Y tú... ¿Quién eres?

 

 "Hasta que tengamos valor de reconocer la crueldad por lo que es, sea la víctima animal o humana, no podemos esperar que las cosas estén mejor en este mundo. No podemos tener paz entre hombres cuyos corazones disfrutan matando cualquier cosa viva. Retrasamos el progreso de la humanidad con cada acto que glorifica, o al menos tolera, tan estúpido disfrute al matar". Rachel Carson.   



    Tras más de 5 horas de marcha por la montaña, recorriendo bosques, zonas de matorral, trepando rocas y caminando por verdes prados atravesados  por caudalosos arroyos que han recuperado su caudal tras las últimas semanas de lluvias en la cordillera, iba pensando en el título para este post y no iba a ser este tan poco específico, el rótulo iba a ser “Cómo sobrevivir saliendo  al campo sin chaleco antibalas, manual de supervivencia y ocultación”.

     ¿Por qué quería poner ese título?

    Al salir ya percibía un estruendo y numerosos coches todoterreno con sus remolques llenaban los pocos huecos que había en el arcén de la carretera. En el bosque se escuchaban disparos, por todos los lados retumbaban las escopetas, ladraban los perros, voceaban las gentes. Ninguna señal al inicio de la senda indicaba que hubiera montería, por lo que continué caminando a sabiendas de que de no haber indicación, los puestos de caza estarían lejanos. Pese a mi opinión sobre adueñarse de la montaña para matar a sus habitantes impidiendo penetrar en ella a quienes discretamente nos movemos por sus sendas, la legislación ha de cumplirse y al ser una actividad regulada, no queda más remedio que acatar esas reglas y, si algo se quiere cambiar, apelar a una educación diferente, a una evolución humana que vaya a la par de las necesidades del planeta pues, no en vano, estamos ante la mayor crisis de biodiversidad habida, y en lugar de tratar de paliarlo, nos divertimos matando a esos animales que en tan escaso número ya, nos acompañan en nuestra andadura por la Tierra.

    A medida que me adentraba en los confines del bosque, a la par que el ascenso abría el paisaje hacia el valle, los disparos, los sonidos de la montería, se hacían más patentes, parecían más cercanos. Por la pista que alcancé tras media hora de marcha, iban y venían grandes coches todoterreno, nadie me decía nada, es más, nadie me miraba siquiera. Lo que pretendía ser una excursión por uno de los lugares más desconocidos y solitarios de la montaña palentina, por un lugar donde pocas veces me he cruzado con alguien y, cuando ha sido así, siempre se ha tratado de gente del entorno, ganaderos o pastores,  recorriendo alguna pista en su vehículo o acompañando a sus rebaños en verano, hoy se había convertido en una tortura para los sentidos de cualquier naturalista, de cualquiera que aprecie el entorno natural.

    La mañana soleada, a diferencia de las últimas semanas lluviosas en la zona, hubiera hecho las delicias de cualquiera que como yo hubiese acudido a disfrutar del entorno, pero las escopetas habían silenciado con su  autoridad a quienes habitan el entorno, lograron enmudecer a la montaña, que se guarecía a la espera de que la masacre terminase  y volver a cobrar vida, a resucitar para llorar a su manera a los que cayeron bajo las armas, a quienes no tuvieron la suerte de pasar desapercibidos ante la tiranía del ser humano.

Pasado el primer bosque, la altitud aumentaba y a medida que ascendía por el más elevado bosque, siempre alejado de las sendas, el rumor de la cacería menguaba, hasta que, una vez ya fuera del dosel arbóreo y ganado el primer gran mirador, cambié de vertiente y la montaña volvió a ser montaña.

    Las lluvias habían dejado tras de sí numerosos arroyos fluyendo, el verdor de los prados contrastaba con el fondo nivoso de los grandes picos que cerraban el paisaje, y el bosque ya desnudo mostraba que el invierno había llegado a las montañas. Un inmenso robledal por el que me movía vestía sus grandes ejemplares con el paño de pureza que les confería el musgo o los líquenes con los que ahora vestían tras haber perdido su vistoso ropaje otoñal.

    Una gran pista, aquella por la que horas antes se movían los ruidosos todoterreno, cerraba el circuito que me había propuesto para devolverme, ahora ya en silencio, hacia el lugar de partida.

