Divagaciones espesas sobre el mito del buen salvaje

 

 

   Jean Dorst ya adelanta en su prólogo al libro “Antes que la naturaleza muera” que: “( … )El estudio de los males que actualmente sufrimos y el análisis detallado de sus causas nos demuestran que el hombre ha infringido gravemente determinadas leyes naturales. Todos sus actos han tendido a simplificar los ecosistemas, a canalizar sus producciones en un sentido estrictamente antrópico y a reducir, a menudo, la velocidad del ciclo de conversión de las substancias orgánicas”. A renglón seguido explica que el hombre no puede  ser un elemento más de la naturaleza desde que con su intelecto franqueó cierto umbral de civilización (aludiendo al cambio de cazador/recolector a pastor/cultivador). “La tierra – dice Dorst --  en su estado original, no se halla adaptada a la expansión de nuestra especie, pues ésta, para realizar su propio destino, se ve obligada a violentarla”. Apunta al hecho de que el simple mantenimiento de nuestra alimentación y otras necesidades elementales, exige una transformación profunda  de algunos hábitats con el fin de aumentar el espacio para una productividad directa o indirectamente utilizable en nuestro beneficio. Se  alude en el libro a esta frase del profesor Emberger que no puedo dejar de mencionar: “El hombre, al estar dotado de una inteligencia libre, se ha convertido en un falsificador de la naturaleza, en un agente del desorden…”

    Estas actitudes referidas del ser humano hacia la naturaleza no implican, según él mismo indica, que se vea obligatoriamente abocado a hacerlo; ahí es donde yo aludo a esa supuesta inteligencia que, si bien nos ha convertido en aquellos agentes del desorden a los que apunta Emberger, esa misma evolución de nuestros conocimientos nos implica a ser conscientes del problema que causa el empobrecimiento natural ocasionado y nos puede ayudar a encontrar soluciones  antes de provocar la “ruina total e irremediable de casi todas las especies animales y vegetales”, provocando finalmente, perturbaciones en los sistemas terrestres de los que depende nuestra propia supervivencia.

    Somos proclives a culpar de todos los males sufridos por el medio natural a la forma de comportarnos con el planeta desde la revolución industrial, sin mirar atrás en el tiempo, y en parte no nos equivocamos al hacerlo. Nos imaginamos siempre al “buen salvaje” de Rousseau como alguien puro a quien no le aquejaban los males que hoy consideramos propios de la civilización; alguien carente de codicia o ambiciones más propias del medio urbano occidental que de su particular Arcadia, que le hicieran abrigar conductas violentas. Todo esto proviene en gran medida de la leyenda negra española, que en el resto de Europa hizo que se viera a los originarios habitantes de las recién descubiertas américas como cándidos y bondadosos, mientras que al “civilizado” español se le consideraba sanguinario o torturador, circunstancia esta que aún pervive en el imaginario de ciertas ideologías y que, obviamente, no se corresponde con la realidad, máxime al pretender juzgar con las ideas de hoy día los hechos acaecidos hace 500 años. En lugar de la candidez del llamado por Rousseau “buen salvaje”, al final parece haberse demostrado que “homo homini lupus” que significa: “el hombre es un lobo para el hombre” (como siempre el lobo es asociado a malo), tal y como hipotetizaba Thomas Hobbes en el siglo XVII refiriéndose a que el hombre es el peor enemigo de sus semejantes por su origen violento o egoista. Esos “candorosos” seres humanos supuestamente inocentes, finalmente mostraron que la violencia era inherente a sus primitivas sociedades, donde el asesinato, las violaciones o el exterminio de las tribus vecinas era la tónica habitual en el día a día de cualquier lugar del planeta, ya estuviera occidentalizado o no. Tales abusos hacia individuos de su propia especie nos aseguran prácticamente que el trato que se brindaba a quienes no fueran de su especie, así como hacia la propia naturaleza, no sería más compasivo. El mito del buen salvaje está prácticamente desmentido en virtud de estudios de diversos autores con la refutación de las presunciones que suscribían aquéllos que lo idealizaban. Lógicamente, y volviendo al medio natural más estricto, el deterioro planetario a partir de la mecanización ha sido salvaje y la actual civilización nos ha desvinculado de tal manera del planeta que nos cobija, que prácticamente pensamos que podemos sobrevivir sin el sustento que nos da. ¿Nos encontramos más cerca de Medea que de Gaia? El mecanismo que permite un desarrollo de la especie de manera egoísta, sin respeto al medio, llevaría, según la hipótesis de Medea de Peter Ward, a la destrucción de la vida. Creemos habernos independizado de la Tierra, pero no nos damos cuenta de que sin ese equilibrio que durante millones de años nuestro planeta fue construyendo, el ser humano jamás hubiera evolucionado a lo que hoy somos en virtud de la ya conocida selección natural, es más, ni siquiera hubiéramos existido. De ahí la teoría de la vida que crea vida y que la propia biosfera se autorregula para mantener esa vida como predica la teoría de Gaia. Sea Medea o Gaia quien regule el planeta, en nosotros como gran agente perturbador está la llave de que la vida continúe existiendo tal y como la conocemos.  

