Una burla al conocimiento o cómo saber sin haber llegado a aprender

 

    “A la vista de cuantas acciones ha venido ejecutando el ser humano desde los inicios de su aparición en el planeta, fuerza es el dudar de su supuesta condición de criatura racional, otorgada por quienes se sienten poseídos de un complejo de superioridad, apelando a la capacidad creadora de artefactos que muestra el hombre. Lo cierto, sin embargo, es que el mal uso que este ha venido haciendo de sus innegables capacidades de transformación del medio, le ha llevado, ecológicamente, al borde del abismo” Ramón Grande del Brío. De su libro El ser humano y la naturaleza.

    Cualquiera que esté al tanto de la historia de la ciencia, es consciente de que ésta a menudo yerra en sus conclusiones; pero no sólo eso, sino que mortifica a quien opina diferente de la corriente aceptada en ese momento, para finalmente, en algunos sonados casos, llegar a aceptarlas muchos años después. De todos es sabido, o al menos así debiera de ser, que la tierra era plana hasta que un español terminó la primera circunnavegación a nuestro planeta; estamos en 1522 cuando llegó a Sevilla la expedición financiada por la Corona española que partió desde ese punto en 1519, capitaneadas por Magallanes quien murió durante la travesía lo que provocó que su segundo de abordo, Elcano, terminase el periplo. Aunque ya había estudios que se posicionaban desde la Grecia clásica, no eran aceptados, pese a que Erastótenes (matemático y geógrafo Griego) en el 240 a.c. llegó incluso a estimar su circunferencia con una muy respetable aproximación a lo que hoy día conocemos. Pero no sólo la tierra era plana, sino que el sol era el que se movía cruzando el cielo, tal y como todos vemos cada día si nos detenemos y levantamos un poco la vista del móvil. Si permanecemos quietos en un punto, teniendo el sol a nuestra derecha a su salida, veremos cómo pasan las horas y finalmente desaparecerá por nuestra izquierda, sin que nosotros nos hayamos movido. Dicho de otra manera, el sol sale por el Este y se mete por el Oeste. O tal vez no. O quizás sí, pero no de ese modo. El geocentrismo era la idea que persistía hasta el siglo XVI cuando Copérnico instauró el Heliocentrismo, calculando que es la tierra y los planetas quienes orbitan en torno al sol, el astro al que éste sitúa en el centro del Universo, tampoco se le podía pedir mucho más, ya era un paso importante y suponía también un cambio radical en los conocimientos científicos que se seguían hasta entonces. Habría que esperar otros 300 años para que la ciencia considerase que el sol no era el centro del universo, y otros 100 más aproximadamente para que Hubble hiciera saber que formaba parte simplemente de algo mucho mayor, una galaxia, que a su vez estaba perdida entre un indeterminado número de ellas.

    Hechos obvios para nosotros hoy en día como lo es también el aceptar la teoría evolutiva de Darwin no lo eran tanto en la época en la que la desarrolló. Por aquel entonces la Tierra contaba con unos 6.000 años de antigüedad según algunos cálculos bíblicos realizados por el arzobispo Ussher (la tierra se creó a las 18 horas del sábado 22 de octubre del año 4004 A.C.), aunque había muchos otros que se aventuraron a dar cifras para datar el nacimiento de nuestro planeta. Las personas, obviamente también, no formaban parte del mundo natural, sino que estaban por encima y fuera del mismo (bueno, sobre esto último aún hay controversia por desgracia). Hasta el siglo XVIII la creencia era que las cosas permanecían inmutables, pero Lamarck ya despuntó con su teoría de la trasmutación de especies. Poco después, Darwin y Wallace en 1858 publicaron una nueva teoría evolutiva que difería de la de Lamarck al proponer una ascendencia común. Se basaba en la selección natural, algo que no fue aceptado hasta la década de 1940, ya que había diversidad de biólogos apuntando a otros factores que impulsaban dicha evolución. Hoy día, la tierra tiene una edad de 4.540 millones de años aproximadamente, aunque aún está en debate. Quién sabe la edad que tendrá la tierra cuando nos metamos de lleno en el siglo XXII.

