Un crepúsculo, no solo del día.

 

    Para disfrutar de un atardecer pleno en algún balcón natural que domine el horizonte, es obligado que el camino de vuelta se haga bajo las estrellas, pese a que en esas horas sea poco recomendable caminar en soledad por las montañas, últimos reductos de la tierra donde la gran fauna se refugia de nuestro acoso.

    Bajo ellas caminaba una noche sin luna, aprovechando esa claridad a la que nuestros ojos se van habituando a medida que las luces declinan, siempre y cuando no haya luminarias artificiales que rompan el hechizo. Tan solo los últimos dos kilómetros me vi obligado a encender la linterna que portaba, no por el camino en sí, pues los límites aún me eran perfectamente visibles, sino por la fragosidad del mismo, que me procuraba un traspiés tras otro. Encendida la linterna, la magia se rompió, las formas y ondulaciones del sendero que eran poco claras se me hicieron visibles al ser iluminadas, pero ya no había cielo ni otra cosa a mi alrededor que no fuera aquello que iluminaba mi linterna. El paisaje se había apagado con la llegada de la luz. Pero ya no me tropezaba y cualquier pequeño bache era percibido.

    Había salido a buscar el atardecer por un camino entre el bosque que, a la ida se tornaba molesto por el desnivel y la cantidad de moscas e insectos alados que merodeaban y aprovechaban cualquier instante en el que no me sacudía con el brazo, para colocarse sobre mi. Un robledal extenso salpicado de avellanos y acebos, que durante kilómetros de ascenso me iba regalando rincones de gran valor y belleza. Su término me dejó en los prados altos, ya sin esos molestos insectos, aunque con el mismo desnivel ascendente que, poco a poco, me aupaban al balcón elegido al tiempo que el astro rey declinaba en el cielo. Cada imagen que me brindaba el paisaje era una delicia, pero llegado al mirador, al alto collado que situaba ante mí el horizonte Oeste, abierto en un ángulo desde el Norte al Sur, quedé hipnotizado.

    El panorama frente a mi era de un azul celeste con un sol cayendo hacia la rugosa silueta de las montañas, mutando hacia tonos cálidos a medida que se iba aproximando a las cumbres de las mismas, para dejar cambiantes y anaranjadas pinceladas cada paso que daba antes de ocultarse definitivamente, donde los rojos y violáceos eran ya protagonistas del cielo. Bajo esas cumbres, un mar de nubes flotaba sobre los valles para difuminarse suavemente a medida que se aproximaban a mi posición, dejando ver a mis pies los valles salpicados de pradera y bosques.

 

  Cada minuto era pura magia y no estaba dispuesto a perder ningún instante dejando de contemplar el cuadro que me mostraba la naturaleza. Al final se me fue de las manos el atardecer y, una vez oculto el sol, aunque con los cielos aún reflejando esa claridad de tonos cálidos residuales, emprendí la marcha por el mismo camino que ascendí, esta vez sin las molestias de las moscas ni la fatiga del desnivel positivo. Mi pretensión era que la noche me alcanzase ya en el último tramo de la pista, pero no pude resistirme a la belleza y, por tratar de captarla el mayor tiempo posible, vino el riesgo de retornar durante las horas en las que nuestra especie había relegado a la fauna salvaje para sus actividades vitales, estaba inmerso en la hora de las sombras, nicho de los proscritos; un tiempo en el día para el que los hombres no están dotados, aunque los ojos se acostumbran fácilmente a esa declinación de la luz, permitiéndote ver el camino por el que discurre la senda.

    Animales como el oso pardo, por ejemplo, han adaptado sus vidas para moverse en las horas donde el ser humano cesa sus actividades. Muchos carnívoros diurnos en zonas remotas, son en cambio crepusculares o nocturnos en zonas humanizadas, publicaba Andrés Ordiz en Quercus al respecto de una investigación llevada a ese efecto en la cordillera Cantábrica y Escandinavia (Quercus, 22-10-2014). La seguridad y la alimentación (simplificando un poco) condicionan en parte  los horarios de muchas de estas especies, dividiéndolos en animales diurnos, crepusculares, nocturnos o catemerales (con actividad tanto de día como de noche).