    Esa mayoría de personas totalmente desvinculadas de la naturaleza son ya incapaces, por puro desconocimiento, de entender los procesos naturales, ya que ni siquiera han podido ser testigos de lo que es la naturaleza fuera de los muros con los que el ser humano parece querer protegerse de ella. Por cada desequilibrio que provocamos, el planeta tiene que reinventarse para retomar de nuevo su propia homeostasis, gracias a la cual nos mantenemos. Hay una paradoja curiosa de que en Europa, donde más tiempo lleva el ser humano destrozando el medio en el que vive para adaptarlo a sus fines y seguramente donde menos espacio hay para la propia naturaleza, la fauna se ha ido manteniendo, mientras que en lugares como América, la llegada de los europeos, pese a cometer las mismas atrocidades, ha terminado con mayor número de especies que aún pervivían. El por qué es simplemente una cuestión de tiempo y adaptación: la fauna salvaje europea ha convivido tanto tiempo con el ser humano, que se ha ido adaptando a convivir con nuestras alteraciones, mientras que en lugares como Norteamérica, la rápida expansión hizo que la fauna autóctona no tuviera tiempo de habituarse y protegerse contra la especie invasora que les acechaba, desapareciendo en muchos casos de manera irremediable y rápida. Lo que no podemos controlar es el punto donde ese desequilibrio ya no tendrá arreglo. Tratar de mostrar al ser humano que nuestro planeta es algo tangible más allá del universo local del bar de la esquina donde tomamos café por la mañana para leer las noticias sobre las aberraciones políticas que acontecen en nuestro país, es crucial para hacer entender a la humanidad que somos parte de algo diferente a lo que estamos acostumbrados a ver. Por eso también soy crítico con quienes tratan de mantener alejado al hombre del medio natural (al que ciertamente degrada con su simple presencia en el mismo): la única manera de hacerle comprender la realidad del problema que nos aqueja es conociendo lo que normalmente no puede ver, descubriendo los bosques, la fauna silvestre, los ríos… Ese creciente interés que hoy existe por encontrarse con la naturaleza olvidada, no se debe de prohibir, como muchos persiguen, en pos de una naturaleza prístina alejada del ser humano; ese interés obedece quizás a uno aún mayor: a que el ser humano se percate de que no es ajeno al medio y, conociéndolo, trate de conservarlo. Bien sabido es el efecto beneficioso que cualquier paisaje natural causa en nosotros Prohibiendo su libre acceso sólo lograremos que el centro comercial esté más lleno y que, quienes optarían por la salida hacia la naturaleza, se encierren de nuevo en el bucle urbano que les conducirá a la ruina moral que hoy tenemos, donde se conoce mejor a la fauna africana de los documentales de la televisión que a la propia fauna que convive junto a nosotros y de la que disfrutaríamos tan solo con levantar la cabeza de nuestro teléfono móvil. Lo que hay que hacer es proponer mayor cantidad de espacios naturales donde dispersar a esas masas que anhelan encontrarse con el medio natural y buscar una gran conectividad entre esos diferentes espacios naturales que favorezcan los movimientos de la fauna autóctona y su dispersión.