    No es que la ciencia se equivoque, sino que los conocimientos avanzan y la ciencia con ellos. Lo que era descabellado hace cien años, hoy puede ser cierto y totalmente demostrado; y al contrario, habrá cosas que hoy damos por ciertas que serán desmentidas a buen seguro antes del término de esta misma generación, pero lo que es inconcebible es que aquello que ya se dio por desmentido y se ha demostrado falso debido a la evolución de los conocimientos, del pensamiento y de la técnica, hoy se trate nuevamente de ponerlo en el foco, como está sucediendo con el terraplanismo o la negación de la teoría evolutiva por poner dos ejemplos que, aunque parezca a ojos de doctos que menciono una excepción, existe una corriente conocida y que va ganando adeptos sobre ambas. Hay muchas más teorías que son irrebatibles pero que las creencias populares con escaso fundamento invalidan al ser contrarias al uso ancestral que han aprendido. Y eso no es un hecho de hoy día, existe una publicación de 1646 llamada “sobre errores vulgares o pseudodoxia epidémica” del británico T. Brown, donde rebate creencias populares que hoy nos parecen absurdas. En España también tuvimos un autor que, en diversos ensayos escritos entre 1726 y 1740, pretendía corregir esas costumbres o supersticiones: “Teatro crítico universal, o discursos varios en todo género de materias para desengaño de errores comunes”, del Padre Benito Feijoo, un monje benedictino, es el título del libro donde recogió todos esos ensayos. Hoy día aún mantenemos como dogma muchas teorías llamadas populares que no casan con lo que los conocimientos dictan y que no cabe duda de que quizás dentro de 500 años, muchas personas se reirán ante la lectura de algún libro similar a los aludidos que exponga nuestra ignorancia. Las tesis científicas de hoy ya apuntan a que estamos errando en muchas cosas que hacemos, advierten de las futuras consecuencias y señalan las ya presentes, pero no nos viene bien; como especie es normal que tengamos el irrefrenable deseo de proliferar, pero nuestro signo distintivo, lo que nos ha hecho proliferar enfrentándonos a la naturaleza es el conocimiento que ahora nos da la voz de alerta, una alarma que acallamos al ser contraria al instinto como especie, lo mismo que haría cualquier especie con nuestro supuesto éxito evolutivo. Referido a eso, dice Ramón Grande del Brío en su último libro editado este mismo año que “el verdadero éxito de una especie cualquiera, depende del grado de desarrollo armónico que llegue a alcanzar, en relación con las restantes especies de la biosfera;(…) ha sido la transgresión de dicha ley ecológica lo que ha llevado a la especie humana a la superpoblación y a la destrucción progresiva de los recursos naturales, con la consiguiente desvirtuación de los componentes bioecológicos esenciales que son, precisamente, los que sustentan la vida en el planeta”. Quizás nuestra evolución tenga que pasar por una época de involución para que la vida en nuestro planeta siga su curso, aunque sea un caro tributo que paguemos como especie por no habernos sabido adaptar a los dictados de éste. Aludo de nuevo a Grande del Brío para reproducir un párrafo de su libro donde reduce al plano de lo utópico la manida frase de “desarrollo sostenible”, dice así: “No es, desde luego, el ingenio y la habilidad que posee el hombre para producir artefactos lo que le otorga la supremacía respecto de los restantes seres de la Tierra, sino su capacidad para reconocer sus propios errores en sus relaciones con la naturaleza, lo que debería impulsarle a adoptar los medios para rectificarlos. No mediante la simple promulgación de leyes, sino mediante un cambio de dirección en su alocada marcha hacia la esquilmación de los recursos naturales”(…)”El mal de la ignorancia no es de ahora, claro está, pero sus  manifestaciones son particularmente indeseables hoy, en que los medios técnicos utilizados para destruir la naturaleza son más poderosos y alteran, con mayor rapidez y facilidad, la armonía de su funcionamiento”.

     “A la Naturaleza sólo se la domina obedeciéndola”, repito esas palabras de Francis Bacon que ya apunté en la anterior entrada.

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