NATURCYL '22, 1ªPARTE

 

    De nuevo llega la fecha, el inicio otoñal nos trae a la montaña los ecos de la berrea y, junto a ese episodio natural, Castilla y León celebra su feria anual de la naturaleza en Ruesga.

    Este año, al disponer de una vivienda arrendada en la zona, he podido acudir con calma a algunos de los eventos que allí se realizan, sin olvidarme de lo que significan estas fechas para la naturaleza para no dejarlo de lado: El ciervo inicia su celo otoñal con la citada berrea; el oso pardo vive la recta final de su hiperfagia antes de acostarse durante algunos meses para sortear los rigores del invierno en las montañas; algunas aves migratorias se marchan, siguiendo a las que ya las precedieron a primeros de septiembre, hacia sus cuarteles de invierno en África: golondrinas, vencejos, alimoches, águilas calzadas o milanos negros entre otras muchas, vuelan al sur dejando hueco vacío hasta que lleguen en breve aquéllas para las que somos nosotros su refugio invernal huyendo de los fríos norteños, como las grullas o ánsares, por decir los ejemplos más ruidosos de entre las que llegarán. Las zarzamoras siguen alimentando con sus frutos maduros a los animales y a quienes no nos importa pincharnos con sus espinas para degustar el dulce fruto de la zarza; manzanas silvestres abundan por la montaña palentina y es además la época previa a que los insectos cesen sus actividades, mostrándose las moscas más “pesadas” de lo habitual, debido a las bajas presiones que hacen que las cueste más volar y tiendan a posarse sobre nosotros.

    Entre esos enjambres de moscas inicio mi periplo esos días por la montaña palentina, pues qué mejor que acudir a una feria de la naturaleza con dicha naturaleza aún reciente en la memoria, por lo que a las seis de la tarde me adentro en el robledal, camino de un atardecer que nunca es el mismo, aunque lo observes desde el mismo lugar. Las moscas se agrupan por centenares a mi alrededor; tengo que andar rápido pues un mínimo respiro, una parada para atarme la zapatilla, hace que el zumbido se pegue a mi piel; su incesante búsqueda las lleva a buscar cualquier recodo para posarse, tratan de meterse en los oídos o en la nariz por lo que mi andar ligero se torna en trote para evitar que se posen sobre mi poniéndoselo más difícil y soportar durante menos tiempo ese martirio. Una bocanada de aire debida a la fatiga me hace abrir los labios y en la aspiración una mosca se cuela directa hasta la garganta. Proteína para continuar con mi ascenso a la carrera pues, pese a mis intentos por extraerla del gaznate deteniéndome para escupirla, ésta ya se ha adentrado lo suficiente como para no escapar y otras tratan de seguirla a esa guarida que ha ganado su predecesora en cuanto me detengo, con lo que me sobrepongo y continúo, esta vez sin separar los labios para nada.

    Pese a las prisas por escapar del bosque, mi ritmo es suficientemente lento como para poder observar el suelo con el fin de descubrir algún rastro reciente en la arena, busco las pisadas del oso que hace varias semanas alegraron mi caminar por esta pista bajo el bosque, pero no encuentro rastro alguno del plantígrado, sólo vestigios del paso de otros caminantes, con su calzado taqueado, que sin querer difumino con mi huella pasando sobre ellas. El bosque sigue durante varios kilómetros en ascenso y las moscas parecen menguar en número a medida que la altitud aumenta. A unos 1500 metros sobre el nivel del mar me detengo junto una cabaña en un pequeño claro del robledal. Ahí descubro que el atardecer ya inminente será fascinante: Al fondo se divisan las más altas cumbres palentinas cubiertas por unas nubes carmesí que ocultan el sol en caída libre hacia el horizonte, dejando entre la montaña y ellas un cinturón de cielo libre de obstáculos. Un corzo que estaba oculto bajo la arboleda se apresura hacia la pequeña pradera donde me encuentro y se detiene, parece no verme pese a mi proximidad y posa unos instantes frente a mi que, con la cámara de fotos a punto, pero con unos parámetros buscados para otra luminosidad, soy incapaz de sacar alguna instantánea digna antes de que desaparezca de nuevo por el lugar del que vino. Unos momentos mágicos con el atardecer de fondo, la fotografía era lo de menos, el momento es el que hay que disfrutar.

