Si hay una característica que nos une a la
mayoría de las personas a quienes nos gusta la soledad en la Naturaleza, es nuestra
devoción por ella.
La montaña es hoy el feudo de quienes nos
movemos por la Naturaleza,
pocos lugares fuera de los inhóspitos y recónditos senderos de nuestras
montañas pueden sugerir los paisajes que queremos que nos acompañen en nuestro
deambular por el mundo. Tan solo en las montañas podemos encontrar rincones
donde los estragos causados por la mano
del hombre apenas se perciban, parajes donde todos los elementos que conforman
la propia naturaleza convivan, donde puedas sentir la presencia del oso,
encontrar rastros del lobo, advertir la sombra del quebrantahuesos o el águila
real para levantar la vista y admirar su planeo hasta perderse tras algún
risco…

Escribo esto tras haber visto una vez más (no
podría precisar el número de veces desde que lo hice por primera vez) la
película “Un tipo genial” (en inglés “Local Hero”). Si bien no trata sobre
montañas, sí lo hace sobre la naturaleza en una costa escocesa que no puede por
menos que recordarme la costa cantábrica cercana a Picos de Europa: Costas
verdes de acantilados y playas que desaparecen con la marea tras las cuales se
aprecian unas montañas aún coronadas con
los restos del invierno todo ello bajo la cúpula de un firmamento que
parece vivo, que no concede tregua al observador, aderezado en el film con la
que pudiera ser la banda sonora más bella de Mark Knopfler.
Con fino humor y ese escenario descrito, se
narra cómo un pueblo no vacila en permitir destruir su tierra por el dinero que
una empresa les ofrece para crear una refinería. “Del paisaje no se vive” dicen
en uno de los cortes aludiendo a que “la tierra es de ellos y los habitantes
del pueblo pueden hacer con ello lo que quieran”; todos excepto uno, que no
pone precio a su playa, donde reside en una mísera chabola sin puerta,
colocándola a la altura de lo intangible tras el juego, propuesto al
protagonista del film y negociador del acuerdo, con los granos de arena que le
caben en un puño a la hora de negociar su precio.
No hay maldad en la codicia de quien cree
poseer el paisaje, sino un ancestral antropocentrismo bien asentado en nuestra
cultura, donde nuestros propios intereses han de recibir la atención por encima
de todas las cosas y el cual resulta casi imposible de erradicar.
Los tiempos han cambiado, hoy el
ser humano busca esparcimiento en la naturaleza; la mayoría de personas nos
hacinamos en entornos urbanos plagados de contaminantes y encontramos en
montañas o playas el oxígeno que recarga nuestras baterías para poder continuar
funcionando. Sin embargo no sabemos utilizar la naturaleza como visitantes,
sino que tratamos siempre de conquistarla para acomodarla al modo de vida del
que tratamos de huir.
El paisaje no es un elemento estático,
varía con las estaciones, el clima u otros acontecimientos naturales. También
varía cada vez que el hombre lo pisa sin el respeto que se le debe y lo hace
suyo tratando de ordenarlo a su manera.
Somos parte de la naturaleza y nuestros
actos forman parte de ella al tiempo que dejan huella en el paisaje, nuestro
aprendizaje debiera ir encaminado a la convivencia con esa Naturaleza en lugar
de a su dominación. Con ese cambio de conciencia no sería necesario prohibir el
acceso a zonas naturales, pues se crearían muchas más por las que nos
repartiríamos quienes buscamos un acomodo lejos del gris de nuestras ciudades,
habría corredores naturales por donde la vegetación y la fauna se abrirían paso
lejos de las fronteras que nos hemos inventado, pues la Naturaleza es global,
no local. Revertiríamos la situación actual en la que los entornos naturales
son auténticas islas dentro de las que convive un universo de vida constreñido
entre fronteras grises que asesinan a todo aquello que se aventura a cruzar
esas lindes.

Primero caminando, luego además corriendo y
ahora sólo caminando, he recorrido un sin fin de senderos sin modificar en nada
su paisaje, nada que no sea la erosión que pueda causar mi pisada sobre el
terreno. He descubierto lugares que me han sobrecogido, miradores donde no he
podido hacer otra cosa que detenerme a deleitarme con lo que la naturaleza
premia a quien acude a ella, simplemente a hacerse acompañar por lo que ofrece;
he descargado mis piernas adentrándome hasta la cintura en fríos arroyos de
montaña, sesteado en primaverales prados sobre un manto de narcisos; he visto
atardecer en la costa tras recorrer las más altas cimas cantábricas, intentado
adivinar cada constelación recostado bajo la cúpula celeste en el silencio de
la montaña sólo roto por el lejano ulular del cárabo o el inquietante grito de
la lechuza… Todo ello lo he disfrutado desde esa soledad que en la naturaleza
adquiere un aire positivo, pues sólo con ella captas cada detalle que te
brinda.
Nosotros formamos parte del paisaje hasta
que nos convertimos en sus protagonistas, lo destruimos y tiempo después, nos
lamentamos por ello.
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