Un cuento ancestral de rabiosa actualidad
El presente obliga a los cuerdos a dejar de lado el pasado, relegando en algún rincón de la mente las historias vividas que a menudo afloran durante el duerme-vela previo a los sueños. Días en los que quizá un recuerdo evoca sentimientos de nostalgia que, al recostar la cabeza para dejarse llevar por los espectros de la noche, te sumergen en tu propia historia narrada en tercera persona. Esta es la historia de Mac, mi historia.
- ¡Un oso, ese ha sido el causante!-
- ¡Un lobo solitario, yo lo he visto por aquí alguna vez, mientras
corría ahuyentado por la guardia que de noche patrulla!-
No muy lejos, a un par de kilómetros del
poblado, el cadáver de uno de sus jóvenes habitantes ha aparecido parcialmente
devorado, tendido en una vaguada verde flanqueada por blanca caliza.
En el poblado se reúnen todos los
habitantes a fin de debatir sobre la seguridad del cercado. Nadie había visto
salir del pueblo al joven Cris, ayer fue un día claro y la noche invitaba a la
contemplación desde las vecinas cumbres.
-Lo he dicho y
vuelvo a repetirlo- inicia Capi, el más viejo y por su experiencia, sabio de
los que aquí habitan –Estos días son muy peligrosos, el anochecer saca de su
guarida a las bestias que pugnan por un alimento fácil, y nosotros se lo
estamos poniendo en bandeja. ¿No vinieron nuestros custodios para protegernos
del temible bocado del bosque? Facilitemos un poco su trabajo, pero no por
ellos, es nuestra vida la que está en juego-.
Desde
mucho antes de que Capi naciese, este pequeño poblado, rodeado de bosques y
esbeltas cimas, ha visto como año tras año el bosque se llevaba a alguno de sus
habitantes. Misteriosas desapariciones, hallazgos macabros cuando salen por el
entorno…Un caro tributo a pagar por satisfacer la necesidad de una vida colmada
de comodidades, próspera en alimento y de inusitada libertad. Aquí las tierras
son fértiles y, con las apropiadas medidas de seguridad que vienen impuestas
por parte de los gobernantes de la comarca, la vida discurre en paz y relativa concordia.
Sólo aquéllos que saltan el endeble cerco nocturno para solazarse en los alpinos
prados ven peligrar su vida: la sombra de dos enormes depredadores en pugna por
el territorio se cierne sobre quienes no aceptan las normas establecidas de
toque de queda nocturno.
-Hay que dar aviso a las autoridades, esto
no puede quedar sin castigo- Clama el resto de los guardias mientras Mac, un
veterano guardia, examina en silencio los rastros dejados por el abyecto
asesino.
No pasa mucho tiempo antes de que uno de
los compañeros llegue al lugar, bastante alborotado y nervioso, acompañado del
mandatario supremo. Nadie dice nada mientras examina los restos, todos se
muestran expectantes. Observa desde la altura el cadáver y sin articular
palabra alguna, él mismo recoge los despojos y los traslada en su furgón. Mac,
a una cierta distancia, observa los devaneos de la autoridad; siempre ha
recelado de los mandatarios, quienes quizás sabedores de eso le han ido
relegando a puestos en los que nadie quiere estar, pese a que sea ahí, al lado
de los habitantes del pueblo, donde siempre ha querido quedarse. Fiel cumplidor
de las normas, pero alejado de las sumisiones, ha pasado desapercibido para
quienes ostentan la capacidad de sacarlo de sus solitarias guardias en los
fríos campos del cercado.
Tras el silencio, vuelven los rumores, los
lugareños se hacen preguntas mientras realizan sus labores cotidianas sintiendo
el nerviosismo de la guardia, que hoy de nuevo vuelve a percibir el gélido aliento de la
muerte. Todos menos Mac, que ha seguido con cautela el rastro del joven finado,
adentrándose tras las huellas a través del
bosque espeso del noreste.
La jornada discurre tranquila hasta la hora
del toque de queda, cuando todo el pueblo se encierra hasta el amanecer del
nuevo día.
