Salvaje atardecer
“Miles de personas cansadas, con los nervios destrozados e hipercivilizados están empezando a descubrir que ir a la montaña es como ir a casa; que el contacto con la naturaleza es una necesidad y que los parques y reservas naturales son útiles no solo como fuentes de leña y de agua para regar, sino también como fuentes de vida”. John Muir
Tras muchos días de lluvias y tiempo desapacible, hoy, al abrir la ventana de mi habitación, han entrado tímidamente algunos rayos de sol que escapaban de las nubes. Esas nubes que durante la noche y la madrugada han descargado todo su contenido y que, vacías ya, comienzan a difuminarse para que el azul domine los cielos y el sol se vuelva a hacer valer. Es mediodía cuando comienzo a internarme en el frondoso robledal. Aún quedan retazos de otoño en el bosque y se ven por doquier los rastros de esa vida furtiva que se oculta a nuestra vista. Una rapaz emite su reclamo a la vez que sobrevuela las copas de los árboles que me ocultan, unos árboles que el sol alumbra dotándoles de un saturado amarillo que colorea toda la ladera que se observa desde un claro del bosque al que he llegado.
Las leyendas nos espantan con historias de un bosque siempre lúgubre y tenebroso, el bosque traicionero tras el que se ocultan nuestras peores pesadillas que habitan en él. Pero yo en estas arboledas descubro sólo la magia y la belleza que atesoran entre la fronda. No hay sendas por donde ahora camino, sólo mi instinto y orientación me conducen hacia donde he ido poniendo el rumbo; camino sobre una alfombra que el otoño ha ido depositando con esmero sobre moquetas pretéritas de las que aun quedaban vestigios; a mi alrededor, el robledal que me cobija parece haber sido esculpido sin molde ni criterio alguno, cada árbol tiene su propia identidad marcada en sus contornos, en su corteza. Aquí lo que conocemos como desorden, se presenta como algo armónico, reglado con las únicas normas que la naturaleza conoce, su propia ley, la de todos. Y es desde luego más hermoso que cualquier plantación a la que nos hemos acostumbrado.Dejo atrás el bosque. Tras de mi, un grupo de grandes robles han sido los encargados de abrirme la puerta para salir a lo grande de sus dominios. Entro en el reino del matorral, una entidad natural de porte bajo que sueña con ser bosque, y lo será si esos sueños no son truncados por el hacha y el fuego, puestos en manos de su gran enemigo, el hombre, único capaz de entrometerse y cortar esa sucesión ecológica. Pero para eso queda mucho tiempo, varios siglos; tiempo que para la naturaleza carece de importancia, pero que en nuestro ámbito es casi eterno. Nadie de los que estamos hoy en el planeta, ni nuestros descendientes más directos podrían llegar a ver ese bosque primario que se crearía. Nuestra escala temporal es muy limitada.
Desde arriba observo a mis pies el bosque por el que me he adentrado y del que hace más de una hora salí; un manto ocre solo roto por el verde de algunos prados dispersos o de algún acebo o tejo que ahora se pueden descubrir desde la distancia, al no seguir las mismas reglas que el bosque caducifolio bajo el que se protegen. Diviso por fin las cumbres, allí están todas aquellas que he ascendido en alguna ocasión, repetidamente en ciertos casos debido a la belleza que atesoran, y pocas, casi ninguna, que aún no he tenido ocasión de ascender. Pero a todas las puedo nombrar, quizás sea superfluo en la naturaleza poner nombres, pero es un rasgo humano y como tal, me debo a ello. Con eso no hago daño, simplemente pongo nombre a lo que admiro. Estoy en el cénit de mi paseo, el lugar previamente elegido por ser donde los atardeceres se muestran más grandiosos. Pero aún el sol se mantiene a media altura, así que me entretengo y observo a mi alrededor todo detalle que pueda atesorar para mis recuerdos. Las lluvias han puesto al descubierto la vida de quienes habitan estos agrestes territorios con sus rastros dibujados en el barro. Un grupo de huellas dibujan su propia senda durante una decena de metros: Se trata de un oso que momentos antes ha descendido hacia el bosque del que yo provengo. Junto a esas, y en paralelo, hay otras huellas diminutas que, como calcos de aquéllas, siguen el mismo sentido de la marcha. Es la misma impronta pero en miniatura. Ahí me doy cuenta: no es un oso lo que ha caminado por allí.
