Habituados a nosotros

 


    Nos movemos ajenos al medio natural, al planeta, sin ser conscientes de que no somos otra cosa que parte del mismo, un complemento de la naturaleza que ha ido evolucionando hasta convertirse en el monstruo que hoy somos. Somos ese dragón que va creciendo dentro de una cueva hasta que la gruta se va quedando cada vez más pequeña, no por la oquedad en sí, que permanece igual que al principio, sino por el desmesurado crecimiento del dragón que cobija. Llegará un momento, ya no estamos lejos, en el que creceremos tanto como dragón, que la cueva no podrá guarecernos y reventará ante semejante empuje, enterrándonos bajo toneladas de roca que hemos ido poco a poco desgajando desde el interior para abrirnos hueco mientras seguíamos creciendo sin control.

    La naturaleza no es una creación divina instaurada para nuestro goce y disfrute, es algo que ha evolucionado junto a nosotros y que hemos ido modificando, domesticando incluso, con el fin de facilitar nuestro devenir sobre el planeta. Eso no quiere decir que sea un autoservicio donde podamos coger a nuestro antojo lo que deseemos; todo tiene su precio, aunque no lo estemos pagando según lo tomamos. Es un pago aplazado que hoy ya estamos abonando al recaudador en pérdida de biodiversidad, la cruel divisa con la que el planeta nos cobra esos servicios que de él captamos. Lógicamente a mayor crecimiento poblacional, más recursos se precisan, pero también son finitos y su disminución nos hace cada día más vulnerables.

    Pocas personas conozco que disfruten del medio natural sin otro aditamento que sus sentidos, facultades hoy atrofiadas que hay que ir despertando una a una para que se sumen cuando estemos fuera de nuestros muros urbanos (ya sean ciudades o pueblos) y no haya más distracciones que las propias de un planeta ajeno al ser humano, aunque tal utopía sea un absurdo desvarío de quien desea ser un espectador del entorno deshumanizado para descubrir cómo sería esa naturaleza sin nuestra potente huella. Una huella que puedes descubrir cuando te acercas a cualquier lugar donde la naturaleza y sus otros habitantes aún viven. Guardan la distancia y conocen nuestro mecanismo de ataque: te vigilan mientras caminas para huir raudos en el momento en el que te detienes, aunque sea para realizar una inocente fotografía o con la simple pretensión de observar su comportamiento de manera más pausada. Cuando te adentras en el bosque tan solo escuchas el crepitar de ramas de aquellos que huyen, el sonido de alarma de algunos páridos advirtiendo de nuestra presencia o el grito del arrendajo sobresaltando a quien aún no se hubiera enterado. Nada es ya ajeno a nosotros, pues la fauna ha ido evolucionando conjuntamente con nuestra especie y nos conoce bien.

    Hay excepciones, no obstante, si te quieres acercar un poco más a esa fauna que en su hábitat natural

te rehúye, pero nunca podrás verla actuar ajena a tu presencia. Son ciertos parques urbanos donde algunos animales han aprendido a comer de lo que nosotros les echamos. Se trata de animales en libertad adaptados a un entorno urbano, oasis dentro de las ciudades donde te puedes asomar a la naturaleza y captar al menos un poco de esa esencia. Allí las ardillas te persiguen y se te suben para ver si llevas una nuez o algún cacahuete que llevarse; se agolpan a tu alrededor las palomas, gorriones o algunas anátidas prestos para recoger lo que has traído para darles algo que echarse a la boca… al pico más bien; al extender la mano los herrerillos y los carboneros acuden a capturar esas semillas que llevas  para sentirte bien dándoles la comida que tanto ansían. Ves emoción, deleite y satisfacción en los ojos de mayores y niños que se acercan de esa manera a la naturaleza, interactuando con ella. Qué diferente es la naturaleza de verdad, la que desconfía con razón del ser humano pues, esa confianza, esa mano que les da comida, en un momento dado es la mano que porta el yugo que les encadena (recordemos el robo este año de la entrañable familia de cisnes que tanto regocijaban a los vallisoletanos en el Campo Grande) o el mazo que les golpea hasta morir (siempre recordaré aquél cerdo vietnamita criado como mascota en unas cuadras y habituado a ser amigable con los seres humanos, que murió por las heridas causadas a mazazos por un individuo, ante la desdicha de las personas que cuidaban de él que no pudieron hacer otra cosa que impedir que siguiera golpeando al pobre animal a la espera de la policía, que cumplió hasta donde pudo deteniendo al infractor, y unos servicios veterinarios que nada pudieron hacer más que “aliviar” el sufrimiento del animal).

    Desde luego, el mejor camino para la fauna es alejarse de nosotros, pues la confianza termina con ellos. Es cierto que algunos animales se sirven de nuestro modo de vida para su sustento y protección, pero esa adaptación no es más que el camino hacia la domesticación (recordemos cómo el lobo se convirtió en nuestros perros). Encuentras más conejos en los parques de mi ciudad o en los bordes de la carretera, que en campo abierto, donde sus depredadores naturales abundan; los gorriones se han habituado a alimentarse de nuestras sobras y no son pocos los que acuden a las terrazas para llevarse ese trozo de pan tostado con mermelada que no has querido comer o que al descuidarte se han cobrado; las palomas han dejado la llanura cerealista para convivir en nuestras ciudades, provocando el enojo de muchas personas al encontrarse sus vehículos cubiertos de excrementos al dejarlos bajo un árbol o cualquier posadero que utilicen; las cigüeñas sobrevuelan los entornos urbanos en un recorrido desde sus campanarios hasta los vertederos que repiten diariamente, nada que ver con las más lustrosas que ves en los prados de nuestras montañas, más alejadas de nuestros desperdicios y alimentándose en su verdadera despensa; hurracas, gaviotas en zonas costeras, zorros… Han logrado adaptarse a nuestro modo de vida y aprovecharse de ello, pero eso les está costando también la vida. El otro día fui testigo de cómo una pequeña ardilla, que instantes antes se me había subido trepando hasta la mano para ver si llevaba comida, perseguía a dos chicas que huían despavoridas de ella al ver que se las acercaba. No duró mucho la asombrosa persecución, pues la ardilla se detuvo circunspecta ante ese comportamiento y volvió a buscar otros recipientes de comida menos huidizos.  Nos gustan los animales, pero mejor tras un cristal protector. Un cristal cada día más necesario no sólo para protegernos de ellos, sino más bien para protegerlos de nosotros.

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