    Tras lo visto en este recodo al amparo de enormes robles, tenía que llegar al mirador de mis atardeceres, allí donde el horizonte oeste se abre para ver declinar la luz del día paso a paso. Me doy prisa pues el sol ya está muy bajo cuando dejo la cabaña, el aliento de la noche empieza a percibirse en la montaña. Aquí ya no hay moscas apenas, a medida que la arboleda se convierte en matorral y la altitud aumenta, las moscas se quedan aguardando en la frontera del bosque mi regreso. Pero no quería llegar a esa cita y mi retorno se demoró todo el tiempo que duró el atardecer.

    Llegar a ese mirador natural siempre es un regalo, pero el atardecer de nuevo me hizo separar los labios de admiración, lo suficiente para que las rezagadas moscas hubieran hallado cobijo en esa oquedad, imposible de cerrar a la vista del sublime paisaje que se abrió ante mi.

    No hay palabras para explicar lo que cada segundo cambiaba en el panorama: el sol buscaba su  madriguera tras el Espigüete una vez había escapado de las nubes, algo más altas que la línea del horizonte, y cada pequeño paso en su busca era un cambio en la paleta del pintor que dibujaba el cielo, pintando colores que ni el mejor de los artistas que habitan el planeta podría imaginar. Ni siquiera las fotos reflejan lo que allí estaba sucediendo, porque la naturaleza no sólo se percibe con la vista, el sonido va inmerso en el paisaje y sin los sonidos y los silencios de la montaña, ese panorama carecería de sentido. De ahí mi regocijo cuando, en los valles aledaños hacia los que me estaba asomando, varios ciervos saludaban al atardecer con sus bramidos. Son instantes que se deberían guardar para siempre.


    Ya con las primeras sombras de la noche inicio la vuelta; con esas últimas luces del ocaso camino ligero por el sendero dibujado entre el matorral hasta alcanzar el bosque, donde la noche ya está del todo presente. De nuevo el silencio, sólo roto por sonidos de algún animal que recorre la arboleda e imposible de reconocer ante la falta de luz, me acompaña en el descenso como me sucede en los atardeceres a los que asisto. Las moscas, que con tanta avidez y energía me acompañaron en el ascenso, se cansaron de esperar mi vuelta y huyeron de la fría noche de septiembre, dejando en el ambiente esa nota de sosiego que buscaba en el ascenso y su presencia me negó. La montaña de noche es diferente, la vista no es quien adquiere protagonismo entre los sentidos, en nuestro caso al menos, sino el oído o los aromas. Ese robledal por el que ascendí se torna diferente al caer la noche; una noche como esta, sin luna, donde el firmamento es más protagonista si cabe, mostrando su luminoso fondo, con la vía Láctea aún visible en los cielos tras su protagonismo de agosto. Amparado por el acogedor manto estelar finalizo mi previa a la feria. Mañana comienzan las actividades y tengo que acudir a visitarlo, me han citado para ello.

https://es.wikiloc.com/rutas-senderismo/san-martin-de-perapertu-collado-la-muneca-perapared-coterorraso-camino-de-herreruela-san-cebrian-de-98693385

(en este caso, la ruta es sólo hasta la zona de perapared desde donde se divisa el atardecer, y vuelta al anochecer por el mismo camino, con la salvedad de que ante la noche, decido ir por la pista hacia Perapertú en lugar de recortar por el difuso sendero de la ida y recorrer por carretera el kilómetro escaso hasta el inicio de la ruta)

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