    ¿Desde cuándo el ser humano está en contra de la naturaleza? Nos podríamos ir a los filósofos como Descartes, que defendía el hecho de que el ser humano era el dueño y señor de la Naturaleza, considerando a los animales en su discurso del método como máquinas indignas de nuestra simpatía, o a autores como Immanuel Kant, considerado como uno de los pensadores más influyentes de la filosofía universal, quien no le iba a la zaga cuando decía que: “el hombre sólo tiene deberes para consigo mismo”. Para conocer el pensamiento que existía sobre el mundo que nos rodea,  pero yendo mucho  más atrás en el tiempo, nos encontramos hoy día con un reciente estudio de un equipo de investigación dirigido por  Ondrej Mottl y Suzette G. A. Flantua de la Universidad de Bergen en Noruega, donde se explica que la vegetación del planeta empezó a cambiar drásticamente hace entre 4600 y 2900 años y es probable que la causa primaria fuera la actividad humana: la agricultura, la deforestación y el uso del fuego para despejar paisajes, datos que recoge en un artículo para National Geographic en 2021 el autor Glenn Hodges. En el mismo artículo, expone aludiendo al estudio de los noruegos, que los cambios en el paisaje del último siglo o dos, por drásticos que fueran, parecen ser las continuaciones de unas tendencias que se formaron a lo largo de miles de años. El cambio en la vegetación a lo largo de los últimos milenios rivaliza con los cambios de vegetación que ocurrieron cuando la última glaciación dio lugar a un planeta en calentamiento hace entre 16 000 y 10 000 años. Fue entonces cuando los mantos de hielo y los glaciares que cubrían gran parte del hemisferio norte retrocedieron, cuando los paisajes helados dieron paso a bosques, tundra y pastizales, y cuando un incremento de la temperatura global de 6 grados Celsius provocó cambios en los regímenes de plantas en todo el planeta. Uno de los grandes problemas de África, la degradación de los suelos, proviene de esos usos con quemas que convirtieron el territorio en sabanas. El ilustre antropólogo y africanista español Julio Cola Alberich, destacaba esta problemática aludiendo al uso del fuego y a no dejar regenerarse con los tiempos que precisan los suelos, como el inconveniente por el cual sufría África a mediados del siglo XX y que hoy aún se ha agravado más debido a la superpoblación por causa de una natalidad descontrolada que ya se atisbaba en esa época:  En estas comarcas los suelos son pobres en bases y en humus, y el indígena practica el nomadismo agrícola. Destruye una zona de la vegetación primitiva, la cultiva un lapso de tiempo más o menos largo, abandonándola después y marchando a destruir otro lugar. Es el llamado cultivo itinerante. El terreno abandonado se cubre de una vegetación ruderal herbácea a la que sigue el matorral secundario que tiende a evolucionar progresiva y lentamente hacia la reconstitución de la vegetación primitiva. En la región forestal son necesarias decenas de años para reconstituir un bosque alto más o menos similar al primitivo. Pero si durante el transcurso de esta evolución se practican nuevas roturaciones o si actúan los fuegos, cesa la evolución. En determinados casos la repetición de las roturaciones y de los fuegos tiene por consecuencia la instalación de la sabana que la degradación del suelo puede tornar definitiva”.  Esa roturación por parte del hombre de la cubierta arborescente, modifica el microclima local tal y como señala el autor mencionado. Imaginemos si esas roturaciones que modifican microclimas, se produjeran a escala planetaria, como ha ido sucediendo. Ya no hablaríamos de microclimas locales.

    No es mi ánimo juzgar a quien en épocas pretéritas, con los conocimientos que existían, actuaba de esa forma. Como apunté en otro post, la verdad es tal hasta que los avances científicos y culturales la desmienten y muestran otra verdad a veces opuesta, pero más acorde a la propia evolución del conocimiento. Actualmente aún se observan esas prácticas nocivas en muchos lugares del planeta, sin ir más lejos en nuestro propio país, alentadas incluso por ciertos grupos de presión y partidos políticos.

    Cuando en la en la III Asamblea General de la Unión Internacional para la Protección de la Naturaleza, reunida en Caracas en septiembre de 1952 se estudió, como uno de los temas: «el problema de los fuegos», se llegó, no sin controversias entre los detractores absolutos de esa práctica y quienes no la consideraban tan nociva, a varias resoluciones que considero muy interesantes exponer:

    -- Resolución 9: Se recomienda a los Gobiernos de los países interesados como medida transitoria, esperando encontrar la solución definitiva del problema económico y social que implica la agricultura primitiva seminómada y la ganadería rutinaria extensiva, estudiar la manera de adoptar métodos racionales que permitan la subsistencia de los que viven de tales explotaciones sin que recurran a la funesta práctica de los fuegos.

