Berrea

     Escucho a un ciervo desde mi ventana proclamar con voz ronca su pequeña parcela y me evoca recuerdos de hace muchos años, casi veinte, desde la primera vez que asistí involuntariamente a la berrea del ciervo en la montaña palentina. Aquél día, como otros muchos, caminaba solo mientras la tarde se iba echando encima para conocer más a fondo un territorio que esa misma mañana había descubierto. Rodeado de montañas cubiertas en su cara más septentrional de extensos hayedos y la más meridional por un espeso robledal, caminaba buscando nuevas perspectivas que me dieran a conocer más a fondo ese singular paraje. En el interior del bosque algo resonaba, un sonido animal que rápidamente asocié al ganado vacuno tan frecuente y numeroso en estas montañas del norte de España, pero al auparme hasta una atalaya que sobre el bosque me situaba en el centro del paisaje, ese sonido era ya un clamor que enmudecía cualquier otro reclamo de las montañas. Ahí descubrí que no era ganado aquello que escuchaba, no era el mugido domesticado de las vacas sino una voz salvaje que parecía emanar de las propias entrañas del bosque, un espectáculo cautivador que me dejó embelesado allí hasta casi el anochecer, cuando  decidí emprender la vuelta con esos reclamos retumbando en el bosque y el sonido cercano de hojarasca y ramas crujiendo ante el trote apresurado de los ciervos, sorprendidos al contar con la presencia en su territorio de un mudo espectador inesperado.

    A raíz de esa experiencia, he acudido cada año sin falta a escuchar el concierto del celo del ciervo macho en la montaña palentina, casi siempre repitiendo la ubicación de ese mismo lugar donde descubrí la berrea, para recoger ese aliento exhalado por la naturaleza salvaje y apropiarme, si se pudiese dar el caso, de  un simple suspiro de esa naturaleza exhalada que flota como niebla en la floresta. No me importaba ver al animal, tan solo deleitarme con ese paisaje donde cada sentido recibía un estímulo haciendo de esa experiencia algo sobrecogedor, en un rincón de España donde la naturaleza parecía contar con cada uno de los elementos que la hace ser eso mismo: Naturaleza. Es zona donde el oso halla cobijo y alimento; donde el lobo patrulla sin cesar para saciar ese apetito que le de vida; donde el ciervo se protege de esa amenaza mientras da cuenta de sus viandas con el ojo vigilante ante cualquier sombra que aceche; donde el mustélido deja sus rastros y el zorro marca también el terreno para no quedar en el anonimato su presencia dejando allí su impronta de paso, quizás asustado por el grito de los arrendajos o el cacareo del mirlo, que revolotea entre los arbustos bajo el incesante tamborileo de los vistosos pájaros carpinteros o el trinar de infinidad de pajarillos forestales. Todo ese desordenado plantel parecía alcanzar una armonía inexplicable ante mis ojos. Daba la sensación de que cada actor seguía un guion que llevaba ensayando mucho tiempo, con el fin de deleitar a quien se apreste a abrir el telón de la naturaleza.