Esa tarde las autoridades de varias
comarcas se reúnen en la casa. El pueblo, aglutinado a las puertas del
consistorio, observa cómo los nervios y el alcohol embravecen a los allí
congregados; en base a los gestos que perciben a través de una de las ventanas
entreabiertas, no les cabe duda de que esa muerte va a ser vengada. Al poco rato,
en dos vehículos todoterreno, salen armados hacia los montes.
Mac mientras tanto continúa en el bosque.
Un rastro le ha llevado hasta una roca que, a modo de cueva, parece clavada en
la ladera al abrigo de la hojarasca, sujeta por infinidad de entrelazadas
raíces. Ha tardado varias horas, pero parece haber encontrado la guarida de uno
de los demonios del bosque. Aguarda escondido a que haga aparición la bestia
que ahí se oculta, pero pasan las horas y no se deja ver. Es testigo sin
embargo de las andanzas del lirón gris, de la esbelta comadreja moviéndose
nerviosa tras los ratoncillos que resuenan bajo la hojarasca de pretéritos
otoños y del silencioso vuelo de alguna de las aves nocturnas que no dudan en vigilarle
desde la espesura hasta que un nuevo amanecer despunta y Mac, a la carrera,
vuelve a sus obligaciones como simple guarda de la ciudad que le cobija. Los
habitantes ya se han levantado cuando Mac llega a sus dominios dando comienzo a
su jornada.
En la casa, la noche ha sido larga y, bien
entrada la madrugada, regresaron los alguaciles cabizbajos y con las escopetas
acunadas sin sacar de sus fundas.
Capi, a la cabeza del pueblo, mantiene la
vista puesta en Mac. Ha sido el único que se apercibió de cómo se alejaba antes
de atardecer, y el único que le ha visto retornar tras el alba. Nunca han
hablado, la relación con los guardias se basa en meras señales y órdenes que se
obedecen sin más. Pero Capi ve algo que le gusta de Mac, ve una mirada
inquisitiva, inquieta pero que trasmite sosiego… hasta que de pronto agacha la
cabeza para entornar los ojos, ahí aprecia una mirada cansada de muchas noches
de espera y vigilancia, una mirada nostálgica, triste quizás. La noche fue muy
larga para el viejo guardia y esta noche le espera sin duda otra vigilancia, no
se conforma nunca con lo que otros ven, sino que da rienda a sus conocimientos
y experiencia para formarse una opinión.
De nuevo Mac viaja al atardecer hacia el
lugar del crimen, se descuelga con agilidad hasta la vaguada en la que apareció
el infortunado Cris y busca más indicios que le puedan conducir hasta el autor.
Aquí los rastros son más claros, pero también confusos; si el de ayer le
condujo hasta el bosque donde se ocultó junto a la guarida del posible autor,
hoy otro rastro le lleva hacia el otro lado, a encaramarse hasta las cumbres
para, tras largo recorrido y un sin fin de desvíos, llegar a una pequeña gruta
en la ladera oculta por ramajes y escobas, desde la que se domina el valle a la
perfección. También está deshabitada, pero hay indicios de ser frecuentada a
menudo por su morador. La noche se cierne de nuevo en las cumbres y el celoso cárabo,
desde su rama en un vetusto roble, vigila al guardián que descansa apostado a
escasos metros de la nueva guarida.
-¿Hay entonces dos asesinos? ¡Qué muerte tan atroz revelan los rastros, siendo
presa de dos feroces mastodontes pugnando por una suculenta ración extraída de
tus entrañas, víctima de la salvaje naturaleza a la que admiras!- No se pudo
quitar esa noche la atroz visión de un mundo injusto, cruel e inhumano, donde
la propia naturaleza impone normas sanguinarias.
Mientras, en el pueblo, los vehículos todoterreno
han vuelto a salir. Desde su privilegiada situación, Mac puede ver sus luces
aparecer y desaparecer a través de las irregularidades del terreno. Oculto tras
los setos de la media montaña del norte, ve salir de los coches a sus jefes,
armados con escopeta y linterna para, separados unos metros unos de otros,
recorrer ladera arriba las estribaciones de un monte cercano. Escucha de vez en
cuando algún que otro disparo y tras él, en ocasiones, la agonía de un infausto
habitante de la montaña sorprendido por el infame fuego y las linternas.
