Algo más que un conjunto de árboles: El bosque vivo

 

    La noche sorprende dentro del bosque a alguien ajeno al mismo. Un fuerte viento, que agita violentamente las copas de la arboleda, suena bajo el dosel acallando al resto de los sonidos, que reaparecen para el oído del intruso en cuanto la fuerza del céfiro descansa unos instantes. Esos son los momentos en los que el ciervo encelado retumba el bosque con sus bramidos llenando con sus voces cada rincón del monte. Un crepitar de ramas cercano indica el movimiento de alguno de los habitantes del bosque sorprendido por la presencia del intruso en horas donde no suele ser habitual su presencia, cualquier roedor como el lirón gris o un ratoncillo pueden ser quienes anden rebuscando entre la hojarasca, siempre atentos al cárabo, sorprendido también, que se revela al oído del intruso, aunque invisible a su vista, iniciando un ululato que es rápidamente contestado desde el otro lado del bosque, cuando de nuevo el viento arrecia y apaga con su clamor los ecos del bosque ante el volumen de su furia desmedida. La lluvia no ha querido ser menos y ha iniciado su descenso desde los colmados nubarrones, tratando de cobrar el mismo protagonismo, aunque mitigada por el hayedo, que apenas deja notar su fuerza sobre quien se refugia bajo el toldo de hojas protectoras. Una pequeña ranita cruza a saltitos el sendero ante la mirada del extraño caminante que se detiene a ver cómo un pequeño punto brinca como un resorte hasta quedarse quieta una vez fuera de la senda, mimetizada entre las hojas muertas de antiguos otoños que aún permanecen sobre el suelo a la espera de la inminente caída de sus hermanas, que aún las miran desde el ramaje. El viento, no obstante, empuja a las más expuestas arrancándolas del confort de sus ramas para arrojarlas vilmente hacia ese suelo alfombrado antes de que el otoño las haga caer por sí mismas con la suavidad de una lluvia de plumas. En un instante que el caminante miró cómo una hoja caía, la ranita desapareció de su vista, haciéndose invisible en su nueva ubicación. Del roble caen también las bellotas, aún verdes, que no han podido con el viento reinante. Un repentino sonido sacude la floresta acabando por un instante con la paz reinante en el hayedo; una hembra de ciervo se mueve rápido entre los troncos para detenerse un instante a observar la inmóvil figura que la vigila y, de nuevo, correr hasta desaparecer completamente de la vista del intruso. Pero hay otros que no huyen, aguardan desde su posición, ocultos por el bosque y observando al observador. El caminante no les ve, pero puede percibirles si es avezado montaraz, pues los olores delatan presencias invisibles. Un oso es quizás quien muestra ese sigilo y esa calma, sabedor de que las sombras y el propio bosque son su mejor parapeto pese a su tamaño, y contempla con curiosidad al bípedo intruso con sus movimientos torpes descendiendo por la senda, le ve también agacharse para recolectar algo del suelo y reincorporarse con apariencia feliz por el hallazgo. Las lluvias de estos días ya han hecho brotar algunas setas entre las que el caminante anónimo ha reconocido una, la llamada barbuda, que expuesta en el borde del sendero llenará sus papilas gustativas con el sabor del bosque que ha recorrido. Con apática indolencia, el oso continúa degustando suculentos frutos otoñales mientras el caminante va desapareciendo de su vista. El recién instalado otoño empieza a mostrarse, incluso a olerse. Es el aroma de la nostalgia, de la madurez, que en breve se vestirá con sus más hermosas galas. El bosque se mueve con la estación, ha recobrado la vida que el letargo de un riguroso estío detuvo por un instante, sabedor de que a su término, el invierno propondrá silencios que quien no cumpla con rigor, no podrá ser testigo del renacer de la primavera, quedando sus despojos a merced del bosque, tendidos sobre las hojas que lo vistieron.

   
El bosque ve salir de su protección al caminante hacia la pista despejada que circunda el embalse. Allí los vientos no serán apaciguados y la lluvia caerá con toda su fuerza sobre él.
El intruso camina ahora ligero, ya no escucha ni puede ver más allá de lo que
pisan sus pies. La lluvia le empapa y el viento le frena. Echa de menos el
bosque protector, con sus aromas y sus sonidos. Se da la vuelta para observar,
puede ver tan solo la silueta de la montaña que acoge la gran arboleda de la
que viene, ahora invisible ante la lóbrega noche; se detiene un instante a
escuchar, el viento grita fuerte, la lluvia tamborilea con todas sus ganas
sobre el suelo, pero de esa montaña puede escuchar lejanos ecos, matizados por
la fuerza del temporal que arrecia, pero vívidos para él.

   
En el bosque la vida sigue su curso; ajeno al temporal el ciervo macho proclama su poder; la ranita
habrá seguido con cautela su camino, ocultándose de quienes vean en ella una
oportunidad para satisfacer su apetito; el oso rebuscará sin descanso para
alimentarse hasta engordar lo más posible antes de que las nieves dominen el
entorno; los cárabos conversarán con sus lúgubres voces y el invisible roedor
seguirá moviéndose entre la hojarasca haciendo acopio de esas bellotas que ya
van cayendo. Ya no está allí el caminante para escuchar respirar al bosque,
pero el bosque sigue respirando aunque nadie repare en ello.

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