Primeros ecos del otoño en la montaña

 

    Día gris con fina llovizna y viento, la temperatura ha descendido notablemente en pocos días tras el sofocante verano, aunque aún estamos inmersos en esa estación ya que no llega a cumplirse la primera quincena de septiembre. Los prados lucen con un tapiz de flores moradas, son los "quitameriendas" (colchicum montanum)  típicos de la estación que se anuncia.

    Nada me augura que tan pronto pueda escuchar a la montaña despedir el verano, me aúpo por la pista hacia el valle contiguo desde el que ahora domino un extenso paisaje de cumbres de la media montaña palentina, salpicadas de frondosos valles entre cordal y cordal hasta que la muralla de peña labra y tres mares cierra el horizonte a más de dos mil metros de altura, ya cubiertos por las nubes. Y ahí está el sonido más salvaje emergiendo del bosque que queda frente a mí: un lejano berrido que encuentra respuesta no muy lejos de donde yo me encuentro. ¡Ha comenzado la berrea del ciervo!

    Acabo de toparme con un rastro de cánido, muy compatible con excrementos de lobo ibérico; a pocos metros veo un árbol al que le falta el liquen en gran parte de su tronco: aproximadamente hasta una altura de metro y medio se observa el tronco desnudo, señal de que algún animal lo ha utilizado para rascarse. Es el único roble del entorno que parece haber sido utilizado a tal fin, ya que el resto mantienen la capa de musgo en todo su contorno. Quiero pensar que es un oso el que ha estado antes que yo marcando ese árbol, pero la ausencia de huellas del plantígrado no ayuda a componer la escena, que pudiera ser también la de un cérvido o alguna vaca restregándose el pelaje en el rugoso tronco del roble. Tampoco veo pelos por el árbol que me puedan asegurar el animal en cuestión. Y no es por falta de pisadas. El sendero por el que camino está repleto de vestigios al haber llovido durante estos días y haberse formado una capa de barro, pero el paso de numerosas cabezas de ganado han tapado con sus huellas erosivas todo atisbo de presencia de cualquier otro animal, con lo que sólo los excrementos o esas marcas en el árbol me indican la posibilidad de que en ese trozo de bosque haya esa vida salvaje. Veo también el excremento de zorro con un contenido de huesos de ciruela en medio del camino cuando algo me hace mirar al interior del bosque. Sin apenas hacer ruido, a pocos metros de mi desaparece la esbelta figura de un macho de ciervo entre los árboles, con sus grandes cuernas semejando al ramaje desnudo del bosque invernal.

 

   Sigo mi camino para poder vislumbrar desde un lugar más elevado y despejado todo el bosque que ahora estoy cruzando. Busco en cada claro del robledal ese movimiento que me permita descubrir al ciervo antes visto, o con suerte a algún otro habitante del entorno. Nada encuentro dada la densidad del arbolado hasta que mi vista descubre una mancha bajo un árbol en un lugar algo más despejado. No necesito los prismáticos para ver que es un ciervo, pero sí el objetivo de mi cámara fotográfica para vislumbrar que es un macho, seguramente aquel que momentos antes delataba su posición berreando. Mientras disfruto de sus movimientos no se escucha nada, toda mi atención se centra ahora en el comportamiento del animal al que observo sin que él me vea, o al menos quiero pensar que no me puede ver, pues mi posición es bastante alejada y estoy oculto entre el ramaje. Pero seguro que algo intuye, algo habrá percibido al igual que yo mismo unos minutos antes tuve esa sensación y miré hacia donde el cérvido se movía. Sea como fuere, allí sigue ajeno a mi presencia. Le observo rascarse, alimentarse del pasto, auparse a dos patas para recoger del roble alguno de sus frutos que ya esté medianamente maduro; le veo sobresaltarse y mirar hacia un lado, yo no observo nada cuando dirijo mi vista hacia donde se queda mirando, pero algo ha percibido porque seguidamente le veo caminar con parsimonia para desaparecer de mi vista ocultándose de nuevo en el profundo robledal. Cuando me voy a marchar, escucho a la montaña hablar, gritar utilizando la voz ronca de esa grandiosa criatura.

    No esperaba tan pronto poder escuchar la berrea del ciervo, pero la naturaleza a veces te concede algún premio cuando la sigues con asiduidad. Ese ha sido mi trofeo de hoy. Algo que me llevaré y durará para siempre, como aún perviven en mis adentros mis primeros paseos descubriendo la berrea hace más de veinte años, en un valle contiguo por el que ahora me muevo. Tan solo una foto es lo que he robado a la naturaleza, no al hermoso ejemplar de venado que tal emoción me ha causado siempre ver. Pero no todos se conforman con eso: En pocas semanas, mientras aún el ciervo persista encelado tratando de perpetuar sus genes descubriéndose y ajeno a todo lo que no sea su lucha, la montaña acogerá otros sonidos letales que acallarán todo lo que la naturaleza nos quería seguir regalando y se empezarán a ver los “trofeos” físicos en los todoterrenos de quienes ejercen la actividad venatoria. La montaña quedará en silencio y a buen seguro, este ejemplar que me ha procurado tan gratos momentos en mi salida por el entorno montaraz donde se mueve, cerrará sus ojos para siempre y su cabeza con sus grandes cuernas serán el trofeo de quien para disfrutar de la montaña, tiene que matarla.

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