De nuevo el amanecer y las carreras hacia
su hogar para ganarse el sustento cumpliendo con su original cometido. Capi,
sabedor de las excursiones del veterano guardia, permanece atento a sus
devaneos. Hoy se le ve más pensativo aún y apenas le sorprende dando alguna
cabezada.
La noche vuelve a la comarca y hoy hay un
poco de excitación: uno de los guardias ha percibido una sombra vigilante y,
tras dar sonoro aviso a sus compañeros, ha salido tras los pasos del huidizo
enemigo. Tras ellos, de la casa han salido varios de los gobernantes con sus
armas, perdiéndose en la inmensidad del bosque para fundirse entre la delicada
calígine que hoy protege a sus moradores. Hoy el atardecer nos deja borrones
en la noche, la niebla da cobijo a las sombras y alimenta nuestros miedos. Todo
es lúgubre en el cercano robledal donde el ulular de las aves nocturnas impone
una nota aún más fúnebre y sombría. Mac, que ha permanecido con sus conciudadanos, no
deja de mirar hacia el arbolado, pero no por el que desaparecieron sus colegas,
sino hacia la otra ladera, donde el hayedo impone sus reglas. Cada sonido es
una cuchillada en el corazón, pero el frío guardián, impasible, mantiene
fija su vista que parece atravesar la floresta para posarse quién sabe dónde.
Hoy nadie duerme, todos continúan reunidos nerviosos, con la vista puesta en cada
rincón del poblado, pero Capi no deja de mirar a Mac. Su experiencia le
dice que el peligro vendrá cuando éste muestre sus armas, por eso no deja de
vigilarle. Las peculiares habilidades del veterano guardia le alertarán del peligro
antes de que él mismo, si estuviese vigilando el entorno, se percatase del
mismo.
Entrada la noche vuelve la partida de caza llorando
una baja en sus filas. Un infortunado disparo, fruto del nerviosismo, ha
terminado con la vida de uno de los guardias. Con el corazón deshecho, nadie
suelta una palabra de lo sucedido, tan solo ha vuelto el silencio y el pueblo
se esconde tras él.
Esta mañana Mac no estaba cuando el pueblo ha salido a
laborar, Capi sabe que había ido tras el rastro de lo que él creyó haber vislumbrado
durante la noche.
En esta ocasión no tardó en encontrar la
guarida. De nuevo un encame entre rocas y raíces que sin duda había sido usado
esa noche. De ahí partía un rastro hacia un valle contiguo en el que se
asentaba otro pequeño poblado. Desde su posición veía como los habitantes del
lugar campaban a sus anchas sin apenas protección, como si no supieran de la
existencia de las feroces bestias que los acechaban.
Volvió de nuevo hacia la vaguada del crimen
y pensó en seguir esta vez las huellas del infortunado Cris. Desde el lugar
donde había yacido el cadáver no había huella que mostrara cómo pudo llegar
hasta allí, parecía haber aparecido de repente en el escenario, como si alguien
lo hubiera puesto en aquel lugar. Miró hacia arriba. Todo lo que rodeaba el entorno
era escarpada y vertical caliza. En un esfuerzo digno de epopeyas alpinas del
siglo XIX, Mac coronó la cumbre que se precipitaba en vertical hacia la
vaguada. Allí, casi inapreciables por los días transcurridos, observó huellas
que parecían de Cris. La roca, pulida por el clima, tenía arañazos de lo que se
suponía pudo ser una feroz lucha contra la gravedad. Varias matas de té del puerto estaban arrancadas, como si se hubiera estado descolgando para alcanzarlas desde el borde mismo de la blanca roca. ¿Asesinato o desafortunado
accidente?
Mac decidió pasar esa noche a la
intemperie, tenía mucho en qué pensar y el mejor lugar para ello es el silencio
que reina sobre el bosque, lejos de las bravatas airadas contra la montaña que
partían desde el pueblo, recostado bajo una luna que inundaba de luz cada recodo, aunque
provocando siniestras sombras allá por donde fijase su mirada. Desde la cumbre
podía ver ambos valles; vio nuevamente partir desde su aldea a los coches y detenerse para
batir monte arriba toda la espesura; en el valle contiguo, aquel que pudo divisar el día anterior y que
tanto le sorprendió por su sobriedad y compostura, observó cómo los propios
gobernantes protegían a sus habitantes cerrando tras de sí las enormes puertas de
una muralla que impedía el paso de cualquier bestia que anhelase la sangre de
los débiles e indefensos habitantes de esa urbe.
