Hoy es el "día de la tierra" según mi buscador de Google.

 Y por eso dedico esta entrada a sus habitantes, haciendo un poco de memoria y recordando ciertos pasajes de nuestra reciente historia.

    Dijo Gandhi: “Un país, una civilización, se puede juzgar por la forma que trata a sus animales”

    El extinto bucardo del pirineo, el oso pardo, el lobo ibérico, el águila imperial, el urogallo, el lince ibérico, el también extinto uro, la foca monje mediterránea, la tortuga mora, el quebrantahuesos, el visón europeo o la cigüeña negra son ejemplos del trato que se ha dado a los animales en nuestro país. Pese a eso somos uno de los países  que mayor diversidad en los paisajes y ecosistemas presenta en Europa, aunque este honor sólo sea debido a una posición estratégica de la península ibérica y posiblemente al retraso sufrido en la segunda mitad del siglo XX y no al esfuerzo o sensibilidad de sus habitantes. España alberga más de la mitad del total europeo de especies de fauna y flora, cerca de 85.000 especies, y un 30% de los endemismos del continente europeo. 

    La cumbre de Río, en 1992, aprobó un convenio sobre diversidad biológica cuyo objetivo prioritario era evitar la desaparición de especies. Para ello, además de la elaboración de planes de recuperación de especies en peligro de extinción, se hace imprescindible proteger su hábitat, cuidando en especial de mantener los corredores ecológicos para facilitar la dispersión de las especies y así lograr poblaciones estables, evitando las desapariciones locales de especies y consiguiendo un adecuado flujo genético. Hoy, pese a que los inicios del siglo XXI nos despertaron con la extinción del Bucardo, subespecie de cabra montés propia de los Pirineos, y a que las poblaciones de lince ibérico o águila imperial parecían abocadas al desastre, hemos sido testigos de cómo los esfuerzos por recuperar esas especies han ido dando sus frutos, pudiendo disfrutar más de una década después de una población de águila imperial (según censo de 2013 elaborado por el ministerio de medio ambiente) de 407 parejas en la península Ibérica, un número muy próximo al objetivo fijado en 2001 de alcanzar las 500 parejas de este endemismo. En el año 2000, el número de parejas censadas estaba en torno a las 141 y tan solo cuarenta años antes había en nuestro territorio un número de 50 parejas, lo que condujo a que en el año 1966 se protegiera esta especie con el resultado optimista que hoy vislumbramos. Estos resultados comenzaron a verse tras la prohibición del uso de cebos envenenados y la mejora de infraestructuras que redujo su mortandad por causas no naturales. Sólo en Castilla y León, la población reproductora de Águila Imperial ha pasado de 29 parejas en 2005, a 101 parejas en 2020 (datos extraidos del diario información, el 09-01-22)

     En cuanto al lince, otra de las especies emblema para la conservación en nuestro país, la situación, pese a haber mejorado en la última década, no llega a ser del todo optimista. En el año 2004 se publica un trabajo de prospección que durante la época 2001-2003, trató de localizar mediante eficaces métodos de foto trampeo y análisis de excrementos la totalidad de linces en nuestro territorio, llegando a las conclusiones de que sólo en la parte oriental de Sierra Morena y en Doñana, quedan poblaciones estables de lince, contabilizándose 160 ejemplares (Guzmán y col.) En el año 2010, y tras esfuerzos para su conservación, se llegaron a contabilizar 250 ejemplares en libertad y 71 en los programas de cría en cautividad. En 2020 ya se contabilizaban según datos oficiales 1.111 ejemplares en toda la península Ibérica que, si bien pueden parecer muchos si nos fijamos simplemente en la cifra numérica, la organización WWF alerta de que para alcanzar una población viable y fuera de peligro, habría que lograr que al menos hubiera entre 3000 y 3500 individuos, de los que al menos 750 deberían ser hembras reproductoras. Aún estamos lejos.

    España, pese a las antes descritas bondades sobre su biodiversidad, cuenta en su historia con un punto negro muy próximo en el tiempo a la actualidad en el que se aniquiló a gran parte de su fauna: Se trata de las Juntas de Extinción de Animales Dañinos, que reinaron en nuestra tierra durante la década de los cincuenta y sesenta del siglo XX (fueron creadas en 1953 y extinguidas con la promulgación de la Ley de Caza en 1970). El resultado de la acción de estas juntas se cuantificó en una inexacta cifra de 638.474 animales eliminados en tan solo ocho años, cifra inexacta como digo pues no se cuantificaban las muertes provocadas por furtivos, los expolios de nidos y huevos, los capturados en cotos privados de caza o en provincias en las que no existieron las juntas de extinción. El desglose de esa cifra se distribuye en 29880 reptiles, 514.888 córvidos, 22.024 rapaces y 71.682 mamíferos.

