La naturaleza gruñe

 "Si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas" Tagore

    Orión guía mis pasos tras el atardecer, sólo tengo que seguir el asterismo de su cinturón y la propia funda de su espada señalará mi destino. Hoy volví a salir a buscar el atardecer, pero el ocaso me alcanzó aún en el bosque. Busqué al menos un claro donde la vista se pudiese perder hacia el horizonte y, emergiendo entre las nubes anaranjadas, logré vislumbrar al Espigüete recogiendo las últimas luces que el sol olvidó en el cielo tras ocultarse. La nieve era la protagonista de mi salida y por ella no pude encaramarme al punto pretendido, pues añadió al paseo las complicaciones que de su blanco manto se derivan. Las rodadas de la pista estaban heladas, con lo que sólo podía caminar por el centro y los bordes del nevado sendero, que llegaban a cubrir mi pie hasta que, tras alcanzar el collado y virar hacia el norte, buscando siempre la perspectiva oeste para que mi vista se deleitase con la puesta, la nieve virgen se interpuso en mi marcha. Nadie había pasado aún por ese lugar y se había acumulado gran cantidad de nieve en esta ladera, lo que me hizo aminorar aún más el ritmo que llevaba. Ahora mis piernas se hunden casi hasta la rodilla en ciertos tramos y el sol no espera, prosigue su marcha sin reparar en que alguien, que a cada paso se entierra un poco más en la nieve,  quiere nuevamente ver cómo se oculta tras las montañas. Un cúmulo de polvo estelar que para el sol, no es más que una imperceptible mota sobre un planeta que agoniza, ese soy yo.

    Tras cruzar el arroyo y comprobar que cubría más que mis botas y polainas prosigo la marcha, ahora también con los pies mojados, hasta un pequeño claro desde donde el propio arroyo fluye vociferando mientras va sorteando cada tronco del robledal desnudo, un bosque del que aún permanecen trazos de marcescencia en algún que otro  ejemplar, que permite teñir con tonalidad otoñal al paisaje que se apaga.

    El sol ya se ocultó, pero el horizonte aún muestra sus colores: sobre el robledal, un cielo claro que, a medida que se acerca a la línea del horizonte, adquiere matices anaranjados; bajo la arboleda una alfombra blanca, prístina, que aún no ha sido pisada si no fuera por el fino rastro de un corzo que costosamente atravesó lo que antes del temporal era un verde prado. Quizás ese mismo corzo que una hora antes se cruzó en mi ascenso con tal velocidad en su huida, que apenas fue visible unos segundos hasta desaparecer entre los robles y acebos que emergían de la nieve.

    Con la luna en fina curva creciente, y Venus madrugando junto a ella, decido iniciar el descenso. Poco a poco las luces del cielo empiezan a encenderse hasta que, en un momento dado, levanto la vista, que ha estado ocupada en no perder la senda mientras con esfuerzo ganaba terreno en la parte más profunda de la nieve, y la inmensa cúpula celeste se presenta ante mí. He de detenerme un momento para contemplarlo pues, al hacerlo caminando, iba dando un traspié tras otro y el hielo que a la ida podía ver claramente y evitar pisarlo, ahora sólo se puede intuir si vas mirando al suelo. Mientras me deleito con el paisaje nocturno que el invierno me ha propuesto para hoy, alcanzo la pista que en pocos kilómetros y aproximadamente una hora de marcha, me devolverá al pueblo, al final de mi periplo. Ya solo tengo que seguir a Orión.

