Formar parte del paisaje o cómo ser tú mismo en la montaña

 

¿Alguna vez te has parado a pensar qué dicen de ti aquellos con quienes te cruzas o a los que adelantas en tus entrenamientos por la montaña?

    “Ese no sabe disfrutar de la montaña” dicen unos al verte sufrir apoyado en tus rodillas y sin apenas poder levantar la mirada de los refuerzos que tiene la puntera de tus zapas de trail.

    “no me extraña que haya accidentes” apuntan otros cuando te ven volando mientras desciendes por una canal negociando con el cuerpo cada traspiés.

    “Este no estuvo ayer en la travesera” comentan orgullosos quienes aprovechan los días posteriores a esa carrera para disfrutar del entorno de una manera más relajada.

    “Ahí tenía que estar yo si no fuese por este dichoso dolor de rodillas, aunque con otro ritmo, que la cuesta no es para tanto” fantasea aquél con quien te cruzas mientras desciende la ladera que tanto le costó horas antes ascender y que por supuesto ha olvidado todas las paradas que se vio obligado a hacer para recuperar el resuello.

    Incluso os habrá pasado que, al adelantar a un grupo de personas, normalmente de bastante más edad que la tuya, alguno hay que te sigue durante los suficientes metros para decirte que cuando era más joven hubiera podido acompañarte hasta arriba, pero que la edad no perdona, abandonándote en el momento en el que otra persona del grupo, normalmente con voz femenina, abronca al espontáneo con gritos como “Mariano, deja de molestar al chico” o “Como te caigas bajas tú solo”. Unos kilómetros más adelante te encontrarás a Mariano sentado junto a una fuente bebiendo de su cantimplora de aluminio recubierta de paño verde, mientras el grupo continúa con andar ligero los metros que restan hacia el collado del que tú vuelves.

    A menudo es grande el afán del hombre, sea la edad que sea, de querer verse reflejado en quien sin pretenderlo destaca sobre la masa, no por ser mejor que cada persona que se integra en ella, sino simplemente por salir de la concurrencia, escapar de lo socialmente aceptable para seguir, al paso que le apetezca, su propio camino. Esa fue mi motivación para correr por la montaña, seguir mis pensamientos sobre lo que sentía cada vez que me cruzaba con alguna de las escasas personas que por aquel entonces (finales de los años noventa), se atrevía a correr por los senderos de la naturaleza a la que solía acudir para escapar de los monótonos grises urbanos.

    Sea cual sea el pensamiento que oculte cada persona con la que te encuentres, en tu mente siempre está el seguir adelante, pero no de la misma manera. La fatiga acumulada tras los kilómetros de cuestas se mitiga en parte al sentir la presencia de iguales por tu sendero, reinicias el trote si ya caminabas y, si aún corrías, tu cuerpo se yergue y la técnica durante los metros siguientes es escrupulosa. Un saludo amistoso alzando una mano (aunque tu mente quiera alzar las dos y ser rescatado) si ya no puedes articular palabra o haciéndolo con una mueca de saludo y un sonriente hola y continuas con tu marcha digna hasta que la siguiente curva te impide ser descubierto y vuelves a tu postura inicial, arrastrando tu cuerpo ladera arriba hasta que percibes nuevos excursionistas en lontananza. Esto es horrible en la vertiente madrileña de la sierra de Guadarrama, donde no sólo hay excursionistas a cada recodo, sino que a menudo, cuando llevas tu mejor ritmo te ves rebasado por un corredor o un grupo de ellos que sin aparente fatiga, te van sacando metros hasta que, lejos de ser humillado, sacas todo tu potencial y te rehaces deteniendo dignamente tus pasos para atarte ese cordón de tu zapatilla que se “ha debido aflojar” al engancharse mientras te movías por el sotobosque.

    De no haber detenido orgullosamente tus pasos ese par de minutos, seguramente hubieras descubierto que quien te adelantó también se habría visto obligado a decelerar más adelante, cuando dejó de sentir tus pasos tras él, después de haberse visto forzado a acelerar para seguir su camino sin ese obstáculo que, casi a su ritmo,  circulaba delante de él cuando tras la bifurcación optó por seguir el mismo sendero por el que tú te movías.

    Allí, en Guadarrama, es donde yo aprendí a correr por la montaña, porque si bien es cierto que mi fuerte no eran las bajadas, más rápido o menos en función de lo abrupto del terreno siempre descendía a la carrera, pero las subidas, debido a esa presión humana, aprendí a hacerlas al trote, intentando seguir un ritmo que me permitiera, con leves descansos caminando, llegar hasta la cumbre propuesta donde descansar unos instantes bebiendo y reacondicionando mi cuerpo para la abrupta bajada que me esperaba. Escribo esto pensando en la senda Ortiz, el valle de la Barranca y la senda de la Tubería, donde tantas tardes me deleitaba recorriendo al trote o en veloz descenso sus pistas y senderos, cruzando los arroyos y refrescándome en sus fuentes, allí es donde crecí como corredor y montañero y allí, entre arroyos, helechos y pinares (y otros montañeros) se fue forjando mi personalidad.

    Pero hay otra clase de personas con las que te puedes cruzar en la montaña: aquellos que cuando pasas corriendo simplemente te saludan, te admiran como un elemento más de la naturaleza que se cruza en su camino y, sin comentar nada, continúan con su deambular por la naturaleza al ritmo que ese instante requiera porque, mientras sigas la estela que te marca el paisaje, ni el corredor ni el caminante se verán perturbados al cruzarse, sólo quien trata de destacar, quien se hace notar, es percibido al moverse en la naturaleza y es expulsado de allí por la propia montaña.

 

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