El valor de una retirada

 

    “La singular aventura a que los Alpes nos invitan no es de las que se narran fácilmente. Lo que puede tener algunas veces de espectacular no es lo esencial. Como todas las grandes aventuras humanas, es ante todo un combate consigo mismo y una prueba que superar; una victoria que obtener sobre nosotros mismos tanto como sobre lo que se nos resiste; una enseñanza que obtener y que aplicar. Es un itinerario interior, muy largo, que acompaña y guía al alpinista sobre los caminos difíciles de la montaña y los de la vida.

    Mundo extraño y maravilloso, que nos exige muchas virtudes, a menudo contradictorias: la audacia y la prudencia; el orgullo de ser hombre y la humildad de no ser más que eso; el amor de la acción pura y la conciencia de la inmensa vanidad de la acción –sin embargo necesaria--; la más completa libertad y la más estricta disciplina; la solidaridad y la responsabilidad humanas llevadas, si es preciso, hasta el sacrificio, en ese gran ejercicio de la soledad. Pero estas contradicciones se resuelven por sí mismas y la montaña, en su silencio, responde a todas las cuestiones. Sólo hay que saber interrogarla y, como ella, callar”. Sonnier

    Y así, con esa audacia descrita, partimos hacia la aventura. No muy larga en cuanto a duración, pero extensa en cuanto a contenido, pues a lo lejos apenas  se vislumbra el límite en el que la nieve ha vestido a la blanca caliza y en tan expuesto recorrido, esa nieve puede dar al traste con la aventura propuesta. Con ese orgullo iniciamos el ascenso, pero rápidamente el panorama nos deslumbra, la montaña se ha desplegado en toda su inmensidad mostrándonos todas sus caras: Vemos muy abajo los pueblos, como islas en el valle rodeados de naturaleza; desde allí asciende una verde alfombra que al poco muta para tornarse en el cobrizo apagado del desnudo hayedo; enseguida empieza la roca que, vista sin más aparecería blanca de no ser por esa corona nívea que la cubre, quien la dota de prístina claridad contrastando con un cielo azul, salpicado de altos cúmulos que, a medida que el tiempo transcurre, van restando protagonismo al celeste para colocar finalmente su  cortina grisácea entre el cielo y la tierra.

    Los rebecos se sorprenden, observan cómo nos acercamos como si jamás hubieran visto a ningún ser humano por allí para, súbitamente, trepar por donde nosotros sólo seríamos capaces de caer y, desde sus atalayas, observar la progresión de los audaces aventureros. El rebeco no entiende qué hacemos allí, nosotros tampoco lo haríamos si obrásemos de manera más racional, pero la montaña atrae, enamora, y hacia ella acudimos buscando su corazón esquivo. El pequeño ungulado habita en ese corazón, lo domina. Nosotros simplemente tratamos de conquistarlo para retirarnos tras el logro por esa simple vanidad de la acción aludida por Sonnier. No queremos robar el corazón a la montaña, simplemente llegar a él y que ese alma aprecie el esfuerzo de la aventura por ganar sus favores.  Pero para merecerlo hay que luchar, hay que ganarlo superando cada una de las pruebas que la propia montaña disponga sobre el sendero. La montaña y la vida son equivalentes.

    La verticalidad, primera prueba que salvamos al paso. Manos y pies se tornan uno e impulsan al cuerpo hacia el siguiente paso complicado que se nos vaya apareciendo. La vista se dirige siempre hacia el siguiente gran escalón, tras de nosotros el abismo se va haciendo más extenso según avanzamos, pero el panorama es magnífico. No pensamos en ceder, la prueba es compleja, encierra peligro y los pasos y sus agarres han de ser firmes y decididos, cualquier error por nuestra parte nos dejaría a merced de la verticalidad y nos llevaría a formar parte para siempre del cascarón de  la montaña; pero la montaña no desea nuestro despojos, es más espiritual, simplemente quiere que la amemos, que luchemos por ganar su corazón y una vez logrado, vernos partir sin otra cosa que el recuerdo de una hazaña personal, mensurada por las cualidades físicas y psicológicas de cada persona que emprenda esta lucha.

