La jubilación del corredor de montaña

 

    Corres por un sendero que sigue la línea de nivel de una ladera. Miras al frente, con la vista puesta a suficiente distancia como para prever los obstáculos que todo atajo natural contiene y anticipar tu paso corrigiendo si fuera necesario tu zancada para, cuando el terreno te lo permite, perder tu mirada por el valle que se abre bajo tus pies hasta elevarse por las vecinas cumbres nevadas de finales del otoño. Un arroyo serpentea cientos de metros bajo tu silueta y en el cielo, el quebrantahuesos corona un paisaje para quien el corredor no es más que un punto de vivos colores que se mueve al ritmo de su propia naturaleza.

    Pero un buen día, esa silueta que navega al compás de las curvas de nivel, desaparece. Se ha transformado en algo menos llamativo, más lento y cauteloso en su deambular por el paisaje. Una presencia menos frecuente que tampoco se le escapa a aquel quebrantahuesos desde su atalaya en el cielo; una figura que ya no sobresalta al ciervo o al corzo que ramonean ajenos al discurrir de la vida del que antes aparecía sin previo aviso tras cualquier recodo del camino, de quien se asomaba sobre el collado y acariciaba en su carrera la estela del huidizo fitófago.

    Ese día siempre llega antes de lo esperado,  mucho antes de que tu mente esté preparada para esa jubilación anticipada, da igual que sea en la treintena que superados ya los cincuenta.

    Empieza con un dolor al que no prestas la atención que merece. Dolor orgulloso que, al no ser agasajado como quiere, provoca con su enfado que otras partes de tu cuerpo se alíen con él de manera corporativa hasta dejarte durante algún tiempo preso en esa prisión de asfalto de la que tan a menudo sueles huir.

    Ese es el inicio de tu declive. Tu musculatura responde mal al reposo pautado y comienzas a no recuperar alguna de tus lesiones, para las que los tratamientos que se nos proporcionan a los “corredores del montón” son lentos e ineficaces en gran parte. Vuelves a correr, reinicias poco a poco tu vida deportiva, pero otra dolencia te frena. Pasas por quirófano, pacientemente aguardas que la recuperación te devuelva a esos senderos que lejanos, aún conservas con claridad en tu memoria. Pero no. Te recuperas de esa dolencia pero otras han venido a convivir en tu día a día aprovechando la puerta abierta que las deja un largo tiempo de inmovilidad. Comienzas a entrenar en interiores, lejos de la libertad de las montañas, con el anhelo de que ese entrenamiento te sirva para retornar más fácilmente a los senderos y canales que tanto ansías ganar. Tras los barrotes de tu celda ya sólo ves mancuernas, bicicletas estáticas y elípticas, pero miras más allá, hacia los confines de tu memoria donde los bosques siguen acomodando en su seno esas gotas de sudor que caen sobre el estrecho sendero que lo atraviesa, formando un río invisible de ciegas esperanzas que desembocan en una cada vez más desgastada voluntad.

    Empiezas a gastar dinero en tratamientos novedosos a los que parece que sólo la élite deportiva accede y sana de sus dolencias. Al corredor del montón no le funcionan; acudes a los mejores especialistas de tu ciudad, incluso traspasas la barrera provincial o autonómica para acudir a profesionales reputados nacional e internacionalmente que den una solución a tu problema, pero … ¿Cuál es tu problema? – Quiero volver a correr –. Pocos entienden que tu vida normal no es tan solo tu trabajo diario, comer y dormir para acudir de nuevo a esa ocupación; la esencia de tu vida se asienta en tus aficiones, en aquello que en tus ratos libres buscas para huir de esa rutina que te constriñe, que te atrapa como la red al pequeño pajarillo que por su bello canto penará entre los barrotes de su jaula lo que le resta de vida.

    “Deja de correr, no te ganas la vida con ello. Haz natación que te viene mejor y es menos lesivo”. Al final te quedas con esa respuesta tras haber intentado todo lo que está en tus manos para volver a un terreno de juego que ya sólo mora en tus sueños: La montaña.

    Aun así la montaña sigue contigo, recorres nuevos senderos de manera pausada, eso no te molesta, te gusta también (no en vano esos fueron tus comienzos; unir aquellos paseos por la montaña con tus carreras por parques y asfalto cercanos a tu residencia es lo que te convirtió en corredor de montaña); incluso en ocasiones trotas hasta alcanzar algún punto cercano aguantando el dolor, pues el cerebro sabe que también necesitas esa inyección para calmar su angustia, pero lo pagas en cuanto reinicias la marcha tras un breve descanso que aprovechaste quizás para comer algo o simplemente contemplar durante un rato algún espectáculo natural. Compras una cámara de fotos y comienzas a captar cada rincón de esos paisajes para evocarlos posteriormente en tu casa, pero un día ves a una persona que a la carrera va negociando la cuesta por la que tú caminas y le miras hasta perderse tras la última curva del hayedo. La nostalgia ahí dibuja sus trazos sobre tu semblante. Disfrutas de la montaña como lo hacías antes, pero quieres volver a sentirte fuerte dentro de ella, a mirarla a los ojos con la respetuosa arrogancia de quien tiene en la naturaleza su hogar, su refugio.

    Cada vez sales menos, los dolores ya te impiden realizar recorridos abruptos, sigues soñando con esas infinitas canales que te llevan hacia indescriptibles horizontes, pero esas fantasías ya no te permiten ver las puestas de sol, ni las cumbres que asoman tras el alcor. Guardas algún reto para cuando el dolor se marche, pero lo ves lejano, incluso imposible.

    Ha pasado mucho tiempo, ahora esos desafíos no fantaseas con terminarlos a la carrera, sino completarlos al menos al pausado ritmo del paisaje; son trayectos que antes podías terminar en menos de la mitad del tiempo que ahora empleas para recorrerlos, pero has ido descubriendo otras motivaciones: llegar, tras muchas horas de fatiga, avanzada ya la noche y protegido bajo la cúpula estelar para detenerte a admirarla acompañado de las sombras y los inquietantes sonidos que la montaña sólo descubre en esas horas donde la luz desaparece junto al hombre y son los otros habitantes, aquéllos que moran realmente la montaña, quienes en ese lapso cobran protagonismo y allí mismo, con ese telón de fondo, la naturaleza te vuelve a dar la bienvenida a su territorio, a ese que abandonaste aquel día que tu cuerpo decidió no seguir corriendo por sus rutas. En ese momento en el que tu cerebro vuelve a viajar al ritmo de tu cuerpo.


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