La claridad lunar permitía ver cada rincón
del monte y las sombras se alargaban a medida que transcurrían las horas. Un
crujido de ramas hizo girar la cabeza a Mac para ver, escasos metros tras él, una enorme
figura rugiente. El fuego silvestre de su mirada le atenazó por un instante, le
hizo comprender que la naturaleza, aunque bella, no es amable. Se trataba de un gran lobo macho que, con el morro
arrugado, parecía pedir explicaciones sobre la vigilancia a la que se le estaba
sometiendo. Sin duda una vigilancia a la que la propia bestia salvaje había sometido al veterano guardia sin que éste se percatase, hasta que quizás un involuntario gesto o un movimiento
le hizo alarmarse y salir de su escondrijo para defender aquello que le es
propio, su territorio. Mac mostró sus armas. Un ancestral respeto entre ambos seres vivos mantuvo
la cuerda tensa en la distancia durante los segundos que duró la pugna
psicológica. El feroz gruñido y la enorme silueta del lobo con sus pelos
erizados helaría la sangre a cualquiera que se cruzase con él, pero Mac,
veterano ya en esas lides, aunque conocedor de su debilidad ante tan fabuloso
animal salvaje, sabía que no podía huir, ese comportamiento alimentaría el instinto predatorio del salvaje cánido y no tardaría en darle caza, la opción de mantener su firmeza era crucial
para un óptimo final de la pugna, que si derivase en confrontación al menos contaba con alguna protección en su uniforme, su propia corpulencia y otras características evolutivas que le ayudarían si el
contacto se produjera. Los segundos se hacían eternos y ninguno de los
contendientes parecía querer soltar la cuerda que mantenía la tensa distancia en esa
lucha psicológica: un análisis en el que cada cual evaluaba la fortaleza del
contrario. Súbitamente, un disparó rompió la invisible cuerda. El feroz
habitante del bosque desapareció entre la espesura y Mac, agazapándose contra
el suelo, fijó la mirada en el collado donde observó otro enorme animal
perseguido por una decena de luces y alguna que otra brillante fumarada precedida
de detonaciones. Vio también otras pequeñas luces en la dirección hacia la que
corría el gran depredador de las montañas, sin duda de los cigarrillos que
mantenían en sus bocas quienes aguardaban con los rifles su llegada. Una
encerrona bien orquestada.
Sin duda el fulgor de la luna llena mostró
a los rencorosos dignatarios la guarida del enorme oso quienes, tras
sorprenderlo encamado, le hicieron huir sin lograr darle alcance con sus disparos; huida que, involuntariamente, le conducía directamente hacia la trampa que le aguardaba en la ladera hacia la que
corría. Mac galopó como nunca. Estaba siendo testigo de la ejecución de un
juicio sumarial en el que el acusado ya sólo tenía la opción de sus piernas
como defensa.
Un accidente!! Gritaba mientras corría
hacia las luces. No tenía tiempo para explicar que un desafortunado traspié dio
al traste con la plácida vida del joven Cris, que en su lecho mortal sirvió de
alimento a los grandes depredadores que habitan la montaña, junto con otros
habitantes más modestos que no fueron tenidos en cuenta cuando los rastros
de lobo y oso se hicieron patentes. Una
comida fácil que les podía costar muy cara, pero en la vida salvaje de nuestras
montañas no se puede desperdiciar alimento, esa proteína es un día más de vida.
Cualquier escusa es buena para
erradicar del lugar todo aquello que provoca una cierta incomodidad al hombre
que allí habita. A nadie le interesa la verdad pues, qué mejor justificación a
ojos de la sociedad que la imagen de una muerte cruel e inhumana, y culpar de
ella a la naturaleza, al salvaje envite de su esencia encarnada en sus dos
máximos exponentes del reino animal en nuestro territorio.
