Los "Picos" más recónditos al lado mismo del bullicio veraniego.

 

    Puedo imaginarme el trasiego de personas que estarán recorriendo a estas horas los primeros tramos de la pista que une el alto del teleférico con el collado de los Horcados Rojos o el hotel de Áliva, en las praderías a los pies de peña olvidada. Imagino las largas colas de gente aguardando el momento de subir hacia el alto en la cerrada cabina del citado transbordador montañero para disfrutar en pocos minutos del espectacular viaje remontando el desnivel que les va a conducir hasta el punto, lo suficientemente lejos del valle y lo suficientemente cerca del cielo, donde vislumbrar el espectacular horizonte montañoso que desde allí alcanzas a divisar.

    Puedo también imaginar  la fila de excursionistas que hoy estarán recorriendo la ruta del Cares y disfrutando entre las paredes encajonadas del espectáculo que supone estar a medio camino del río que separa el macizo central del occidental y las altas cumbres de ambos, o el bullicio que habrá a estas horas disfrutando del bucólico paisaje de los Lagos de Covadonga en un primaveral día sin nubes que obstaculicen las panorámicas y con temperaturas propias de mediados de julio.


    Cerca, muy cerca de allí, me encuentro en soledad disfrutando del verdadero Parque Nacional. Desde un pueblo escondido la pista me conduce con gran desnivel hacia arriba hasta convertirse en camino, que a medida que gana altitud pasa a ser senda hasta, poco después, tornarse en una estrecha canal herbosa que me transporta sin pérdida hasta un punto elevado desde donde las vistas podrían competir con las antes citadas, pero desde el que el ambiente, la sensación de encontrarse en la montaña de verdad, no rivalizan con estos. Acariciando las altas cumbres calizas por un lado y con la montaña cantábrica hacia el otro mostrándose en plenitud, me paro a reposar no porque la fatiga haga mella (que también, pues casi mil metros de desnivel hacen daño en tan pocos kilómetros de ascenso), sino porque el ambiente y el paisaje que se vislumbran piden ese reposo para sumergirme en él y apreciar bien toda su opulencia.

 Nadie me he encontrado en el ascenso a parte de rebaños de animales domésticos que, custodiados por dos mastines, vinieron a recibirme acompañándome en mis últimos metros de ascenso por la canal. Caballos, cabras y vacas restan algo ese aspecto salvaje donde algunos rastros de lobo pondrían en su lugar a quien tuviera dudas de dónde se encontraba. En el cielo, un quebrantahuesos vigila el sendero por el que ya camino, primero entre un precioso hayedo para después ir a buscar en horizontal a media ladera la siguiente canal por la que iba a descender de nuevo abruptamente, cerrando así un circuito hasta el pequeño pueblo donde me esperaba la bien cuidada fuente de agua fresca y el coche, que me recordaba cuál era la realidad de la que procedo: asfalto, humo y gentío por doquier, una realidad gracias a la cual valoro más estos momentos de soledad en la montaña, una realidad que me ha hecho ser especialista en encontrar rincones donde saborear la naturaleza, no ya salvaje, cosa imposible, pero sí lo más semejante a esa cualidad.

    Junto a cada lugar masificado del parque nacional, hay siempre mil  rincones desde los que se puede escuchar sin perturbación alguna cada latido de la naturaleza. Quizás sean más incómodos de alcanzar y por ello estén más ocultos, pero quien desee sentirlos hallará en ellos sobrada recompensa al esfuerzo.


Imagen otoñal del mismo rincón 


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