bosque, donde ya encenderé el frontal si quiero seguir corriendo con agilidad.

    Logro ganar la carrera a las sombras, pero en el bosque ya me aguardaban lúgubres siluetas, ocultas tras cada árbol, que parecen cernirse sobre mí. La única luz es la que yo porto y persigo su destello por la pista, esquivando cada rama, cada piedra y cada bache que el camino sitúa ante mí y que en la subida apenas apreciaba.

    De vez en cuando se escucha algún sonido procedente del bosque: ramas que se parten, pasos apresurados que huyen, otros que se detienen, voces de la berrea que aún retumban en la lejanía y el lúgubre ulular de las rapaces nocturnas que, como el cárabo, no dejan de emitir su funesta carcajada. Fuera de esos instantes, todo es silencio. Incluso las voces del bosque son parte de ese silencio que no sabemos ya interpretar como en tiempos remotos hacían nuestros más salvajes ancestros.

     Tras llegar al puente la oscuridad es total y ralentizo mi marcha, no por esa falta de luz que fácilmente puedo corregir con mi frontal, sino porque quiero continuar a oscuras, dilatando más este momento de evasión por la naturaleza bajo el cielo más hermoso que nadie haya visto. Si pudiera retroceder unos pasos para mantenerme a perpetuidad en el bosque lo meditaría seriamente, pero el momento presente es el que importa y echar la vista atrás para evocar instantes como estos cada vez que tenga la tentación de huir del tumultuoso orden que el mundo civilizado nos impone, es lo único que puedo hacer, contemplando el camino recorrido por esta sublime alineación caótica de elementos naturales por donde me he desenvuelto con la agilidad de antaño, apreciando ahora la oscura silueta de las montañas recortándose en un inmenso firmamento colmado de constelaciones, donde mis pensamientos se disipan tratando de localizar la eterna, aunque ilusoria traza, dibujada por una estrella fugaz que recoja pretéritos sueños malogrados para convertirlos en algo tangible. Pero si el cuerpo vive en el presente, la vista, al igual que en el descenso por el sendero, ha de estar puesta en el inmediato futuro, siempre anticipando los obstáculos para poder esquivarlos, y ahora toca superar los inconvenientes que impone un sendero que me guía nuevamente hacia unas muletas y un frío quirófano, aguardándome como un muro infranqueable que tendré que sortear. Un futuro que reconozco al haber sido demasiadas veces repetido en el pasado y que, como un “déja vu”, atormenta hoy mis desvelos ante un retorno hacia senderos que creía superados.

    Mi alma aún atesora en su núcleo la imagen vívida de las montañas que supo archivar. La estampa de cualquiera de los paisajes que he estado recorriendo durante tantos años es el fuego que me da vida, pero mi cuerpo nunca supo adaptarse a esa llama, quebrándose a cada paso que daba por intentar seguir el sendero que mi hoguera interior le solicitaba hasta, finalmente, verse obligado a buscar un plan “B” que se acomodase a tantos desafíos almacenados en mi mente y asumiese los ritmos propuestos por un corazón que dotó de alas a mis sueños, pero no de fuerza para poder moverlas sobre bosques, prados, arroyos y cumbres que me han ido acompañando durante toda la vida. Me encamino, de manera inexorable, a un futuro que evoca un pasado que trato de ocultar tras el telón de los sueños, donde las fantasías que cobran vida me invitan nuevamente a visitar pasadas épocas en las que mi silueta transitaba ágilmente a la carrera, embarcado ahora en una competición contra el despertador, que anuncia una realidad que no quisiera volver a experimentar y me sitúa donde ahora me hallo: a medio camino entre el otoño y el invierno, tras haber ido superando altibajos en un tormentoso verano que había seguido a una esperanzadora primavera, y viendo al fondo las tempranas nieves que ya cubren la cima de mis montañas, representando un nuevo obstáculo que me va a impedir, a buen seguro, volver de nuevo a conquistarlas.

    Vencido por la melancolía, abro el cajón donde guardo mis zapatillas de trail, el pantalón corto y una vieja camiseta, ganada con el sudor de mi primera carrera de montaña, que aún atesoro. El cajón de los sueños olvidados donde también conservo el dorsal de aquella y otras carreras, recortes de prensa, fotos y un sinfín de recuerdos que me permiten navegar a través de ellos rememorando modestas hazañas que han constituido mis mayores logros en lo deportivo y han sido mis mejores maestras para salvar los obstáculos de toda una vida ya mediada.

    Ataviado con esa nostalgia acumulada, de nuevo empiezo mi carrera hacia el ocaso, perseguido por las sombras de la experiencia y con el inexorable tiempo almacenado en la frágil coraza que envuelve mi alma, actuando como freno en ese ascenso. Porto un cronómetro que quiero controlar para que sólo se detenga en el lugar donde culminen mis sueños y, mientras estos no se cumplan, seguir fingiendo que el sol no termina de ocultarse y el atardecer infinito aguarda mi llegada al excelso balcón donde la naturaleza, con su inmensidad, pueda aplaudir con su particular silencio mi victoria.


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