Una historia de fantasía... o no.

 

    El invierno es la estación del silencio, la naturaleza susurra ante la manifestación monocroma invernal, con un insinuante canto a la primavera que quiere llegar. Algún furtivo rayo de sol trata de hacerse un hueco entre las nubes mientras un herrerillo, oculto entre las ramas de los anaranjados pinos del Guadarrama, alienta esa carrera con su canto.

    Remontando el arroyo se ve una figura con andar seguro pero mirada triste, el desnivel dibuja en su frente gotas del rocío de la mañana cayendo empujadas por el esfuerzo. Cada poco tiempo, sin detener su paso, levanta la vista para disfrutar de la visión del arroyo o del bosque que lo circunda, aunque a veces es algún ruido lo que le obliga a alzar su cabeza para fijarse en ese corzo que huye a la carrera, siempre ladera arriba, o buscar la caja donde martillea el picapinos.

    La soledad es compañera de andanzas de quien tan solo quiere dejarse acompañar por la naturaleza, y este lugar entona en sus oídos cantos de nostalgia y recogimiento.

    Una vez al mes se ve esa silueta vagar por el entorno, remontando el arroyo hasta un punto donde desciende hacia sus mismas aguas y se detiene a admirarlo. Allí su mirada taciturna parece enriquecerse por un momento y cobrar un fulgor que antes no mostraba. Momentos después, remonta de nuevo la ladera para continuar su marcha por la senda donde se recortan laderas verticales a cada uno de sus lados y, tras  un leve descenso, de nuevo reencontrarse con sus aguas, cruzarlas y elevarse otra vez entre un frondoso pinar, alfombrado en su base por primitivos helechos, hasta alcanzar una pradera que, a modo de balcón, se asoma al valle por el norte, divisando la amplitud de la meseta hasta donde la mirada alcanza; hacia el sur, redondeadas cumbres tapizadas con los colores variables de cada estación, ponen barrera al horizonte; hacia el este y el oeste es el verdor continuo del bosque quien acompaña la visión del caminante, cortándose sólo en el lugar donde las montañas quiebran el cielo. Al fondo, bajo sus pies, fluye el arroyo sin descanso dejando en el ambiente el sonido impetuoso de su marcha.

    En ese paraje recóndito, puedes encontrar a ese caminante deambulando en silencio, dejándose llevar por el rumor de la montaña mientras parece acompasar con ella sus pensamientos.

    Recuerdo aún la primera vez que se detuvo junto a la hermosa cascada del arroyo, la cual creaba tras ella un pequeño remanso a modo de piscina, para de nuevo caer hacia el valle escoltada siempre por los altivos pinos silvestres. Tras abrirse paso entre la espesa vegetación descendía el caminante a duras penas por la vertical ladera hasta detenerse junto a un árbol que, a modo de recogida península, protegía del agua un segmento de firme tierra cubierta de hierba, donde asentaba su raíz. Allí permaneció impasible sobre el verde tapiz, observando el transcurrir del tiempo a través del reloj del arroyo, un tiempo sin horas, minutos o segundos; un reloj de agua que seguía discurriendo por todo el valle excepto en el remanso que salvaba ese trozo de tierra que ahora pisaba, donde el regato tras caer unos metros, se apaciguaba, mostrando sobre su superficie los reflejos de un bosque tan nítido como las originales formas que emulaba su simetría. Formaba allí el reloj del tiempo un lapso infinito a quien se dejaba conducir por la naturaleza; una pausa en el arroyo que amparaba la montaña, deteniendo el tiempo en esa sección del regato que quedaba entre la cascada y la boca del embudo por donde se apresuraba a continuar su devenir, dejando que alrededor el tiempo siguiera su curso.

 

    Aquella fue la primera vez que pude ver que no estaba solo como parecía.

 

    Cada ocasión en la que se le veía pasear por el entorno, la bajada al arroyo para solazarse ante su salto era como un ritual para, una vez captado en su memoria, volver a trepar esa abrupta pendiente hacia el sendero, continuando así su deambular hasta encaramarse de nuevo, tras una hora de marcha aproximada, sobre las rocas que afloran en la pradera asomadas al regato, para descansar allí unos minutos al abrigo de la montaña.

    Siempre que le veía, llegaba solo al chorro y a partir de ese lugar, se podía apreciar como partían remontando la ladera dos sombras que convergían en un único cuerpo, dos espectrales siluetas que acompasaban su marcha como una sola hasta que, al abandonar la verde explanada que cae directa hacia el río, veía regresar por la senda que se alejaba del agua una sola sombra unida al caminante.

    Se sucedían las estaciones, el blanco mutaba hacia un verde salpicado de innumerables amarillos y violetas que, tras meses de sol y lluvias, volvía a convertirse en verde uniforme para de nuevo trocar hacia colores más ocres, que poco después devuelven el blanco silencio a la montaña.

    Durante el intervalo anual no faltó nunca a su cita con el arroyo. Vi cada día pasear juntas a las dos sombras como espectros unidos al halo del caminante quien, ajeno a ese enlace temporal, continuaba remontando la pronunciada pendiente de la vaguada buscando un destino que ya conocía, por la misma senda que siempre pisaba.