    Pese a la fina curva de la luna, en la nieve hay tal fulgor que no es preciso encender luz alguna para saber por donde camino y no perder la senda, así que a oscuras, simplemente iluminado por la luna, penetro en el profundo bosque caminando entre las rodadas de un vehículo que pocas horas antes debió ascender por esta pista. Los sonidos de la noche quedan apagados por el crepitar de mis pasos sobre la nieve helada. De vez en cuando me detengo para escuchar, pero el frío es helador y recorto las paradas. Aún así, me sigo parando cada poco tiempo unos segundos para escuchar la melodía de la noche invernal hasta que, en una de ellas, justamente en la parte más umbría, al detenerme escucho a pocos metros un crepitar más escandaloso que el que yo mismo provocaba en mi transitar. Me quedo inmóvil, en silencio y preparo la cámara de fotos, es un bonito rincón: un gran roble dividido en dos gruesos troncos desde la misma raíz, se inclina separándose levemente de la pista; bajo él hay numerosos avellanos y acebos creando un singular bosque a la sombra de los gigantes, que ahora la noche oculta a mi vista. El crepitar continúa, mi cámara está situada, pero el ruido cesa un segundo para volver convertido en un fiero gruñido. Lo escucho muy cerca, a muy pocos metros de mí, me parece que incluso en la propia pista, pero no logro verlo. Es estremecedor escuchar algo así tan próximo, sin siquiera poder ver el peligro.  Hoy no traje el frontal ni la linterna, un olvido típico que no me suele preocupar al saber que no tendría problemas de orientación en el camino, pero que al menos me hubiera mostrado el rostro del animal que me retaba. Aunque quizás siempre es mejor no saberlo. El gruñido continuaba mientras recogía mi equipo y de una manera apresurada, pero pausada (si es que se puede llamar así), encendí en mi teléfono móvil la linterna y con ella alumbre a mi alrededor, procuré hacer que mi sombra fuese mayor y aumenté mi silueta elevando sobre mi cabeza el trípode con la cámara de fotos, mientras emitía sonidos y hablaba. Con la incertidumbre de saber si el temporal del invierno ha hecho que yo sea una presa potencial, o si simplemente al detenerme se vio sorprendido el animal mientras consumía su cena y su protesta a modo de gruñido era un simple “no estás invitado”, decidí salir lo más rápido que pude de ese lugar, siempre con la linterna del móvil alumbrando a todos lados y creando una gran sombra en mi silueta. Ahora ya solo escucho el crepitar apresurado de mis pasos. Me giro cada pocos metros iluminando lo poco que el artefacto que llevo puede alumbrar, pero no observo nada. Poco a poco van pasando los minutos y voy ganando los metros suficientes como para sentirme de nuevo a salvo, lo que provoca una ralentización de la marcha con lo que vuelvo a recuperar el resuello; por muy rápido que uno quiera ir, la nieve hace de las suyas e impone su ley.

    Ya veo bajo mis pies el pueblo, un par de kilómetros me separan del asfalto cuando el bosque empieza a clarear. Ya he vuelto a apagar la linterna y nuevamente mis pasos son guiados por la constelación del cazador. Me detengo a menudo a observar el cielo, a escuchar al cárabo, a respirar el frío helador de la noche de finales de enero y con miedo a percibir de nuevo el rugido de la naturaleza, que quedó atrás.

    Pero durante estos días de enero hay algo más en el cielo y quiero ser testigo de ello. Un cometa que ya circuló por nuestros cielos hace 50 mil años ha venido nuevamente a exhibirse.  Busco donde se que puede estar a esa hora de la noche: mirando más o menos al norte, entre la constelación del dragón y el carro de la osa menor. ¿Será ese pequeño punto que se divisa, casi imperceptible, entre las estrellas de la constelación? Desde luego a simple vista no veo un cometa como el que sale en las ilustraciones de los libros, ni siquiera adivino el tono verdoso que dicen que tiene, simplemente veo un punto que igual ni siquiera es. Pero sea o no un cometa, el cielo ha desplegado toda su belleza, tanta que da lo mismo de qué objeto estelar se trate cada punto que ilumina el firmamento, simplemente por visionar el conjunto ya merece la pena mirar hacia arriba y dejar el tiempo pasar.

Comentarios

Entradas populares de este blog

En blanco y negro

Nuevo año, nuevas circunstancias, nuevos planes

Esos pequeños peluches tan monos... y con tantos problemas: Visones