    Con el paso de los años, experiencias como esta en la naturaleza han ido alcanzando más adeptos cada vez. Ya no era yo solo el que vagabundeaba entre el dosel arbóreo para escuchar la llamada del bosque; más personas parecían querer descubrirlo y con más número de ellas me cruzaba en mis paseos al inicio de la temporada otoñal. La berrea del ciervo se fue convirtiendo en un reclamo turístico al que cada vez más gente acudía. Pocos, sin embargo, se conforman como yo con estar ahí simplemente disfrutando del panorama y su banda sonora, la gente desea completar su experiencia viendo al ciervo con su gran cuerna en pugna con un macho rival, ante el desinterés aparente del grupo de hembras pastando junto a ellos con visible indolencia. La gente también desea ver al oso pasar amblando o al lobo trotando, no les vale aún con saber que en ese espacio están presentes y colmar con esa sensación su ansia por lo salvaje, ese es el siguiente episodio en nuestro reencuentro con el medio natural, quizás porque para muchos es el comienzo y han de satisfacer la curiosidad sobre qué y cómo es cada uno de los elementos que integran el paisaje que están viendo. Todos también queremos descubrir los mejores rincones del hayedo otoñal o el mejor mirador hacia la espectacular cascada. Poco a poco se está viendo que el interés por la naturaleza va calando cada vez más en nosotros y somos cada día más los que nos fascinamos descubriéndola, ese es el punto de partida para proteger el medio natural: conocerlo. El problema es que somos muchos y, la ya de por sí frágil naturaleza, es cada vez menos extensa; la hemos ido parcelando, acorralando ante el empuje de nuestro modo de  vida y ese interés creciente también pone en riesgo lo salvaje.

    ¿Qué hacer ante este nuevo paradigma de la sociedad? Es una pregunta que mucha gente se hace y no es cuestión de fácil solución, aunque como siempre tendemos a simplificarlo todo con el método menos imaginativo y más fácil: prohibiendo. Impidiendo que aquellos que tienen esa curiosidad por ahondar en el conocimiento del medio natural, acudan a ciertos lugares con el fin preservarlos prístinos y que los animales no tengan contacto cercano con el ser humano. ¿Es esa la solución? Obviamente no, eso es el parche, la tirita que se pone para que la herida no se ensucie con el exterior, pero así no termina nunca de cerrarse y permanecerá mientras otra herida se abre y una nueva tirita la cubre. Así tendríamos la tierra llena de pequeños parches cada uno de ellos independiente e incomunicado, e infinidad de personas deseosas de adentrarse en esas pequeñas parcelas para desconectar de lo urbano. Privar a las personas de ese acercamiento a la naturaleza tan solo crearía un nuevo desinterés por parte de la sociedad hacia el medio ambiente y, con ello finalmente, su desprotección. Recuerda, nadie protege lo que no conoce.

    Ante los problemas de este tipo no cabe simplificar, la naturaleza es tan compleja que aún ni siquiera entendemos algunos de sus mecanismos y el ser humano es uno más en esa naturaleza, forma parte de uno de esos mecanismos, aunque sea precisamente quien la está poniendo en riesgo.  Hacernos desaparecer como por arte de magia de un entorno no es la solución natural, al igual que no hacer nada y permitir que ese entorno se masifique y deteriore tampoco ha de permitirse. Tampoco cabe un término medio creo yo, sino un cambio de paradigma. Un reacondicionamiento de las tierras asoladas por la humanidad para que recuperen al menos una parte de su estatus natural, unir territorios naturales en lugar de vertebrarlos para que esa masificación parcelada se disperse hacia cada rincón interconectado de naturaleza; mejor sería crear islas urbanizadas entre el medio natural, que eso que ahora hacemos que es lo contrario, dejando islas de naturaleza entre nuestro mar de asfalto y decadencia.  Crear corredores naturales al igual que hemos sabido crear carreteras u oras vías de comunicación, sin necesidad de renunciar a la comodidad de esas infraestructuras que quedarían protegidas y permeabilizadas para que la fauna pueda salvar cada una sin provocar una fragmentación de su población ni riesgo para quienes transiten las vías, adecuándolas a un medio ambiente donde el protagonismo sea de la naturaleza, de la que somos una parte importante, habida cuenta de nuestro número y capacidad de transformación. Tenemos esos conocimientos y la capacidad para llevarlos a cabo, pero no sabemos orientarlos hacia el lugar correcto. Sucede aquí como con la mal llamada gestión del lobo, por poner un paralelismo más conocido: ante un problema se opta por lo más fácil y lo que se ha hecho desde siempre, amparando las acciones para su gestión al uso ancestral que se hacía cuando el ser humano carecía de conocimientos: matar, erradicarlo. Al igual que el hombre es parte del medio natural, el lobo lo es también y hacer desaparecer esa figura de nuestros campos supone una importante merma que siempre traerá consecuencias. Apunta E.O. Wilson en su libro biofilia  “(…) Algunas de las especies se conectaban mediante simbiosis tan complejas que la eliminación de una de ellas podría ocasionar el descenso en espiral de otras muchas hasta la extinción. Esta es la consecuencia de la adaptación mediante la coevolución, el cambio genético recíproco entre especies que interactúan a lo largo de numerosos ciclos vitales “. Quizás no lleguemos nunca a saber las extinciones que por este motivo hemos causado.

