El esperado otoño

 

    Mediados de octubre y empieza el otoño. El bosque caducifolio empieza a cambiar de color; ya lo hacían los álamos y los fresnos, pero ahora, tímidamente, el robledal y el hayedo comienzan a vestirse con los ocres otoñales. La apertura de esta temporada otoñal ha arrastrado aún los rigores del estío hasta hoy, que los céfiros han comenzado a soplar para atraer las nubes que transportarán esas lluvias que el terreno necesita. El suelo, incluso aquí en la Cordillera Cantábrica, tiene sed.

    El amanecer no es como el atardecer, pero a simple vista presentan un atuendo de colores similar; hay que ahondar, sumergirse de lleno en esta fase temporal para darse cuenta de las notables diferencias que presenta cada momento del día. Para mí el declinar del sol trae consigo sosiego y quietud pues la noche que lo sigue es cuando el mundo de los hombres se detiene y comienza el de esa naturaleza a la que hemos constreñido. Sin embargo al amanecer le sigue el despertar del humano, el inicio del ruido al que tan solo los pájaros diurnos se atreven a retar con sus trinos, casi siempre acallados por los motores y otras sintonías de nuestra civilización.

    Pero existe en ambos un lapso mágico que los iguala, una quietud donde la tierra se ve envuelta en su halo y no puede por menos que detenerse un instante a observar esa magia, un corto intervalo donde todos los seres vivos que cohabitan en cada territorio están fuera de sus escondrijos o guaridas. Todos salvo el ser humano que vive ajeno al movimiento natural de las cosas y se refocila en la artificialidad de su creación, huyendo de todo aquello que la naturaleza nos regala. Todos salvo alguna excepción, que acude a esos entornos que se salvan de la decadencia para acompañar a sus originales moradores en sus salutaciones al día y la noche.

    Hoy ha sido el amanecer lo que me ha empujado a la montaña y en la montaña estaba cuando el sol empezaba a despuntar por el horizonte. El viento no me permitía escuchar otra cosa que su rugido mientras el día empezaba a nacer. A diferencia del atardecer, cuando vuelves de noche al refugio urbano donde al llegar ya todo duerme, hoy camino hacia la naturaleza, cuyos habitantes empiezan a dormir mientras el humano inicia su actividad. Visto así, en poco difieren atardeceres y amaneceres, simplemente los protagonistas cambian según hacia donde la marcha me lleve. Hoy, marchando hacia los recónditos escondrijos de la fauna, tan solo me cruzo con el ganado doméstico, con gran cantidad de buitres que me sobrevuelan buscando esas térmicas, y algunas otras aves, entre las que reconozco lavanderas comunes y bisbitas alpinos, que son las que más fácil se dejan ver a mi paso. Veo los rastros de paso de otros animales que ahora se ocultan y que, no mucho antes, habían conquistado el territorio por el que camino.

    Camino para buscar una cumbre solitaria sobre el valle que me permita poder escuchar un día más la berrea del venado, pero el viento es fuerte y en el cordal de la cumbre se convierte casi en huracán. Ese sonido del viento impide que se escuche ningún reclamo, o quizás sin él tampoco se escucharían ya, pues la temporada de caza, como siempre, comienza mientras el celo del cervus elaphus está aconteciendo, mientras los machos se exponen en los claros siguiendo ese instinto ancestral para su reproducción. Qué fácil es darles muerte valiéndose de ese comportamiento adquirido que, poco a poco, los científicos y observadores de la naturaleza, están viendo que se va perdiendo. Al final, la evolución por conducta aprendida (cuanto mayor capacidad tiene un organismo de modificar sus actos dependiendo de las consecuencias de estos, más probabilidad de supervivencia tendrá) nos proporcionará una descendencia hacia individuos macho que no se arriesguen en época de berrea, sobrevivirán los que se oculten y no se expongan, serán esos quienes se reproduzcan dotando a su descendencia de ese comportamiento adquirido que irá poco a poco poniendo término a este espectáculo natural.

