Fin de semana en la montaña palentina a paso lento

 

    Es un amanecer frío, pero no ha helado pese a lo avanzado de la estación otoñal, desde la ventana vislumbro el robledal que cubre las laderas de un tono ocre, contrastando con el verdor de los prados. Un gorjeo incansable entra por la ventana desde el exterior mientras varias hurracas husmean por los tejados del pequeño pueblo emitiendo su característico reclamo. Me asomo por el ventanuco que da a la parte de atrás y percibo cómo algo se mueve entre las hojas del manzano que tengo frente a la ventana, aparece y desaparece como por arte de magia hasta que logro ver asomarse a un pajarillo de tono pardo, a juego con el robledal de otoño, apareciendo ente las ramas para acto seguido volar hasta un tejado y dejarme ver su silueta antes de desaparecer de nuevo en una oquedad del muro. Un chochín paleártico, de sugerente nombre científico troglodytes troglodytes, es quien reclama mi atención. Ese nombre es asociado en la literatura científica por buscar oquedades y cavidades para construir su nido, es un cavernícola. En este caso me ha mostrado involuntariamente la fisura en la pared de la casa de mi vecino donde ha construido el suyo. Pero hay otro pájaro que me reclama desde el manzano. De colores más vivos y también pequeño y de rápidos movimientos, le veo colgar de una fina ramilla mirando hacia mi posición, para desaparecer tras el muro de la casa acto seguido. Este vivaracho es un herrerillo común, cyanistes caeruelus, uno de los pájaros más coloridos de nuestro continente.


    Salgo de casa para ver qué otra fauna me puedo encontrar en un lugar cercano, junto a un embalse de montaña rodeado por un robledal y hayedo, entre los que hay también una mancha de pino silvestre proveniente de una repoblación, más o menos acertada en función de a quien pregunte uno. Lo primero que me llama la atención son tres cormoranes (phalacrocorax carbo) soleándose entre las rocas y el revoloteo en las orillas de varias lavanderas cascadeñas (motacilla cinérea). En el centro del embalse hay un grupo de somormujos lavancos (podiceps cristatus) aún dormitando, mientras se dejan llevar por la corriente, como si se tratase de una atracción de feria. De pronto irrumpen en escena un grupo de pajarillos que van de árbol en árbol, entre los que me da tiempo a reconocer al herrerillo común (canistes caeruelus), varios mitos (aegithalos caudatus), y un par de reyezuelos listados (regulus ignicapilla), que formando un bando, no dejan de moverse durante unos pocos minutos hasta de nuevo internarse en el profundo bosque donde les pierdo de vista para continuar mi lento paseo. Ánades reales (anas platyrhynchos) se mueven a sus anchas por el amplio embalse, pero también por el cercano y adolescente río Pisuerga, al que voy después de comer con la idea de buscar a otro esquivo pajarillo y poder atesorarlo añadiéndolo a mi colección de fotografías. Ahí lo encuentro, no sin antes deleitarme con el colorido de la cascadeña posada en un viejo tocón que al volar me dejó al descubierto el anhelado pajarillo. Veo entrar y salir del agua en una zona de poca profundidad al bonito mirlo acuático (cinclus cinclus) y me da tiempo a disfrutar un rato con sus correrías hasta que se aleja volando a ras del río, pero una parte de él está ya en la tarjeta de memoria de mi cámara de fotos. De entre los árboles emerge una garza real (ardea cinérea) al vuelo, para desaparecer también de mi vista buscando otro recodo del río donde no haya un bípedo observando. De esa majestuosa ardeida ya logré días antes robar una instantánea mostrando su paciente quietud en medio del río descansando a una sola pata.

    Con la noche, algunos sonidos se van apagando, pero otros emergen del bosque. El cárabo (stryx aluco) emite su ululato, con pausas para escuchar la respuesta proveniente desde otra mancha boscosa que yo no logro percibir. He dejado atrás el río iluminado con la luna llena reinante tras escuchar el reclamo de la garza, que aporta con su grito un halo de inquietud, mientras el perfecto círculo lunar recién emergido se va difuminando lentamente entre las nubes. Ahora estoy junto a mi casa, caminando unos metros vigilado por las siluetas que a ambos lados voy dejando tras mis pasos, sin más luz que la de la propia luna que ya ha llegado a lo más alto del firmamento.


    La mañana vuelve a ser fría y tras escuchar atento el trinar madrugador de los vecinos alados, salgo a ver si en los prados están los animales cuyas siluetas pude entrever horas antes, con la luna como único foco. Ahí están los bisontes (bison bonasus) y los caballos losinos, pastando a sus anchas ajenos a mi presencia. Veo muchas huellas en mi paseo, algunas de cérvidos, otras de cánidos, pero hay una, impresa en el barro, de reciente marcado, que me llama la atención y me alegra la mañana. Anoche, mientras yo me paseaba por la pista, estuvo ahí el oso pardo (ursus arctos), indiscutible rey de estos entornos.

    Un milano real (milvus milvus) sobrevuela el entorno de prados y bosques mientras me vuelvo del fin de semana. Han sido sólo dos días, con mis facultades físicas muy mermadas tras una grave lesión de rodilla reciente y aún en estudio, pero que me han permitido disfrutar del entorno más cercano y humanizado de los que conozco en los alrededores, pertrechado con una exorbitante rodillera y un bastón, a paso lento y descubriendo gracias a ello animales que de otro modo pasarían desapercibidos a mis sentidos.

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