    -- Resolución 10: Se recomienda a los Gobiernos de los países interesados incluir en su programa educativo de extensión agrícola la demostración de los perjuicios causados por los fuegos, así como la divulgación de los métodos agronómicos por los cuales se llegará a la eliminación de los fuegos.

    -- Resolución 11: Se recomienda a los Gobiernos de los países interesados que los principios fundamentales de estas recomendaciones sean incorporados a la legislación de cada país sobre la conservación de los recursos renovables según las características y modalidades del problema en los países respectivos.» (Datos extraídos del escrito sobre la destrucción de los suelos del África negra: sus consecuencias económico sociales. Julio Cola Alberich (profesor, antropólogo y etnólogo africanista del siglo XX).

    Cuando los conocimientos y la experiencia te dictan lo que se debe hacer, y se le da la espalda con el fin de favorecer el más inmediato recurso económico para sacar mayor provecho rechazando lo que ya a mediados del siglo XX se apuntaba como un problema de gran magnitud, revela que hoy en día no hemos avanzado nada y aún nos movemos en terrenos pantanosos en cuanto a la concepción del medio natural y por extensión, de nuestro propio planeta. Crear un conflicto social entre lo que dicta la razón y lo que dicta la tradición no es la manera de solventar nada. La tradición es ley hasta que el conocimiento la desmiente. El uso del fuego en la actualidad de nuestro País sigue siendo protagonista por desgracia y es la causa de la devastación de muchos territorios.

    Dorst apunta de nuevo a que “el hombre primitivo, sin duda, no tenía, ni con mucho, la energía mecánica suficiente para que su impacto sobre la naturaleza sobrepasase ciertos límites estrechamente circunscritos. Sin embargo, entre aquel cultivador neolítico que abría un claro en el bosque y roturaba su suelo y el hombre del año 2.000 (recordemos que esto lo escribió en 1.965), que a fuerza de explosiones atómicas logrará desplazar las montañas y cambiar el curso de los ríos obligándoles a irrigar los desiertos, no existe más que una diferencia de grado” diferencia que pone de manifiesto, sin duda, la rapidez de las transformaciones debidas al hombre, que determinan la brutalidad de nuestro impacto actual en la Naturaleza.

    Las sociedades primitivas destruyeron determinados hábitats y provocaron la desaparición de algunos animales. Dorst, aludiendo al botánico francés Aubreville, relata: “si bien es cierto que la ocupación europea y la entrada del continente negro en el ciclo de la producción mundial aceleraron la destrucción de la vegetación africana y muy especialmente en las zonas de selva húmeda, en cambio, la cubierta vegetal de tipo cerrado que antiguamente recubría por completo el continente (salvo excepciones debidas a condiciones edáficas) sufrió profundas degradaciones desde los tiempos prehistóricos” André Aubreville relataba que África estaba inicialmente cubierta de densos bosques de tipo húmedo con clima lluvioso, de tipo semiseco y seco; la sabana con vegetación arbórea sólo existía en zonas predesérticas, limitada a una reducida superficie. Las brechas, en forma de claros, abiertas en las selvas húmedas resistentes al fuego acentuaron la regresión de las masas forestales y el proceso de sabanización. Lo sucedido en África demuestra que el hombre primitivo, sin acceso a medios técnicos, dejó profundas huellas en todo un continente. Madagascar es otra de las islas que antes de la llegada de los europeos, estaba entre las zonas más devastadas del planeta. Habla también Dorst de Asia y sus cultivos itinerantes, que provocaron la roturación de inmensas masas de bosques primitivos; de Filipinas y, como no, del más conocido imperio Maya, civilización próspera desaparecida por la desaparición de los bosques debida a los fuegos y cultivos itinerantes. Por todo esto el autor manifiesta: “Por lo que respecta a la conservación de la Naturaleza o a un determinado equilibrio entre el hombre y los ambientes naturales, es evidente que “el buen salvaje” al estilo de Jean Jaques Rousseau no existe, sino muy aisladamente”.