    Estos animales eran en muchos casos presentados por “alimañeros”, que cazaban de la forma que fuese (venenos, disparos, lazos…) a los ejemplares y eran gratificados económicamente por ello. El suculento negocio de la caza y la ganadería, fueron las causas de la creación de estas juntas para la eliminación de todo animal que pudiera perjudicar su negocio, pues estas bestias habían sido declaradas perjudiciales para la caza, ganadería y agricultura.

    La figura del alimañero, que gozaba de gran reconocimiento social en esa época, no lo fue así durante la historia, donde quienes cazaban las piezas eran personas de escasos recursos y que además de los pagos de las administraciones, se valían de las limosnas que los habitantes de los pueblos les entregaban cuando recorrían sus calles con un carro lleno de los cuerpos de sus víctimas y de las que dependía en buena parte su supervivencia. En 1902, la Ley de caza mantenía la recompensa económica que cuatrocientos años antes ya existía, aunque fue esta la primera en publicarla en pesetas: Un lobo macho valía 15 pesetas, mientras que por una hembra se pagaban 20 y 7’50 por cada lobezno; se añadió en esa ley a especies como el lince o el águila imperial, confiriéndoles la condición de alimañas, contabilizando por el lince o el águila imperial, un abono por parte de la administración de 3’75 pesetas.

    La primera ley sobre caza de predadores fue promulgada en 1542 por Carlos I, quien en Valladolid, otorgó la facultad de los pueblos para ordenar la matanza de lobos y dar premio por cada uno. (Recogido de la revista Jara y Sedal, 25-9-13).

    Fue una orden ministerial en 1966 lo que dio el primer paso para salvar de la extinción a muchas de las consideradas hasta entonces alimañas, vedando la caza de especies como por ejemplo el águila imperial hasta que en 1970, la ley de caza introduce el concepto de especie protegida para animales cuya población era tan reducida que corría riesgo de desaparecer.

    Estos ejemplos con los que ha contado nuestra cultura popular dan pie a meditar en lo cierto de la frase de que “es sobre el hombre “civilizado” sobre quien recae la destrucción de la flora y la fauna”. Dice el profesor Chevalier “existía desde siempre en África un milenario equilibrio entre el hombre, el mundo animal y el vegetal, que fue groseramente perturbado con la llegada de los europeos al continente negro. La ley de la jungla contaba severamente para el indígena: no podía cazar ni cultivar todo aquel a quien se le antojaba, la creencia en los tótems protegía a buen número de animales. Existían multitud de bosques sagrados e inviolables (…) fijándose incluso zonas inhabitadas donde nadie se atrevía a penetrar”.

    Pese a los supuestos beneficios en cuanto a progreso que a los antiguos pueblos celtas, como los Galos, les reportaron la ocupación de los Romanos, esa cultura que trajo los valores de la civilización griega y el cristianismo nos indujo a un desprecio por la naturaleza. "Es la cuenca mediterránea, cuna de las más s prestigiosas civilizaciones, la más devastada por la acción humana", señala Raymond Fiassonn en su libro el hombre contra el animal.

    Pero ha sido el comercio y el desmedido afán del hombre por la ganancia fácil de dinero lo que ha propiciado la desaparición o casi exterminio de numerosos animales. Se diezmaron poblaciones enteras de especies por las rápidas ganancias que sus pieles, colmillos o plumaje proporcionaban, pero eran demandas que no satisfacían las básicas necesidades del ser humano, sino que a menudo servían tan solo como instrumentos de vanidad o lujo.

    El otro impulsivo anhelo del hombre desde siempre ha sido la caza que hoy, dado que no es necesaria para el mantenimiento inmediato de nuestras necesidades individuales, se ha convertido en un vano reto deportivo. Nuevamente aludo a Fiasson, quien escribiendo sobre la imposición de reglas de honor en el ejercicio de la caza, señala una que dice: “No disparar jamás por el simple y perverso placer de matar”. “Muchas veces—continua—tras una larga e implacable persecución, y cuando la agotada bestia se rinde vencida, el perfecto cazador desvía su arma; el disparo fatal es sólo la última escena del drama, pero nunca la esencial”.

    Existen ejemplos en la historia como el conocido Buffalo Bill, quien aceptó las funciones de exterminador de bisontes a cambio de 500 dólares mensuales, llegando a matar 2.800 ejemplares en 18 meses. Aquellos pioneros “civilizados” de las llanuras americanas llegaron a organizar competiciones para ver quién aniquilaba mayor número de bisontes, hasta que un día, alguien se percató de que únicamente quedaban alrededor de quinientos de los más de cincuenta millones de bisontes que pacían en Norteamérica.

    El número de piezas cazadas o la ferocidad del animal masacrado, colocados en ordenadas hileras o en rudimentarios pedestales para su retrato, no hacían más que alimentar el alarde de quienes gozaban con la muerte de estos, a menudo fotografiándose junto a sus víctimas tan inútilmente sacrificadas. Es quizás la fascinación que el hombre siente por la fuerza o majestuosidad de estos animales lo que le empuja a querer obtener y jactarse del botín que supone su cadáver para alimentar su vanidad; el respeto ancestral a la vida de estos animales y su ennoblecimiento tras una muerte lograda en buena lid, sobre la cual pesaba la supervivencia de una familia o un pueblo, murieron con la civilización.