    Un lejano berrido aparta mi  atención del teclado evocándome esa figura majestuosa que pude ver a lo lejos días antes, sorteando el matorral mientras deambulaba por un claro del robledal. Ese día éramos cuatro personas quienes estábamos disfrutando del espectáculo de la berrea, tres días antes, coincidiendo con un domingo de buen clima, en ese mismo lugar había varias decenas de personas atentas a cualquier movimiento de los machos cervunos ataviados con buena ropa de campo y caros elementos ópticos para poder ver con más detalle su majestuosidad y el espectáculo natural que ofrecían. Estos días también empezará de nuevo la temporada de caza y otras personas, que también se declaran amantes de la naturaleza, acudirán a esos apostaderos para disparar sobre tan bellos animales y abatirlos por puro divertimento. Puedo entender que una persona, al igual que cualquier animal, busque la opción más fácil para dar caza a otro ser vivo con el fin de procurarse alimento. El conocimiento del medio y del comportamiento de sus presas confiere mayores oportunidades al depredador con un mínimo gasto energético y minimizando también riesgos. En la naturaleza la lucha por el alimento es a vida o muerte. El ser humano hoy ya no participa en esa pugna, simplemente utiliza ese conocimiento ancestral para acudir durante la época donde se ponen más a descubierto los animales, a dar rienda suelta a su afición disparando a los inocentes fitófagos para su propio divertimento y posterior ostentación vanidosa de los llamados trofeos. Llamar deporte a eso no lo logro entender, pues se escenifica en las cacerías los valores contrarios al caballeresco reglamento deportivo, valiéndose de una ventaja o ardid que desequilibra la balanza. Tampoco puedo entender a quienes disfrutan quitando la vida a un ser mientras inocentemente se alimenta de los brotes otoñales traídos por las primeras lluvias tras el estío, ajeno a las ansias de sangre de quien se hace llamar deportista, por mucho que se quiera disfrazar de gestión, con el fin blanquear esa actividad económico/lúdica ante la adormecida sociedad. Recordemos el caso del urogallo cantábrico, donde decenas de individuos morían en el cantadero aprovechando que se ponían al descubierto en época de celo. Esa circunstancia desencadenó el declive que, asociado finalmente a otros factores, nos ha llevado a que la citada especie hoy en día se considere casi extinta por los especialistas.

    Ya hay medios que se están haciendo eco de la merma de ese espectáculo natural de la berrea, en cuanto a número y tiempo, al igual que lo han hecho también en diferentes ocasiones con el menor tamaño y salud de las poblaciones debida al ansia de trofeo, al extraerse del medio a los animales mejor dotados, dejando reproducirse al peor dotado o más débil. La selección natural hará el resto.

    La poca naturaleza que nos queda se está resistiendo a desaparecer, pero quienes han de gestionarla no son capaces de ayudarla a excavar las trincheras para defenderse ante los ataques de la civilización. Es cierto que compran la pala y excavan, pero tan solo están ayudando a profundizar una tumba donde enterrar aquello que nos queda de salvaje en España. Nadie puede decir que no se trabaja en la administración, el problema es que no es lo mismo cavar para hacer una trinchera donde defenderse, que hacerlo para poner tumbas en ese terreno, dando la derrota ya por segura

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