    El hecho de hacerlo para favorecer su propia supervivencia es algo del todo comprensible y la poca densidad de población no causaba los estragos que hoy día, con unos 8.000 millones de habitantes en el planeta, estamos ocasionando. La cuenca mediterránea, el sudeste asiático y ciertas partes del llamado “nuevo mundo” (allá donde hubo grandes civilizaciones) fueron los primeros lugares donde la transformación del medio se hizo más patente. Que sigamos con estas prácticas hoy en día, con los conocimientos que tenemos, no tiene sentido.

    James Lovelock se refiere también a esto aludiendo al pensamiento (yo diría que casi dominante) de los “representantes más ingenuos de la intelectualidad urbana”, que hablan de los “primeros humanos como seres que vivían en armonía con la Naturaleza” Para ellos, dice Lovelock “el mundo moderno es más inteligente, pero también más nocivo, y consideran estos estilos de vida más simples como los naturales y buenos. Pero se equivocan. No debemos pensar en los primeros humanos como mejores o peores que nosotros; de hecho es muy probable que nos diferenciemos muy poco en realidad”. Alude como ejemplo a cómo los aborígenes australianos, descendientes de los primeros humanos que emigraron cuando el nivel del mar era mucho más bajo que el actual y no suponía un viaje complicado, destruyeron los bosques australianos de manera muy probable a como lo harían las motosierras actualmente, simplemente con el desbroce y abriendo claros mediante el uso del fuego.

    Volviendo de nuevo al suelo de África, apunta Dorst en el episodio de su aludido libro dedicado a ese continente, que presentaba signos de graves degradaciones. “A la llegada de los europeos –escribe—el continente negro distaba mucho de encontrarse “virgen”; en su seno llevaba impresas ya las huellas profundas de la acción humana y, es probable que a excepción de las regiones húmedas, los hábitats hubieran sido modificados por la práctica de los incendios de malezas y los cultivos itinerantes”.

    Con esto no trato de exculpar al hombre moderno culpabilizando al pretérito habitante, pues hoy día nuestra forma de comportarnos con el medio es peor aún, habida cuenta de nuestros conocimientos; simplemente quiero apuntar que nuestro comportamiento se basa en ancestrales prácticas que modificaron el planeta, aunque lo hicieron de manera casi marginal debido al número escaso de pobladores humanos que había, ya hemos visto que con consecuencias. Hoy en día, nuestra superpoblación se suma a los adelantos técnicos habidos a partir de la era industrial, haciendo que esos cambios sean monstruosos y lleguen incluso a afectar de manera directa al clima de todo el planeta, y a provocar la crisis de biodiversidad en la que estamos inmersos. “A nosotros nos corresponde elegir lo que en realidad deseamos ser: seres humanos dotados de razón, que limitan su expansión a los medios de subsistencia, o criaturas en plena proliferación, degradadoras, por tanto, de su hábitat” (Jean Dorst, Avant que nature meure, 1965). Hasta ahora hemos evolucionado en base a nuestro conocimiento y nuestra inteligencia, hasta convertirnos en un agente degradador de nuestro propio hábitat. Ese conocimiento o inteligencia nos indica, gracias a avances y descubrimientos basados en el pragmatismo científico y no en el fundamentalismo religioso, que esa degradación provocará nuestra desaparición o, si no, al menos nuestra merma al nivel que el sistema Tierra elija para equilibrarse de nuevo resolviendo los problemas que hemos creado. Hacer caso omiso a estas evidencias es ir cavando nuestra propia fosa mientras en la lápida se va descubriendo ya, como en una pesadilla, el día en el que seremos enterrados en ella. El ser humano precisa de un ambiente natural estable para su supervivencia futura, pero no solo eso, también para su bienestar presente.

