Mis compañeros de piso

 

    En la naturaleza, cuando pasas tiempo en un pueblo donde no hay servicios, donde apenas te cruzas al día con uno de los escasos vecinos que allí viven y suele ser coincidiendo con la llegada de la furgoneta del panadero a media mañana; cuando a tu alrededor tienes bosques, prados y pequeños arroyos que se descuelgan suavemente desde las cumbres vecinas, la soledad no se siente como cuando vives en una ciudad, siempre, quieras o no, rodeado de gente, con todo tipo de servicios y donde cada vez que sales te cruzas con cientos de personas a las que a buen seguro nunca has visto antes. Aquí en el pueblo la soledad no se percibe, con  cualquiera que te encuentres intercambias algunas palabras, le conozcas o no y cuando a nadie ves, es porque estás suficientemente atareado como para no percatarte de que has estado solo todo el día; allí en la ciudad, sin embargo, estar solo es sinónimo de tristeza y abandono, con nadie que no conozcas intercambias palabra alguna si no es para utilizar alguno de los servicios que ofrece en forma de tiendas o establecimientos de los que te sirves para abastecerte o para pasar tus ratos de ocio; en caso de no hacer nada de eso te conviertes en un paria social que dedicarás los días a mirar pantallas de diferentes tamaños.

    Estoy ahora sentado en la mesa frente a la puerta, no pongo la televisión ni la radio, simplemente escucho el atronador silencio que entra desde el exterior, silencio que no es otra cosa que los sonidos de esos habitantes del entorno en su devenir diario. No oigo el motor o el claxon de los coches, ni gente voceando; no escucho el reguetón del vecino ni la distendida charla de los clientes que fuman en la terraza del bar.  En la ciudad apago los sonidos del exterior con los medios audiovisuales de los que dispongo en la comodidad de mi domicilio, con el fin de abstraerme de lo que acontece en el exterior para luego buscarlo en los momentos en los que realizo actividades, siendo yo mismo uno de los causantes de esos ruidos en mis relaciones sociales. Aquí, desde donde hoy escribo, persigo esos sonidos que emanan de la calle. Aquí no es ruido lo que se escucha, sino la vida misma tal y como la concibe la naturaleza en los lugares en que el ser humano no ha terminado del todo con ella.



    Las bulliciosas golondrinas han vuelto a ocupar el nido del año anterior. No se me olvida aquel día la primavera pasada en el que al entrar en casa vi los tres polluelos muertos en el suelo, sin signos de predación por parte de ninguno de los animales que allí habitan, como la comadreja, las hurracas, o los propios gatos. No sé qué pudo suceder. Este año de nuevo van y vienen como siempre, aunque no se si en el nido hay ya pequeños inquilinos, no quiero interferir en nada asomándome a él, aunque el trasiego es continuo. No pasan desapercibidas las golondrinas, que en sus idas y venidas se anuncian con boato, al contrario que el colirrojo tizón, quien junto a ellas ha hecho su puesta en un viejo nido que ha ido acomodando. Sólo algunos sonidos provenientes de dentro y los viajes con el pico lleno de los pajarillos, me alertaron de que allí pasaba algo, pero cuando quería asomarme nada se apreciaba. La paciencia y pararme a escuchar desde dentro de casa hizo que en un momento dado, saliendo a hurtadillas y ocultándome entre el muro y una columna, viera cómo un polluelo emergía cuidadoso para ver si aún seguía al acecho el bípedo gigante, o sea, yo, que oculto con la cámara de fotos tras esa columna, aguardaba ese instante para extraer la instantánea y tras ello, volver ambos a guardarnos, yo para no interferir más, y el pollo y sus hermanos, para ocultarse de nuevo ante la amenazadora figura. No pasaban desapercibidos para mí los movimientos del adulto del colirrojo entrando y saliendo del soportal, siempre con algún bicho en la boca para, rápidamente, volver a salir de allí dejando a su prole oculta y bien aleccionada de lo que debían de hacer cuando percibieran algo que no fueran sus propios padres. Así que ocultas las crías, tan solo de vez en cuando escucho los piídos provenientes del nido cuando estoy dentro de casa, pues al salir y asomarme un poco, rápidamente me perciben y se ocultan aplastándose en el fondo del nido, en silencio, como si fuese otro nido abandonado.
Pero hay más vecinos en mi vivienda, frente a mi puerta, dentro del patio, veo un menudo pajarillo entrando y saliendo a un minúsculo agujero que hay en el muro. Pese a la poca distancia no podía nunca ver de qué ave se trataba, ya que se movía rápido para entrar y su salida era veloz también para desaparecer al instante por detrás del muro. Tuve que esperar con mi cámara, armada con el teleobjetivo, para en una afortunada foto, ver borroso el ave que salía de allí. Un herrerillo era la imagen que captó mi cámara. A raíz de saberlo empecé a mirar más por donde se movía, veía a los dos padres entrando y saliendo sin descanso al lugar donde, con toda probabilidad, descansaba su prole. Quise asomarme un día al nido a ver qué se adivinaba desde el exterior, aprovechando la salida de los progenitores, pero nada pude ver al ser tan pequeño el hueco, que sus recovecos impedían cualquier intento de mirar hacia dentro para ver el lecho de la nidada sin causar algún destrozo o molestia que llevara a los padres a abandonar a sus polluelos. Ya no hay nada más que mirar desde tan cerca, allí descansan ocultos los pequeños herrerillos y con ver desde dentro de la casa cómo van y vienen los afanosos padres, y con suerte ser testigo el día que empiecen a salir los pollos a emprender sus primeros vuelos, me daré por más que satisfecho, pues  seré espectador de algo que pocas personas han visto y verán en su vida, pese a ser algo habitual en los documentales.