    Pero el alma de la montaña es difícil de ganar, sobre todo cuando su letargo ha comenzado con las primeras nieves y no desea ser despertada. Es en ese lapso donde nos coloca su otro gran obstáculo: la nieve, que en tan estrecho sedo convierte cada movimiento en una peligrosa travesía. Pero la montaña no se conforma y une ambos obstáculos, sitúa en la vertical una fina capa de nieve y, en pequeños tramos del invisible sendero, acomoda pulcras placas de hielo que obligan a aminorar en extremo el paso y extremar a su vez más si cabe la precaución.

    Esa conjunción de obstáculos aviva la prudencia en detrimento de esa audacia que nos había llevado hasta tan arriba. Vemos cerca los trazos del sedo, su zigzag ascendente y la culminación del reto, pero hielo, nieve, roca y verticalidad se interponen entre nosotros y la cumbre, tan próxima pero a la vez tan aparentemente inaccesible. Es ahí donde la montaña nos responde a la pregunta con su silencio, es ahí donde decidimos que es mejor descender por camino ya pisado, que continuar aguardando el siguiente escollo que nos pudiera arrojar. La experiencia nos dicta que una barrera más puede hacer de la derrota una tragedia y, pese a que guardamos nuestra baza en la mochila en forma de material invernal para estos casos, la prudencia toma forma y optamos por aceptar la simple derrota. La montaña no desea ser hoy molestada.

    Descender no es como ascender, nada tiene que ver la sensación que provoca el abismo frente a ti que la de dejarlo a tus espaldas con la vista siempre puesta en el siguiente paso hacia la cumbre. Lo que minutos antes nos parecía complicado y peligroso, ha tomado ahora otra dimensión: se ha magnificado el peligro y el cerebro juega una importante baza junto con el equilibrio. En estas circunstancias la montaña enseña también otro valor añadido, la paciencia. No hay prisa, a cada paso te detienes, miras dónde situar tu pie, donde dejar tus manos, por donde arrastrar el culo y deslizarte hasta la siguiente piedra, con fe ciega en que ese seguro no ceda y tu cuerpo acompañe brevemente en vuelo a las aves que se burlan de nuestra torpeza. Cada parada echas un vistazo al horizonte montañoso de la cordillera, el sol se va acercando a la montaña, también está destrepando su propio sedo, más vertical, aunque acolchado por esas nubes que lo difuminan. No existe fotograma capaz de mostrar tal y como es este paisaje: los sentidos están todos despiertos, más activos que nunca; cualquier fotografía sólo te mostrará una pequeña parte del panorama, porque el paisaje es aquí el conjunto de lo que ves, oyes y sientes. Es imposible resumirlo en una imagen, hay que vivirlo.

    Una vez abajo no nos queremos despedir así de la montaña. No hemos ganado su corazón, nos ha rechazado pero nos ha dejado una puerta entreabierta, nos ha permitido seguir y, como todo enamorado, hacemos alarde para que nos mire y en lugar de volver, acometemos una nueva ruta desde ahí, en ascenso hacia las montañas que vislumbrábamos frente a nuestro destrepe. Queremos que la montaña sepa que no nos vamos a rendir, que lucharemos por ganar su corazón, queremos que sea testigo de nuestra audacia, pues ya ha visto también nuestra prudencia; mostrarla nuestro orgullo, pues fue espectadora de nuestra humildad al reconocer su victoria; que vea que nuestro amor es puro, que se aleja de la vanidad de la acción, pues simplemente queremos llegar a ella, no capturarla, sólo queremos admirar a la montaña; ha sido testigo de nuestra disciplina tras la retirada, nuestra solidaridad el uno con el otro y esa responsabilidad de no dejar en ella más de lo que nos llevamos, de saber que nuestras únicas huellas de paso desaparecerán con la próxima ventisca. De este modo la montaña seguirá en silencio y nosotros la honraremos sabiendo escuchar ese silencio, sabiendo interpretarlo como lo que es: una invitación a quienes sabe que comparten su propia alma con el indomable espíritu de la montaña.

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