    En todo el camino busqué sin éxito por las zonas embarradas cualquier rastro de la fauna salvaje, pero tan solo vi huellas de ganado y muchas de perro y de botas de montaña. No encontré el rastro de la osa y su esbardo con el que me topé hace escasos días, tan solo reparé en el torso de aquel ungulado que aquel día encontré yacente junto a la senda, pero mas mondo si cabe tras haber servido de alimento a la naturaleza.

    En la pista, ya de vuelta, caminaba hacia mí, en un alegre trote, un perro que, lejos de comportarse como tal y de arrimarse a ver qué estaba comiendo en aquel momento (una chocolatina que no le hubiera dado), se limitó a mirar  de reojo, con cierto aire receloso  y siguió su camino, tras cruzarnos. Me di la vuelta a ver por qué ese perro no me había pedido como habitualmente hacen los que me suelo encontrar por estos entornos, no se arrimó a mi como en tantas ocasiones hacen para buscar quizás alguna caricia y olisquearme. El cánido se detuvo unos metros tras de mí, justo en el lugar donde un hueso aún ensangrentado estaba tirado en medio de la pista, tras olisquearlo un segundo miró hacia mí y, rápidamente, se percató de que yo le contemplaba con la misma curiosidad, así que de un respingo corrió para alejarse lo más posible de donde yo estaba, en seguida  le perdí de vista.

    Cuando no te esperas un encuentro así, no te fijas en los detalles, simplemente atendí al comportamiento, a que un perro es muy fácil que se halla despistado tras la montería y ande vagabundeando a la espera del bípedo benefactor que le devuelva a su cobijo, pero no vino hacia mí, se mostró esquivo. Un perro ágil, esbelto, caminando en línea recta con trote lobero que al verse sorprendido  no pudo desviarse del camino por el que yo iba y por tanto siguió receloso, cruzándose inevitablemente conmigo a escasos dos metros de mi; un perro del tamaño de un pastor alemán, con colores pardos, muy estilizado que no quiso saber nada del ser humano. Al no esperarme ese encuentro y pensar que en todo caso era un perro, no recordé fijarme si marcaba en sus patas delanteras esa señal que le da nombre al lobo ibérico (canis lupus signatus), una línea vertical hacia el codo de color más oscuro que el resto del pelaje;  simplemente deduje que era un perro porque jamás he visto un lobo en la naturaleza, porque el lobo es esquivo, rehúye al hombre y es imposible cruzarse con uno.

    Pero tras una montería con la montaña, su hábitat, su casa, llena de congéneres domésticos que le sacan de su encame, con disparos en todas las direcciones, voces y ladridos llenando cada átomo de naturaleza, de su hábitat, con el aroma de la muerte recorriendo el entorno es fácil que salga y se muestre, sin querer, a quien tras la montería aún permanece buscando la verdadera montaña, y ese era, posiblemente, el rostro que tiene la verdadera montaña, el receloso semblante salvaje de la naturaleza cruzándose conmigo. Sólo entonces olvidé que horas antes me encontraba en medio de un campo de tiro, sólo entonces volví a sentirme dentro de la montaña, a formar parte de ella. ¿Era o no un lobo ibérico? Ya no lo sabré, solo los indicios me dicen que lo era, pero el sentido común me lo niega. Y por eso cambié el título de este post. Sólo por eso valió la pena la excursión.

    Minutos después una de las personas que habían estado ejerciendo su actividad en la montaña detuvo su coche para ofrecerse a bajarme hasta el pueblo más rápido que caminando, más cómodo. Rehusé el ofrecimiento que agradecí no obstante, pues la fatiga ya se me notaba, pero quería seguir disfrutando esa media hora del silencio que antes no pude encontrar. Le interrogué sobre si había perdido un perro: ya los tenía todos me dijo, aún así le describí el cánido con el que me acababa de cruzar, negando que hubiera ninguno como ese en la montería. Cuando nos despedimos y se marchó, ya sólo pensaba que ese encuentro que tuve, ese ser con el que me crucé, no era sino el rostro salvaje de la naturaleza, que volvía a recuperar su semblante al caer la tarde. Fuera quien fuese.

Para los nostálgicos:

 https://www.youtube.com/watch?v=pnZpdJ_qXnE&list=RDLVpnZpdJ_qXnE&start_radio=1&rv=pnZpdJ_qXnE&t=17

La ruta:

https://es.wikiloc.com/rutas-senderismo/perapertu-a-pena-briame-actualizada-121452878

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