    Si bien estos son los más llamativos compañeros de piso que tengo, no puedo olvidar las lagartijas que en los días calurosos se pasean por el patio, y las cuales han tenido ya sus camadas, pues he visto ya pequeños saurios correteando afanosos todo el entorno que el muro de la vivienda cobija. No supe más de aquella culebra que el año pasado se paseó por el jardín y desapareció al verme salir en ese momento, supongo que es pronto aún para verla, o que ahora guarda más cautela para no ser descubierta, habida cuenta del odio que se las profesa y sabedora, aunque no sea el caso, que una pala podría ser lo último que viese cernirse sobre su cabeza, al igual que aún sucede con toda aquella que se deja ver cerca de nuestras viviendas.

    Tampoco hay que olvidar esos insectos que en el pequeño prado que me resisto a cortar, se alimentan de los dientes de león y otras flores, o de los jilgueros que en bandadas, vienen a comer los granos que algunas plantas del prado les ofrecen. Más adelante pasaré la segadora, cuando vea que los comensales ya han agotado el alimento y hasta el otoño no volverán a por los siguientes brotes.


    Algo más alejados, pero vecinos no obstante, conviven allí cigüeñas, que veo sobrevolar para detenerse y pasar las horas en los prados alimentándose, un verdecillo que desde su artificial atalaya, suelta todo el párrafo durante varios minutos para marcharse a pregonar sus noticias en otra cercana atalaya, repitiendo asiduamente su presencia en la antena; también se suele ver a diario una pareja de águila calzada, que causa revuelo entre los pajarillos cuando su silueta recorta en el cielo, alertándome éstos con sus vuelos nerviosos  de que la rapaz vuelve a estar sobre mi cabeza observando con su sagaz mirada de predador; cerca también habitan ilustres vecinos como el bisonte europeo o los caballos losinos y de przewalski, todos en cautividad al estar dentro de programas de conservación con el fin de recuperar esas especies y a los que en ocasiones veo desde la puerta en un prado cercano. He descubierto excrementos de comadreja, de garduña o de zorro muy cerca de la puerta de casa, así como huellas de tejón, oso pardo o de lobo ibérico próximas también, las más alejadas quizás las del oso pardo, que frecuentemente hallo  en un monte cubierto de roble que desde mi puerta puedo ver perfectamente, a no más de un kilómetro de distancia, mientras fantaseo con el devenir del plantígrado bajo el robledal que lo oculta mientras, sentado junto a mi puerta y a sólo media hora caminando de allí, me deleito con las más cercanas vidas que directamente puedo percibir sin necesidad de moverme. Ver a estos animales es más complejo que hacerlo con las aves, pues su comportamiento más esquivo y nocturno los hace invisibles para nosotros, visibilizando solo los rastros que dejan. El ruiseñor también es invisible para mí, pero su canto resuena cada noche primaveral, al igual que el del cárabo, con quienes me deleito cada vez que salgo a mi puerta para escuchar su concierto nocturno antes de acostarme. Y qué decir de los murciélagos, que tras silenciarse el bullicio de las golondrinas tras atardecer, salen de sus escondrijos  para revolotear limpiando de insectos los alrededores de la casa.


    A la vista del profano, todo parece inerte, muerto, en estos pequeños pueblos de la montaña palentina. Pero para quien abre los ojos, destapa sus oídos y pone a funcionar sus sentidos, no hay un minuto de respiro. No hay un solo rincón donde la vida no se abra paso y se muestre ante quien sepa mirar hacia ella.

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