   Las nubes cubren hacia el norte y el oeste todo el cielo mientras, hacia el este y el sur, aún se puede ver algún claro desde el que se escapan como filamentos finos los rayos del sol que, en su ascenso, se ha ocultado buscando cobijo entre las nubes. La idea original de continuar por terreno  expuesto y desconocido para mí, me la quita de la cabeza el intenso ventarrón que dificulta mis movimientos. Descendiendo unos metros tengo la pista que abandoné para acometer los ascensos y hacia ella desciendo, cogiéndola unos kilómetros más adelante de donde la dejé atrás para subir a la primera cima, y por ella ir transitando cómodamente hacia el valle. Si bien las vistas, pese a la nubosidad que oculta las montañas, son bonitas, la pista en el descenso se convierte en una descarnada y horrorosa vía de comunicación hasta alcanzar una antigua bocamina, tras la cual el valle empieza a abrirse dejando atrás la visión de la cicatriz que esa actividad deja en la montaña . Opto rápidamente por quitarme de la pista y seguir campo a través atajando hasta llegar a un camino más naturalizado. Los bosques de ladera no son a los que estoy acostumbrado en la montaña palentina. A uno y otro lado del valle tengo extensas repoblaciones de pinos en lugar del hayedo de umbría o el robledal de solana que acompañaría al arroyo antes de nuestra irrupción en estos parajes. Aun así, los años han ido acomodando en el paisaje este arbolado artificial, dejando estampas de gran belleza en el recorrido, siempre acompañando el pequeño arroyo que deja a su vez rincones donde apetece acomodarse y simplemente ver discurrir el tiempo mientras se ahoga sumergido en sus cristalinas aguas.

    Pese a todo, en estos recónditos valles la naturaleza mantiene a sus originales habitantes a salvo de la humanización salvaje provocada al entorno. En la zona de cumbres, los ciervos han dejado escrita su permanencia en el lugar; múltiples rastros de zorro y de mustélidos marcan la pista y los senderos que recorro; algún rastro de lobo con el que me topo  indica el drama de la vida salvaje y, como no, el oso, que también deja su impronta en el paisaje, dando la pincelada más notable al entorno que ya por fin ha logrado dibujar en mi mente el panorama completo. Sin sus habitantes, ese paisaje es simplemente un hermoso boceto multicolor en el lienzo del pintor; con la fauna salvaje presente en él, ese cuadro que la mente dibuja se completa y cobra vida. Ahora sí es naturaleza. Ahora su valor es incalculable.

    Los kilómetros pasan y la lluvia hace acto de presencia. Hoy es un día donde en el expuesto  e indomable medio natural muchos no disfrutarían. Donde aquéllos que desean una naturaleza a su medida no saldrán del refugio urbano, sea en pueblo o ciudad. Hoy tan solo quien entiende la naturaleza sale a su encuentro y disfruta de ella pese a las inclemencias, que no son otra cosa que el clima otoñal que algunos ya esperábamos con ansia. Terminan con esto las aglomeraciones en los aparcamientos de las rutas señalizadas y más  publicitadas de cada entorno natural, es la hora de quienes recorren la naturaleza en silencio, sin distracciones; de quienes saben apreciar lo que cada entorno nos regala, de quienes admiran cada rincón que la montaña nos quiere mostrar, cada rastro de animal que por allí ha pasado y, por qué no, del encuentro lejano con alguno de esos habitantes salvajes que habitualmente nos rehúyen, como premio a saber comportarse en nuestro planeta, nuestro hogar, como este requiere. Es la hora de quien simplemente acude a la naturaleza a dejarse acompañar por esta. Es otoño por fin.

https://es.wikiloc.com/rutas-senderismo/mirador-alto-de-la-varga-pena-miranda-la-lastra-150165830



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