    Fue al final de una primavera, cuando aún las cumbres nos mostraban la blanca costra del invierno, cuando la montaña me reveló su secreto: Pude ver cómo del arroyo surgía un cuerpo etéreo que se iba moldeando frente al silencioso senderista, quien apagaba su nostalgia ante las aguas del regato; un esbelto cuerpo de cabellos áureos y mirada azul verdosa, ataviado con un vestido blanco de grandes vuelos, tras el que se adivinaba un contorno femenino de perfectas dimensiones. Frente a esa transubstanciación a la que el caminante parecía mirar, fijando no obstante su visión hacia un infinito que atravesaba la entidad corpórea allí formada e incapaz de vislumbrar lo que la montaña le estaba queriendo mostrar, pude apreciar que el montañero guardaba en su memoria esa imagen impalpable que sólo yo veía, como una evocación nostálgica de sus deseos. Aquello que frente a él se integraba, no era sino la silueta que él atesoraba en sus pensamientos. El clamor del arroyo se había convertido ahora en silencioso lamento, en una balada de amor por dos seres que nunca se encuentran, pese a estar juntos en cada visita del melancólico caminante a la montaña.

    Transitando junto a él, ahora viaja una hermosa mujer que acompaña con su volátil mano el braceo del viajero, trepando y saltando al mismo ritmo para cruzar el arroyo hasta llegar a la pradera donde, tras detener nuevamente el tiempo y sentarse uno frente al otro, puedo apreciar cómo clavan sus miradas: ella acercando sus pupilas de color intenso y vivo a las del caminante, de un apagado verdor casi pardo, que observan al infinito traspasando una vez más a la etérea figura que le acompaña, hasta perder su percepción por los bosques y las cumbres del entorno. Allí mismo se despiden con el clamor silencioso de los vientos como telón de fondo: él prosigue su camino tras asomarse al paisaje montaraz que se despeña hacia el riachuelo, siguiendo con su mirada fija la invisible esencia que, tras un desconsolado lamento, se abate mohína cayendo de espaldas al arroyo que protege la arboleda, con la vista puesta en la figura que se aleja, llegando a sus aguas convertida en una delicada flor, cuyos pétalos se diluyen finalmente entre esas bravías aguas que llegan al remanso, tras la vertical cascada, donde aguardará de nuevo a su fiel compañero.

    Cada mes, año tras año, se repite este ritual de amor entre dos almas, una encerrada en la prisión de un cuerpo y otra que pertenece a la montaña, sujeta al arbitrio del arroyo y el bosque, único lugar donde ambas pueden encontrarse, aunque condenados a no poder jamás reunirse al pertenecer a distintos mundos.

    A menudo me pregunto cuándo y por qué comenzó esta historia de amor entre dos seres tan iguales a mis ojos, y tan distantes entre ellos. Es posible que ese mirar apagado por las decepciones y fracasos, haya provocado tal aparición en la montaña y que la propia naturaleza quiera dar a quien la tiene en tanta estima, aquello que parece anhelar; o tal vez ese espectro sea un recuerdo que quiso liberar en este entorno, con el fin de poder reunirse con él en los momentos en que su alma logra excarcelarse de la prisión a la que la civilización le somete; un medio para quienes encuentran en la naturaleza los verdaderos latidos de su corazón, pues en la montaña no todo lo que existe, aquello que está delante de ti, lo puedes llegar siempre a ver, al permanecer oculto tras tus sueños.

    Yo mismo, que habito desde los albores del tiempo en la montaña, no soy otra cosa que la sabia de la que se nutre la vegetación o el aliento que exhalan los seres que allí habitan; ocupo el espacio que queda entre los árboles e ingrávido floto a través de la floresta que me acoge; soy yo quien aporta el salvaje brillo en la mirada de los pobladores que, en libertad, campean por mis territorios y soy también yo quien habito en los sueños de aquellos que un día fueron secuestrados de su hábitat y sobreviven cautivos a la espera de un final agónico y largo tras los muros del progreso, He llegado a adoptar la forma de un oso, convirtiéndome en la sombra que alimenta tus temores al anochecer en la montaña; he entonado el aullido del lobo o el quejido del arrendajo, y he recortado en el cielo la silueta de un águila sobrevolando bosques y llanuras… Soy el alma de la montaña, de la Naturaleza, un espectro invisible que percibes sin percatarte en el momento en el que te introduces en cualquier territorio donde aún es lo indómito quien marca las reglas; soy la sensación que te invade cuando, al penetrar en tu organismo, formo un hálito de vida al que jamás podrás renunciar una vez haya colonizado tus pulmones y me haya instalado por igual en tu cerebro y en tu corazón. Testigo de los devenires de quienes acuden a mi territorio, logro transformarme en ocasiones para dar cabida a leyendas y mitologías y, de este modo, introducirme en el imaginario humano logrando que el miedo, el respeto o la admiración protejan de este ser urbano mis cada vez menos ignotos parajes.

    Yo soy quien protege al caminante, quien le ha dotado de esa etérea compañía, esculpiendo sus deseos más hondos con los celajes generados por el aliento de cada uno de los habitantes de este rincón del planeta.



Comentarios

Entradas populares de este blog

En blanco y negro

Nuevo año, nuevas circunstancias, nuevos planes

Esos pequeños peluches tan monos... y con tantos problemas: Visones