    No creo que exista ya lugar alguno donde la fauna haya progresado a expensas del ser humano. Animales y hombres han evolucionado de la mano. Cuando los mamíferos no dominaban la Tierra, estos realizaban su actividad cuando los grandes reptiles descansaban; al extinguirse estos, un mamífero fue evolucionando y ha llegado a proliferar tanto que condiciona hoy día la vida en el planeta, es el homo sapiens. De esta manera, el resto de habitantes del planeta han encontrado su nicho en horas nocturnas o crepusculares, cuando este depredador no está activo.

    Nuestra prosperidad pasó de la coexistencia con el medio natural, a su dominación absoluta. La aparición hace diez mil años de la agricultura y la ganadería propició que la naturaleza se empezase a considerar el enemigo a batir y, aunque aún era sostenible, miles de años después nuestro número creció, al igual que nuestras necesidades y comodidades, teniendo que adaptarse la Naturaleza a nuestro ritmo de vida, convirtiéndonos con ello en modeladores del paisaje a gran escala. A escala planetaria.

“La gente se esfuerza por crear un entorno parecido al de la sabana en lugares tan improbables como los jardines formales, los cementerios y los centros comerciales suburbanos, siempre en busca de paisajes abiertos que no sean paisajes áridos, donde exista un cierto orden en la vegetación circundante, sin llegar a la perfección geométrica” señala Edward O. Wilson en su libro Biofilia al respecto de un estudio, donde Gordon Orians, uno de los tres científicos a los que alude, cita tres elementos claves:

- Una sabana (que procura abundante alimento animal o vegetal para el homínido omnívoro y panorama despejado para detectar animales o bandas rivales a distancia).

- Un relieve topográfico (riscos donde vigilar y cuevas o salientes donde hallar refugio).

- Lagos y ríos donde encontrar alimento y defensa (son pocos los enemigos naturales del hombre que pueden cruzar aguas profundas), por lo que convierten las riberas en defensas naturales.

    Cada poco tiempo se pierde una especie en el planeta, alguna incluso antes de haberla llegado a descubrir y que, lógicamente, ya no conoceremos. Esa pérdida de biodiversidad, un empobrecimiento que sólo nos damos cuenta en el transcurso de muchos años, en el momento que nos percatamos de que cuando éramos niños había más pájaros, más saltamontes, más lagartijas… Ahora sólo hay más… nosotros.

    “El hombre, en su inconmensurable vanidad—escribía Fiasson—ha creído poder también organizar la naturaleza. El orden aparente que él ha establecido en lo que le parecía una fauna caótica (suprimiendo especies que creyó inútiles, ayudando a la subsistencia de especies domesticadas y protegiéndolas de sus enemigos), está lejos de ser superior al orden biológico que realiza la naturaleza por sí misma”.

    Pero nuestra evolución también ha creado conciencia, y, aunque en ámbitos muy reducidos, hoy se pueden escuchar voces que claman por conservar aquello salvaje que nos queda aún, para que el oso no desaparezca, para evitar que el lobo no encuentre respuesta a su aullido y desaparezca la voz más ilustre de la naturaleza.

