El planeta que hemos modificado, que estamos matando

 

    Durante los años en los que el ser humano lleva poblando el planeta, esta especie ha alterado el equilibrio ecológico a una velocidad increíble. Las cifras llegan a ser alarmantes al compararlas con la lenta evolución de la Tierra.

    En los alrededor de 4.500 millones de años que tiene la Tierra, se han producido una serie de cambios naturales a lo largo de su historia que han requerido de extensos periodos de tiempo para el reajuste de su funcionamiento. Todos los cambios fueron reabsorbidos por el sistema dando lugar a nuevas situaciones de equilibrio. 
     

    El hombre es la única forma de vida capaz de modificar el lento proceso evolutivo, ha olvidado, pese a todos los años que lleva poblando el planeta, que está unido al resto de los seres vivos de la Tierra (hipótesis Gaia: la vida crea y mantiene las condiciones necesarias para su supervivencia): la biosfera controla la vida mediante mecanismos de realimentación naturales.

    Hoy ya no nos queda tiempo para lamentarnos por lo perdido, hemos de luchar por conservar lo que aún tenemos e ir recuperando poco a poco el olvidado equilibrio para lograr la supervivencia del planeta, dándole más tiempo para curar sus heridas, y con ello la perduración de nuestra especie, hemos de iniciar según palabras de Lovelock una “retirada sostenible” (en el contexto de una contraposición a la vía del desarrollo sostenible tan acuñada en la actualidad). Somos parte de la biosfera y como tal, interactuamos entre todos los seres vivos, cada error nuestro se hace perceptible tanto en otras especies como en el propio planeta.      

    El hombre con su modo de vida, es el responsable de talas indiscriminadas, quema de bosques, extinción de animales, contaminación de aguas, atmósfera… Todo ello entre otras muchas atrocidades, es la causa del aumento de la temperatura del planeta, lo que supone un cambio letal para muchas de las especies que lo habitan (clásico ejemplo mediático del oso polar). Esos problemas ambientales no eran captados como tales hasta que han comenzado a suponer una preocupación para nuestra salud e incluso nuestra economía, y todos ellos son efectos secundarios de la actividad industrial o el exceso de población con los que hemos castigado al planeta, desaciertos a los que en 1970 Bateson no dudó en sumar además unos valores erróneos por parte de nuestra cultura.

    Hoy no encontramos en la Tierra ningún entorno virgen, todos los ecosistemas sufren o han sufrido de algún modo la fuerza del hombre. Incluso desde lo más alto, puedes ver las cicatrices dejadas por el ser humano en la naturaleza.

    Fue con el descubrimiento del fuego, hace unos 500.000 años, cuando el más voraz habitante del planeta comenzó a cambiar el mundo para adecuarlo a su modo de vida, acorralando con el fuego a sus presas para facilitar su caza; pero con la agricultura, hará unos 10.000 años, es cuando hubo mayor impacto debido sobre todo a la gran demanda energética que suponían las concentraciones poblacionales. Por entonces aún era sostenible la convivencia Naturaleza-Ser humano. A partir de la revolución industrial, con el desarrollo de la industria y el crecimiento de la población en grandes núcleos urbanos, se establece una dependencia de las energías no renovables y en el siglo XX, la ganadería y agricultura intensivas a la vez que el comienzo del consumismo han empujado al planeta a situarse cerca de los límites en sus fuentes (capacidad para generar recursos) y sumideros (capacidad absorben la contaminación).

    Con el tiempo y al irnos separando de lo agreste, se comenzó a utilizar de forma indiscriminada al medio natural, se quiso domar todo lo que había en la tierra y lo que no se podía, o considerábamos peligroso e inútil, era erradicado; los depredadores fueron considerados alimañas, pues atacaban el ganado o ponían en peligro a los humanos, emprendiéndose batidas para terminar con sus poblaciones, cosa que sucedió en muchos territorios acabando con especies como el lobo marsupial de Australia y dejando al borde de la extinción en muchos otros a grandes depredadores como el lobo ibérico o el oso pardo en el caso de España (aún se conservan como monumentos etnográficos las trampas en las que se hacía caer a los lobos en nuestro país); se empezaron a importar animales y plantas exóticas de unos países a otros debido a sus singulares cualidades, sin tener en cuenta lo invasivo de su propagación o sus cultivos y el peligro para la biodiversidad de los territorios colonizados (eucalipto, visón americano, cangrejo americano…).

    Todas las especies están abocadas a la extinción y en la historia de nuestro planeta, esto ha acontecido debido a glaciaciones u otros desastres naturales, pero desde que el ser humano desarrolló métodos de caza comenzó un ritmo de extinción que hoy se establece en unas 30.000 veces más rápido que en el periodo cretácico (época de los dinosaurios). Sólo en los últimos siglos, el hombre ha causado directamente la extinción de 784 especies y ha obligado a que 65 especies tan solo se encuentren en cautividad. Según la UICN una de cada ocho aves, uno de cada tres anfibios y uno de cada cuatro mamíferos están amenazados de extinción (en total 16.119 especies)

    La alteración del hábitat debido al desarrollo socioeconómico (vías de comunicación que provocan escisión de poblaciones, abuso de acuíferos, embalses o trasvases en ríos, uso urbanístico del suelo…), la deforestación y los incendios, la contaminación, la caza irresponsable (causa principal de desaparición de algunas especies como el Dodo o el Bucardo), la pesca, el tráfico de productos y especies animales o vegetales (para mascotas o con fines decorativos) y la introducción de especies exóticas que se convierten en invasoras (sea voluntaria o involuntariamente), son las causas principales de la desaparición de especies por causa del hombre.

    Con todo lo expuesto es casi milagroso que aún queden espacios en nuestro planeta en los que la Naturaleza dicte sus leyes, lugares en los que ésta ha sabido esperar para, con el tiempo, empapar con su aliento salvaje todo lo que le fue conquistado e ir recuperando terreno. Pero es en la montaña, en los más agrestes parajes que el hombre secularmente tenía como símbolo del miedo, de lo desapacible, donde se concentra toda la vida que hoy es incompatible con la existencia del ser humano.

    Hoy, en fin, es el propio ser humano la vacuna para la enfermedad que él mismo ha ocasionado.

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