Nostalgia otoñal

 

     Qué mejor lugar para recoger el clamor que exhala de un alma maltrecha que un bosque casi ancestral, amortiguando en él sus mudos aullidos atormentados. Entre la fronda se disipan todos los lamentos que, algunos exhalados con el vaho otoñal y otros convertidos en lágrimas, escapan de la mirada de quien contempla el maduro paisaje que guarda el hayedo.

    ¿Por qué huimos del bosque? ¿Por qué nos afanamos en destruirlo?

    Sumergirse, amparado por la estación otoñal ya avanzada, en ese primitivo bosque caducifolio, es escuchar a tu alrededor cómo el viento hace estremecerse cada árbol y empaparse con esa lluvia de hojas que sucumben sin remedio al empuje de la estación, para seguir vistiendo con sus despojos ese suelo que con tus pisadas profanas, mientras bellotas, hayucos o castañas hacen crepitar cada paso que das obligándote todo el conjunto a una progresión cada vez más pausada con el fin de disfrutar más tiempo de lo que tus sentidos perciben. El bosque además, encierra secretos que sólo en silencio y en soledad podrás descubrir: como el corzo que sorpresivamente se levanta a escasos metros, perdiendo su invisibilidad durante unos segundos para arrancar súbitamente y perderse de nuevo entre la fronda; o el ciervo, al que escuchas correr sin haber visto, provocando con ello instantes de un estrépito que retumba incluso en tus entrañas, hasta que de nuevo el silencio vuelve a su protagonismo inicial; también los rastros del oso o del lobo, que dibujan en la tierra húmeda sus vivencias para mostrarte que aún perviven, mientras no muy lejos, se protegen de tu indiscreta mirada, vigilando tus movimientos desde su improvisado escondrijo; escucharás el arroyo que, ya cercano, te invita con su rumor a descubrir el sendero que excava, por el que retoza y salta cada obstáculo formando vistosas cascadas; y qué decir de los hongos, que emergen del suelo con sus frutos, setas de diferente forma y color que aportan aún más interés a esa umbría otoñal, umbría a la que el cárabo carga de desasosiego con su nota lúgubre al anochecer.

   

  Y allí, entre esos elementos del paisaje que protege la fronda, flota ese clamor que de tu alma emana formando ya un simple susurro que, finalmente, se disipará por el bosque perdiéndose irremediablemente entre los celajes que irán anunciando la inminente estación invernal.

    Si importante fue en su día el uso material del bosque para la supervivencia de la especie, no lo es menos el uso inmaterial que nos procura. Hagamos del bosque un refugio, un santuario, y dejemos de ver en él un simple almacén. Sólo así podremos seguir teniendo bosques. Sólo así podremos seguir formando parte de este planeta.

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