    Cruzo una absurda valla, una alambrada que atraviesa la montaña fragmentando su espacio; un obstáculo para la naturaleza y su gran fauna situada allí donde la hemos constreñido, empequeñeciendo aún más su territorio, creando fronteras insalvables. Cada vez es más difícil conservar a la gran fauna. En concreto los grandes carnívoros compiten con nosotros por espacio y alimento. Talamos sus bosques para hacer cultivos, cazamos su alimento pero ponemos en su lugar animales domésticos en ese territorio que compartimos. Esa gran fauna se alimenta de nuestros cultivos y nuestro ganado, recursos más fáciles que su alimento natural, que prácticamente ha desaparecido. Esa competencia les condena a muerte, no solo del individuo en cuestión, sino de la especie. Algunos estudios alertan ya del cambio en el tamaño de los animales. Si bien las que pueden prosperar son las especies oportunistas, estudios de algunas universidades norteamericanas han llegado a la conclusión de que coincidiendo con la expansión del ser humano por el planeta, ha habido una disminución en el tamaño de los animales, notando que siempre después de la llegada de los humanos, las especies más grandes son las que más se extinguieron. Estos datos son recogidos y expuestos en un artículo firmado por Miguel Ángel Criado para el diario El País, el 19-3-2018, donde además recoge la opinión de otro investigador que, de no parar esta aniquilación de la vida salvaje, la mayoría de los animales serán domésticos o de granja, y el más grande será la vaca.  Coincidente con estos estudios o no, se está observando que las diferentes especies menguan su tamaño, véase el caso de los ratones de Doñana explicado por este mismo autor en el diario El País publicados el 11-7-2021, en base a datos científicos aportados por diversos autores a la revista Quercus. Delibes de Castro aporta dos razones a esto: una más general aludiendo a la regla de Bergmann (ley biológica que dice que los animales de una misma especie que habitan en lugares más fríos, son más grandes que los que habitan en lugares cálidos) para responsabilizar al cambio climático y otra más específica que alerta sobre el comportamiento de predadores ante la escasez de conejos, consumiendo los roedores de mayor tamaño, lo que provocaría que mengüen ante esa presión selectiva favorable a los más pequeños. Hipótesis aún por comprobar.

    Con nuestros conocimientos actuales deberíamos saber proteger nuestros bienes sin destruir a los competidores, pero optamos por la vía fácil, la misma que usábamos ancestralmente, esa que diezmó poblaciones enteras y empobreció la biodiversidad en el mundo.  “El único proceso que ya está en marcha – comenta Edward O. Wilson sobre los acontecimientos próximos que más lamentarán nuestros descendientes – y que tardará millones de años en corregirse, es la pérdida de diversidad genética y de especies a causa de la destrucción de hábitats naturales perpetrada por el ser humano” “no solo aves y mamíferos desaparecen—indica Wilson—también otras formas de vida más pequeñas como los musgos, insectos y pececillos de agua dulce. Una estimación prudente de la tasa de extinción actual es de mil especies al año, en gran parte debido a la destrucción de bosques y otros hábitats clave en los trópicos. Se prevé que en la próxima década, la cifra superará las diez mil especies al año (una especie extinta por hora)”.

 

   Pensando en estas cosas llego a las primeras casas del pueblo, la tenue luz de sus farolas ilumina el asfalto, vuelvo al dominio de los hombres, el cielo ya solo es un negro manto que nos cubre, no hay estrellas hasta que vuelvo a salir del pueblo y las luces se apagan con la distancia, volviendo a encenderse el cielo con millones de estrellas y la vía láctea alumbrando mi sendero en la tierra.

   De alguna manera me siento un intruso; siento que, pese a morar en el mismo hábitat, caminar bajo las estrellas en este territorio natural era invadir un espacio que hemos dejado a la gran fauna, el nicho que aprovechan porque nosotros no estamos. Pero quería ver ese atardecer, sentir la noche en la montaña y lo he hecho de la manera más respetuosa posible, caminando, sin ruidos ni estridencias más que alguna palma, una tenue voz o un silbido, para alertar a sus habitantes de que el enemigo está ahí, pero circula en son de paz, no les acecha. Y he asistido gracias a ello al que quizás haya sido el atardecer más sublime que he visto en mi vida.

Ruta coincidente con el tramo  primero de esta que indico, para volver por el mismo camino una vez llegado al punto álgido debido a la noche que ya acechaba:

https://es.wikiloc.com/rutas-senderismo/san-martin-de-perapertu-collado-la-muneca-perapared-coterorraso-camino-de-herreruela-san-cebrian-de-98693385

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