    Leer la historia de cómo desaparecieron o estuvieron a punto de hacerlo, numerosos animales por la caza excesiva, véase el caso de la paloma migratoria o el bisonte americano como dos de los más conocidos, no hace otra cosa que dar la razón al hecho de que nuestros avances técnicos superan a nuestra razón y esta se va poco a poco equilibrando a ese progreso hasta que, un nuevo avance, adelanta a esa nueva razón o ética adquirida, para de nuevo tratar de reconducirnos hacia la pretendida homeostasis entre ética y ciencia. La diversión, por ejemplo,  de ver caer animales muertos gracias a nuestros adelantos armamentísticos es deplorable, como en mi opinión lo es el hecho de la caza como medio de divertimento. Nuestro sustento ya no depende de la caza, permitamos a los animales salvajes entonces sobrevivir en su propio hábitat sin robarles más terreno. En ese campo aún considero que hay muchos avances éticos que perseguir.

    Está claro que nuestro exponencial crecimiento requiere mayor número de tierras y de recursos, pero no los hay. De momento sólo disponemos de este planeta. Habrá que limitar ese crecimiento en lugar de pedir, como recientemente en un discurso a la nación ha hecho el presidente ruso Vladimir Putin, o como hacen demasiados grupos de opinión que se dedican a la política o a la religión, una mayor natalidad. Y eso se debería de hacer no solo en los países occidentales, donde en mayor o menor manera el crecimiento se ha ralentizado gracias al acceso igualitario a la cultura y a las diferentes estructuras sociales de la mujer, dejando de lado el mandato biológico sobre el que la religión hizo un dogma inflexible (obviamente, aún existen etnias que no aceptan esa norma social incluso en países de economía occidental); el mayor problema de la superpoblación nos está viniendo de países del llamado tercer mundo, en algunos de los cuales la religión sigue imperando con ideas anteriores al medievo; Lugares donde no hay recursos, ni libertades, y donde se sigue una estrategia de mucha descendencia, quizás también debido a la alta tasa de mortalidad que hasta no hace mucho ha habido entre los neonatos. En biología se llama a eso estrategas de la r, donde se sacrifica la inversión parental y se favorece un gran número de descendientes. Se da en especies donde la mortalidad es muy alta, con el fin de que las poblaciones no sufran tal deterioro que lleguen a desaparecer. El ser humano no está en ese proceso biológico, en los países occidentales se ha superado lo de tener muchos hijos por lo ya expuesto, pero en países de los llamados “en crecimiento” no sucede así. Decía Lovelock:”(…) Así, en las sociedades más prósperas, cuando las mujeres tienen la justa oportunidad de desarrollar su potencial, eligen de forma voluntaria procrear menos”. Ahí puede estar la clave de nuestra supervivencia en el planeta para el que puede que hayamos pasado ya el límite de crecimiento de una especie. Ni el hombre es la imagen del homínido fecundador y protector que permitió el crecimiento poblacional ancestral, ni la mujer es una débil receptora de esos genes. Una vez superado ese precepto obsoleto, el problema fundamental que aqueja al planeta (o sea, nuestra superpoblación) se irá resolviendo y con él el resto de los creados por esa causa. Decía Eslava Galán en su divertido libro Homo Erectus, refiriéndose a lo que aconteció al descender el mono de los árboles, crecer el cerebro e iniciar el bipedismo: “Bebés de crecimiento lento e infancia prolongada limitaron la movilidad de la mujer. Media humanidad, la femenina, tuvo que replegarse a la vida doméstica, al cuidado de la prole y a recolectar, mientras la otra media, la masculina, salía a cazar para procurar el sustento a la familia. Cambios tan profundos en el modo de vida aparejaron inéditos problemas”. La evolución humana hizo que el pretérito mono fuese monógamo y tuviese que cazar para la hembra y ella buscar de entre todos los pretendientes a quien tuviera las mejores capacidades de cada época para esos fines. Las cosas han cambiado… Creo, aunque en algún caso opino que en exceso, y en otros casos veo que seguimos comportándonos como recién bajados del árbol.

    “La historia de la ciencia nos enseña que necesitamos preservar las partes válidas de las interpretaciones pasadas del mundo e hibridarlas con los nuevos descubrimientos a medida que se producen” apunta Lovelock en su libro “pertenecemos a Gaia”. No aceptemos ciegamente  las premisas progres de que “todo lo de fuera y todo lo de antes es lo mejor”. Como en todo habrá cosas buenas y cosas malas, en nuestro intelecto está el saber diferenciarlas, en nuestra cultura el saber adaptar las buenas y dejar atrás las malas que los modernos conocimientos más empíricos sobre el mundo nos ha venido mostrando.  

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