Perdón por valorar la naturaleza





Da la sensación de que quienes residimos en ciudades hemos de pedir disculpas por tener opinión sobre el medio natural, asociado siempre al rural, cosa que carece de todo sentido por el uso que quienes lo habitan hacen de ello.

Parece que el medio natural tiene dueño y no es otro que el propio ser humano, pero no en su conjunto, no. Tan solo aquellos que viven rodeados de naturaleza pero ven al medio natural como algo tangible, un recurso a explotar, son quienes se han adueñado del paisaje. El hombre de ciudad es simplemente un visitante en las tierras del habitante del medio rural.

Ese ciudadano que allí acude, normalmente en fines de semana cuando la actividad laboral se lo permite, no sabe por lo general cuál es el cultivo que se da en cierto lugar, desconoce a menudo el nombre de árboles y plantas del entorno y no es capaz de discernir entre el excremento de un caballo o el del oso pardo, algo que quien reside en ese entorno conoce desde que dio sus primeros pasos.

Esto que expongo no le dota de más mérito a uno y se lo resta al otro, al igual que si al revés sucediera.

La naturaleza no pertenece a nadie (esto es tan obvio que se nos ha olvidado), ni está ahí para solaz del viajero. Existe simplemente y todos formamos parte de ella, pero puestos a pensar en ello, quizás la naturaleza prefiere al hombre de ciudad (no a todos como es obvio), a aquél que en cuanto se le presenta la ocasión huye del asfalto y acude a su codiciado oasis, ese terreno que es la antítesis del lugar donde procede para de nuevo llenar sus pulmones de vida y recargarlos hasta que el gris urbano de nuevo los desgaste.


Esa naturaleza prefiere a aquél que, sin conocer el nombre del árbol, goza mirando hacia el bosque; a quien sin conocer por su silueta el nombre de cierta montaña, disfruta de su ascensión y de lo que desde su cima divisa; aquél que tan solo pretende formar parte de la naturaleza y con solo deambular por sus senderos y sumergirse en su ambiente, ve satisfecho todo el peaje que ha de abonar por residir entre asfalto, coches y edificios monstruosos.

No me mires con desprecio por desear que haya más bosques, ni me ataques por defender al oso o al lobo. Con ello no pongo en peligro tu vida ni tus bienes, tan solo pongo en valor aquello que es intangible, eso que me hace volver a esas tierras que tú, que en ellas habitas, no valoras como lo que es: eso que debieras de cuidar y proteger hasta convertirte en garante de las cualidades con que tu comarca cuenta y que al parecer sólo yo, viajero de la ciudad, soy capaz de apreciar.


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