    Una filosófica crítica sobre la caza la escribió Tomás Moro en el siglo XVI en su descripción de la isla de Utopía plasmada en el ensayo del mismo nombre: “los utópicos tienen el ejercicio de la caza como una actividad impropia de hombres libres y la relegan a los matarifes, un oficio que ejercen los esclavos como la parte más ruin de este oficio, que por otra parte no deja de ser útil, produciendo buenas ganancias, pues el matarife sacrifica a los animales sólo por necesidad, mientras el cazador se satisface con la muerte violenta de un indefenso animalito. Creen que complacerse con el espectáculo de la muerte es propio de bestias, y si se vicia en semejante placer, la tendencia a la crueldad  se apoderará del cazador”. Utopía describe un estado ideal en el que vivió durante 5 años Rafael Hytlodeo, personaje de su libro que describe todo sobre ese lugar ficticio dominado por principios de la razón natural. La caza era el pasatiempo favorito de los reyes y los nobles y esta obra supuso una crítica política y social hacia muchos de los aspectos de su época.

    Declaraba el duque de Brabante ante la African Society en 1933 que “el aniquilamiento de cualquier elemento de la creación se convierte en una pérdida irreparable, ya que el hombre resulta impotente para volver a crearlo”.

    El ser humano, visto globalmente, se ha convertido en una especie invasora dañina al producir importantes cambios en la estructura, composición o procesos de los ecosistemas, poniendo en peligro la diversidad biológica nativa. Ha logrado con sus actividades provocar extinciones locales de especies nativas y ha contribuido a la homogeneización del paisaje. Hoy en día es la única especie que compite en recursos con la propia naturaleza, tratándolos como algo exclusivo de su propiedad.

    Es ahora también cuando una parte de la sociedad, cada vez más enferma de codicia, se ha percatado del problema que supone esa pérdida de biodiversidad que sufre el planeta y han hecho sonar las alarmas. La gestión de especies es un elemento que puede permitir la recuperación de numerosas poblaciones de animales a punto de desaparecer de la tierra, pero debiera de hacerse desde un punto de vista alejado de esa codicia, pues dejarlo en manos de propietarios de cerrados cotos cuyo único objetivo es lograr grandes trofeos para sacar pingües beneficios por su muerte no ayuda más que a mantener el número de la especie, sin favorecer la diversidad natural que debieran de poseer los territorios para autogestionarse, contando con los depredadores que no son bienvenidos en sus cercados. No podemos olvidar no obstante, que algunas reservas de caza se crearon con el fin de proteger en último extremo a especies que estaban a punto de desaparecer, como lo fue el caso de la cabra montés de Gredos, subespecie victoriae, que a punto de su extinción a principios del siglo XX, logró su recuperación con la creación de la Reserva Nacional de Caza de Gredos.

    El ser humano gestiona las poblaciones faunísticas o vegetales de numerosos ecosistemas tratando de establecer el equilibrio que él mismo rompió cuando aniquiló a especies de importancia vital en la naturaleza. La carencia de depredadores provoca una explosión demográfica de fitófagos, quienes terminarían por destruir un ecosistema acabando con sus alimentos hasta convertirlo en desierto, lo que provocaría hambrunas en esas superpoblaciones y su fragilidad a las enfermedades, terminando finalmente con la especie. El ser humano utiliza los estudios del ecosistema para evaluar la capacidad de carga del mismo con el fin de mantener en unos números constantes a las especies que lo habitan y de esa manera protegerlas. La función que desempeñaban los depredadores o consumidores secundarios ha sido sustituida por las constantes numéricas y los disparos de control poblacional.

    Pero el hombre, como dijo el duque, no puede crear una especie ya extinta… O sí: El bucardo ha sido el último animal extinto en nuestro país, pese a los esfuerzos de muchos. El daño a la especie por la caza masiva a la que fue sometida era tal que el último ejemplar murió en los pirineos en el año 2000. La vergüenza de haber permitido en una época en la que teníamos tanta información y adelantos la extinción de una especie hizo posiblemente que se tratara de clonar al extinto animal a partir de las muestras de ADN tomadas de su piel. Una década después se consiguió que naciera el primer animal extinto en ser clonado, alegría que duró muy poco pues poco después del alumbramiento falleció debido a un defecto en sus pulmones. Estos adelantos científicos no deberían de ser necesarios si el ser humano cuidara del patrimonio natural que hoy posee y que con la prevención lograría un mantenimiento óptimo de especies y ecosistemas. Ahora habría que meditar sobre la necesidad o no de volver a contar con especies ya extintas nacidas de tubos de ensayo y laboratorios o dedicar todo el esfuerzo y dinero a mantener y mejorar lo que aún nos queda.

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