Valle estrecho
No se me ocurre mejor lugar para comenzar estos relatos que la montaña palentina y, dentro de ese rincón donde la naturaleza aún existe casi al margen del hombre, rescato de mis recuerdos la primera vez que acudí a conocer el Valle Estrecho.
Con la colosal Peña Redonda haciendo de frontera entre la montaña y la meseta comienza un vergel de naturaleza sin parangón. Cierto es que el ser humano deja huellas como la ganadería, pero es algo con lo que, si se realiza de manera sostenible y con las precauciones debidas para evitar conflictos con la fauna salvaje que convive en este entorno, se puede perfectamente coexistir.
Fue por azar aquella primera ocasión en la que descubrí un entorno que no imaginé cuando preparé desde casa esos dos días por la montaña. Eran finales de septiembre, o había comenzado ya el mes de octubre, no recuerdo, pero sí que estaba recién comenzada la temporada otoñal. La fría mañana propia de ese tiempo en las montañas la pasé corriendo para unir San Martín de los Herreros con Rebanal por unos caminos que me guiaban bajo la fina neblina propia de la inversión térmica en tan angosto valle hasta un momento dado que me permitió asomarme, tras coger altura, hacia el valle que al brotar el río Rivera forma, encontrando frente a mí, a una distancia que daba la sensación que podía alcanzar con la mano, la conglomerada mole del Curavacas. Desde ahí, ya cuesta abajo, llegué a Rebanal por la pista y, tras cruzar el pequeño pueblo, retorné por la carretera que junto al río, recorre los pocos kilómetros que lo separan de San Martín .
No dejé la oportunidad esa tarde de pasear por ese entorno que había recorrido al trote y descubrir promontorios que me dieran una visión completa del Valle que tanto me había maravillado.
Acompañado por sonidos que pensé que era el ganado que campaba próximo remonté cuestas entre el hayedo para llegar a una pequeña cima cuya posición centrada otorgaba una vista de 360º. Bajo ella los hayedos, aún sin colorear completamente con sus colores cálidos el entorno. En torno a ella, todas las cimas del valle: cerrando el telón por el sur la citada Peña Redonda y presidiendo hacia el norte, nuevamente el emblemático Curavacas. La banda sonora era un coro de voces roncas que retumbaba por todo el entorno con alguna nota musical que entonaban las aves forestales convirtiendo ese momento en el más prodigioso de los conciertos.
Fue mi primera experiencia escuchando, sintiendo sería más correcto decir, la berrea. Tan admirado quedé tras ese cúmulo de sensaciones que se me hizo casi de noche. No quería abandonar ese lugar, pero había que retornar. El camino sombrío semejaba una imagen gótica, escuchaba las pisadas de los ciervos retumbando mientras huían entre el hayedo al percibir mi presencia, algunas aves marcaban mi posición alertando de mi paso a los habitantes del valle. En un tramo llegué incluso percibir un olor ocre al pasar la pista por la que transitaba entre elevados arbustos que ponían límite al robledal que desde ese punto trepaba por la ladera, sentí una silenciosa presencia que inmóvil parecía vigilar mis movimientos. Un mirlo me sobresaltó al cacarear muy próximo, justo cuando un desvío me llevaba a un pequeño desfiladero que sin remisión me condujo al alojamiento que había escogido.
Esa noche seguí percibiendo la berrea desde allí y al amanecer, no pude esperar y volví al sendero. Llegué al desvío en cuestión y opté por quedarme gozando del bosque. Allí, donde por la noche sentí aquella presencia, hallé mis primeras huellas de oso.
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