Los ladridos de Mac alertaron al viejo oso
que reculó en su huida para, en un súbito cambio de dirección, poner tierra de
por medio, alejándose de las escopetas que le acechaban. El descontento entre
los cazadores era evidente y fueron a cargar contra el voluntarioso Mac. Nadie
parecía entenderle ni querer escucharle. En cada acercamiento a sus amos era
apaleado y vociferado. Sus propios dueños, aquéllos que le echaban de comer y
le procuraron cobijo durante tantos años, no confiaban en su experiencia como
guardián del rebaño. Dolorido por los fuertes golpes con lustrosas varas, Mac
pareció rendirse cuando una de las escopetas apuntó hacia él que, cabizbajo y
desolado, empapaba con su sangre la hojarasca que un vetusto roble solitario
desvistió de sus ramas el anterior otoño.
En ocasiones la montaña se erige como valedor
de quien la protege. Un fuerte crujido de ramas
a escasos metros volvió el cañón de la escopeta hacia la dirección
contraria en la que se encontraba Mac. Abrió por un momento los ojos mientras yacía exhausto a la espera de su fin
para ver cómo el feroz lobo que anteriormente pugnó con él en la desolada cima,
corría haciéndose ver para las escopetas, zigzagueando ladera abajo. Todos los
hombres sin excepción fueron tras él, sobraban ya las linternas, ahora mandaban
las escopetas. Mac vio desaparecer en el bosque a todas las siluetas mientras
se levantaba pesadamente y se encaminaba hacia… ¿Hacia donde?... Lejos, lo más
lejos posible.
En la granja, Capi, la veterana cabra, ya
sabía que no volvería a ver a su fabuloso e inquieto guardián. El cercado era
un rumor de balidos a los que Capi no contestaba. Sabía que algo había ocurrido
y que la verdad, como siempre, se quedaría enterrada en la montaña. Aquella
noche llegaron todos airados, golpeando a todo aquel que se les pusiera en su
camino. Nadie supo más de Mac, que quedó como un espíritu en las montañas.
Poco después, una pequeña explotación de cabras de un recóndito valle conoció a un nuevo guardia. El pastor me encontró a mí, un ya debilitado mastín, deambulando por las vaguadas, malherido y hambriento. Me proporcionó todo lo que precisaba para recuperarme y en pocos días, volví a campar por un verde prado rodeado de un coqueto rebaño de cabras y ovejas. Las noches aquí las paso guarecido lejos de los fríos del invierno y el trabajo consiste en velar por un orden fácil de guardar, siempre contando con la ayuda del pastor con quien ahora convivo.
Pasó un tiempo antes de percibir de nuevo
el rastro de las andanzas de los temibles habitantes de la montaña. Desde aquel
día no supe más de ellos, nunca pude conocer el desenlace de aquella lid entre
hombre y bestia, me fue imposible saber si la intransigencia humana había truncado
finalmente la luz de aquéllos ojos y ese aliento de la montaña que tan cerca
llegué a percibir aquella noche.
Una cálida noche primaveral, ya con el
verano en ciernes, mientras contemplaba atardecer junto al cercado, advertí la
silueta de un lobo recortarse en la colina. Era él sin duda. Se detuvo a
olisquear y marcó el territorio mirando de reojo hacia el valle para seguir vagando
como un proscrito por los bosques y vaguadas de sus montañas. Corrí hacia él,
pero al llegar arriba no había más que el reciente rastro de sus andanzas.
Mejor así, la naturaleza no actúa conforme a los criterios nuestros y un lobo
siempre será un lobo aunque en frente tenga a su domesticado hermano. No muy lejos
de allí, un oso se alimentaba con los frutos primaverales del cerezo. Se detuvo
al verme y permanecimos un rato mirándonos en la distancia hasta que continuó
con su labor tratando de trepar por las ramas del ya desmochado cerezo. Esa noche
quise descansar bajo la luna llena, admirar el bosque sin el grito vengativo
del hombre, dominar con mi mirada los valles y recordar, sólo recordar hasta
que la nostalgia cerrase mis párpados y la montaña me cubriese con su cálido abrazo antes de vagabundear en sueños con las salvajes bestias que recorren estos
territorios, bestias simplemente por haber nacido libres y seguir las normas
que rigen en los pocos recodos del planeta donde aún manda la naturaleza
salvaje.
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