Un día normal, o lo que se percibe fuera de la urbe.
No suena el despertador. Tampoco te sobresalta el bullicio de la calle con sus coches, autobuses, o el continuo martilleo de las obras que parecen no terminar nunca al irse solapando (no ha terminado una cercana cuando empieza otra aún más próxima a tu ventana). Simplemente el devenir del sueño va terminando su cometido para dar cabida a la vigilia con el sol ya en lo alto.
Al abrir la ventana, el tumulto que se escucha es diferente al de la ciudad. La naturaleza ya hace tiempo que despertó y todas las aves recitan a coro su noticiario matinal; aún se escuchan los grillos en el prado y cercano también resuena el rumor del arroyo. No hay apenas estridencias que sobresalten al entorno salvo algún vehículo que inicia su marcha y en ocasiones un motor accionado por alguien que inicia su labor durante algunos minutos en los que siega el prado o hace leña para la chimenea, pues aunque el calor ya sea dueño del paisaje, dentro de las casas la temperatura es fresca.
En el pequeño jardín, las golondrinas que vinieron a principios de primavera entran y salen de su nido realizando veloces y acrobáticos vuelos mientras chillan alegremente. Otros vecinos, una familia de colirrojos tizones, ya con el pollo volantón, no cesan en sus viajes a uno y otro lado del muro que les da cobijo. Pollo precoz que quiso aventurarse antes de tiempo y cayó del nido sin posibilidad de retornar a él. Eso le hizo buscar cobijo bajo unos troncos apilados donde sus padres siguieron alimentándole y aún siguen, aunque ya es capaz de sobrevolar los tejados con unos torpes vuelos que poco a poco va perfeccionando.Un verdecillo salpica el entorno con su parrafada posado sobre una antena y, más arriba, la cigüeña común sobrevuela los prados y campos del entorno.
Sobre los tejados de las casas, el mes de mayo avanzado deja ver los verdes de prados y bosques, que culminan en la frontera de la blanca roca que se recorta en el cielo azul de mediodía. A media distancia se ve pastar a los caballos, rubios alguno, negros la mayoría. Un claxon resuena en el pueblo. Ha llegado el panadero.
Tras la sobremesa, recostado a la puerta de la casa reposando el condumio, logro ver una pareja de águila calzada sobrevolando el entorno que antes recorría la cigüeña. La tarde avanza y los grillos van cobrando más protagonismo con un estridular que se acompasa con las voces de las aves que se reúnen en tertulia al terminar el día. El ruiseñor pone las notas más melódicas para quedarse solo mientras la noche va recuperando su lugar en la tierra. El día declina, ya no se escucha el jugueteo de las golondrinas o los gorriones, ni el devenir del colirrojo o las lavanderas. No se oye al verdecillo ni al cuco, sólo el ruiseñor acapara el paisaje sonoro con los grillos de fondo hasta que el cárabo comienza su lúgubre ulular desde el cercano robledal. A uno y otro lado del bosque parte la risotada tétrica de la rapaz nocturna mientras en el cielo, la luna nueva permite observar todo el manto estelar. Al fondo, Casiopea se asoma sobre la sierra del cueto; casi en el cénit la osa mayor y entre ambas, la estrella polar, en la cola del asterismo de la osa menor, indica la dirección del norte. Un poco más al oeste Leo impone su figura; hacia el sur es Escorpio quien muestra sus pinzas y sobre peña Cildá, en el noreste, el Cisne viaja porHe aquí mi día típico en un pueblo de montaña donde no hay bar, ni tiendas, solo naturaleza y montañas. Una jornada que contrasta con las que paso en la ciudad, desde donde estoy pasando al ordenador las notas que fui escribiendo en ese lugar, siempre con el ruido de fondo que no te deja escuchar otra cosa que no sean voces y motores de coches, con luces que te impiden ver esos cielos plagados de estrellas reunidas en fabulosas e imaginativas constelaciones y humos que te ahogan llenando de polución tus pulmones bocanada a bocanada. La respiración, eso que te da la vida pero que la civilización ha convertido en su arma para oxidar tu organismo y terminar poco a poco con tu existencia.
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