La osa y su pequeño esbardo han descendido por la senda por la que yo estoy subiendo. Según gano terreno voy dejando atrás más grupos de huellas de ese pequeño núcleo familiar. Ellos a buen seguro descienden para que les sobrevenga el anochecer dentro del bosque, yo asciendo para disfrutar del atardecer en la cima. Ellos comerán abajo la montanera que guarda su despensa, el bosque; yo me alimento recuperando el resuello tras el esfuerzo del ascenso, con lo que he podido meter en mi mochila, mientras observo el horizonte quebrado de infinitas montañas. Pero el terreno muestra no solo historias bonitas, sino los dramas de la vida: un mermado esqueleto de herbívoro, consistente en buena parte del cráneo, costillas y médula ósea, yace junto a la senda. Restos que quedan de una vida que se apagó en la montaña; savia que no obstante no se ha perdido, pues ha sido fuente para que otras vidas puedan seguir su senda y continuar escribiendo sus historias indómitas.
Poco a poco el atardecer empieza a envolverme;
frente a mi, el horizonte se cierra con los Picos de Europa y sus cumbres ya
nevadas, precedidas de numerosas cumbres palentinas; a mi izquierda, el sol
poniente apenas deja ver con su fulgor la mole de peña Redonda y sus compañeras
de cuerda; entre este cordal y los Picos, el horizonte se quiebra con la
pirámide del Espigüete, el emblemático Curavacas o la señera Peña Prieta, por
nombrar solo algunas de las innumerables cumbres que el paisaje montañoso me
muestra; a mi espalda la meseta, sobre la que flamea un cielo que comienza a
variar sus tonalidades a medida que el sol trata de hacerse hueco para
ocultarse tras las montañas. No hay nada que pueda semejar en belleza a estos
atardeceres en la naturaleza, que compiten mano a mano, empatando diría yo, con
los que se pueden divisar en ciertos puntos poco humanizados de la costa cantábrica.
Ya en la pista, penetro de nuevo en los dominios del bosque. La noche es negra, no hay luna que alumbre la senda y el único sendero visible es el que siguen los millones de estrellas que puedo divisar en tan radiante cúpula estelar. De vez en cuando percibo alguna presencia y escucho pasos que provienen de la arboleda, haciendo sonar la hojarasca. El vuelo súbito de algún ave me sobresalta al marcharse del árbol donde reposaba, asustada por una extraña presencia en el bosque: Yo.
Pero de nuevo quiero sumergirme en la noche. Apago la linterna, me detengo otra vez y, en silencio, escucho durante algunos minutos lo que me quiere decir el bosque, mirando el inmenso cielo que dejan entrever los casi desnudos ramajes del robledal. Oídos sus secretos, prosigo la marcha dejando atrás esos susurros que sólo escucha quien en soledad se adentra en lo salvaje.
Una hora después, las primeras luces del pueblo empiezan a divisarse y, con ellas, empiezan los sonidos de la civilización, pero no los que escuchamos en nuestras desnaturalizadas ciudades, nada tiene que ver con eso: Un perro ladra asustado al ver mi sombra acercarse a las primeras casas, tras rebasarle me sigue a distancia, advirtiendo a otros de mi presencia, que toman el relevo con sus propios ladridos, hacia los que me dirijo también. Ellos son los que me anuncian el final de mi marcha, acompasado por los cencerros del ganado que descansa en los cercanos prados.
Tras una semana buceando entre las miserias
de la ciudad, mi mente necesitaba este bálsamo. Tenía que volver a pisar, a
escuchar, a ver, a oler y a saborear la montaña. Mañana he de regresar a ese
infierno gris donde los atardeceres solo se diferencian del resto del día por ser
el punto de inflexión donde encender la luz para seguir con las actividades
propias de la metrópoli. Pero en mi memoria llevo este atardecer que recargará
mis pilas el tiempo suficiente hasta volver a dejarme acompañar de nuevo por
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