El valor de una retirada
“La singular aventura a que los Alpes nos invitan no es de las que se narran fácilmente. Lo que puede tener algunas veces de espectacular no es lo esencial. Como todas las grandes aventuras humanas, es ante todo un combate consigo mismo y una prueba que superar; una victoria que obtener sobre nosotros mismos tanto como sobre lo que se nos resiste; una enseñanza que obtener y que aplicar. Es un itinerario interior, muy largo, que acompaña y guía al alpinista sobre los caminos difíciles de la montaña y los de la vida.
Mundo extraño y maravilloso, que nos exige
muchas virtudes, a menudo contradictorias: la audacia y la prudencia; el
orgullo de ser hombre y la humildad de no ser más que eso; el amor de la acción
pura y la conciencia de la inmensa vanidad de la acción –sin embargo
necesaria--; la más completa libertad y la más estricta disciplina; la
solidaridad y la responsabilidad humanas llevadas, si es preciso, hasta el
sacrificio, en ese gran ejercicio de la soledad. Pero estas contradicciones se
resuelven por sí mismas y la montaña, en su silencio, responde a todas las
cuestiones. Sólo hay que saber interrogarla y, como ella, callar”. Sonnier
Los rebecos se sorprenden, observan cómo nos acercamos como si jamás hubieran visto a ningún ser humano por allí para, súbitamente, trepar por donde nosotros sólo seríamos capaces de caer y, desde sus atalayas, observar la progresión de los audaces aventureros. El rebeco no entiende qué hacemos allí, nosotros tampoco lo haríamos si obrásemos de manera más racional, pero la montaña atrae, enamora, y hacia ella acudimos buscando su corazón esquivo. El pequeño ungulado habita en ese corazón, lo domina. Nosotros simplemente tratamos de conquistarlo para retirarnos tras el logro por esa simple vanidad de la acción aludida por Sonnier. No queremos robar el corazón a la montaña, simplemente llegar a él y que ese alma aprecie el esfuerzo de la aventura por ganar sus favores. Pero para merecerlo hay que luchar, hay que ganarlo superando cada una de las pruebas que la propia montaña disponga sobre el sendero. La montaña y la vida son equivalentes.
La verticalidad, primera prueba que salvamos al paso. Manos y pies se tornan uno e impulsan al cuerpo hacia el siguiente paso complicado que se nos vaya apareciendo. La vista se dirige siempre hacia el siguiente gran escalón, tras de nosotros el abismo se va haciendo más extenso según avanzamos, pero el panorama es magnífico. No pensamos en ceder, la prueba es compleja, encierra peligro y los pasos y sus agarres han de ser firmes y decididos, cualquier error por nuestra parte nos dejaría a merced de la verticalidad y nos llevaría a formar parte para siempre del cascarón de la montaña; pero la montaña no desea nuestro despojos, es más espiritual, simplemente quiere que la amemos, que luchemos por ganar su corazón y una vez logrado, vernos partir sin otra cosa que el recuerdo de una hazaña personal, mensurada por las cualidades físicas y psicológicas de cada persona que emprenda esta lucha.
Pero el alma de la montaña es difícil de ganar, sobre todo cuando su letargo ha comenzado con las primeras nieves y no desea ser despertada. Es en ese lapso donde nos coloca su otro gran obstáculo: la nieve, que en tan estrecho sedo convierte cada movimiento en una peligrosa travesía. Pero la montaña no se conforma y une ambos obstáculos, sitúa en la vertical una fina capa de nieve y, en pequeños tramos del invisible sendero, acomoda pulcras placas de hielo que obligan a aminorar en extremo el paso y extremar a su vez más si cabe la precaución.Esa conjunción de obstáculos aviva la prudencia en detrimento de esa audacia que nos había llevado hasta tan arriba. Vemos cerca los trazos del sedo, su zigzag ascendente y la culminación del reto, pero hielo, nieve, roca y verticalidad se interponen entre nosotros y la cumbre, tan próxima pero a la vez tan aparentemente inaccesible. Es ahí donde la montaña nos responde a la pregunta con su silencio, es ahí donde decidimos que es mejor descender por camino ya pisado, que continuar aguardando el siguiente escollo que nos pudiera arrojar. La experiencia nos dicta que una barrera más puede hacer de la derrota una tragedia y, pese a que guardamos nuestra baza en la mochila en forma de material invernal para estos casos, la prudencia toma forma y optamos por aceptar la simple derrota. La montaña no desea ser hoy molestada.
Descender no es como ascender, nada tiene
que ver la sensación que provoca el abismo frente a ti que la de dejarlo a tus
espaldas con la vista siempre puesta en el siguiente paso hacia la cumbre. Lo
que minutos antes nos parecía complicado y peligroso, ha tomado ahora otra
dimensión: se ha magnificado el peligro y el cerebro juega una importante baza
junto con el equilibrio. En estas circunstancias la montaña enseña también otro
valor añadido, la paciencia. No hay prisa, a cada paso te detienes, miras dónde
situar tu pie, donde dejar tus manos, por donde arrastrar el culo y deslizarte
hasta la siguiente piedra, con fe ciega en que ese seguro no ceda y tu cuerpo
acompañe brevemente en vuelo a las aves que se burlan de nuestra torpeza. Cada
parada echas un vistazo al horizonte montañoso de la cordillera, el sol se va
acercando a la montaña, también está destrepando su propio sedo, más vertical,
aunque acolchado por esas nubes que lo difuminan. No existe fotograma capaz de
mostrar tal y como es este paisaje: los sentidos están todos despiertos, más
activos que nunca; cualquier fotografía sólo te mostrará una pequeña parte del panorama,
porque el paisaje es aquí el conjunto de lo que ves, oyes y sientes. Es
imposible resumirlo en una imagen, hay que vivirlo.
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