reflexiones al trote

 

    He estado varios días en Pirineos y una de las tardes, tras mi ruta por la naturaleza, me acerqué al centro de interpretación que hay en el bonito pueblo de Torla.

    En una de las salas, la figura a tamaño real de una cabra montés presidía el espacio. En las paredes, entre imágenes de otros animales extintos, había recortes donde se relataban los últimos días del bucardo (subespecie de cabra montés que habitaba los pirineos) en la cordillera.

    Ver tan cercano en el tiempo extinguirse una especie que ya venía avisando de su fragilidad desde al menos principios del siglo XX es desalentador y, causa vergüenza conocer cómo actos humanos como la caza deportiva, han terminado no ya con una vida (que parece que eso pesa tan sólo a personas de una determinada sensibilidad), sino con toda una especie en muy pocos años; y esa vergüenza se ve reflejada en cada imagen, cada figurita de peluche, cada denominación de algún paraje que recuerda a este animal ya extinto. Una filosófica crítica sobre la caza la escribió Tomás Moro en el siglo XVI en su descripción de la isla de Utopía plasmada en el ensayo del mismo nombre: “los utópicos tienen el ejercicio de la caza como una actividad impropia de hombres libres y la relegan a los matarifes, un oficio que ejercen los esclavos como la parte más ruin de este oficio, que por otra parte no deja de ser útil, produciendo buenas ganancias, pues el matarife sacrifica a los animales sólo por necesidad, mientras el cazador se satisface con la muerte violenta de un indefenso animalito. Creen que complacerse con el espectáculo de la muerte es propio de bestias, y si se vicia en semejante placer, la tendencia a la crueldad  se apoderará del cazador”. Utopía describe un estado ideal en el que vivió durante 5 años Rafael Hytlodeo, personaje de su libro que describe todo sobre ese lugar ficticio dominado por principios de la razón natural.

    No comprendo la caza, el arte de matar impunemente a un animal que campa en libertad, que vive una existencia que no es el hombre quien se la ha concedido, por lo que no es el ser humano quien ha de arrebatársela. Podría entender la lucha ancestral por el alimento, por la protección o el abrigo, pero nunca por el trofeo; los tiempos han cambiado.  

…”En absoluto soy un cazador; me había dejado llevar hasta aquella hazaña insólita por la grandeza de las presas y empujado por la emoción de una persecución arriesgada. En aquel momento, cuando la emoción había terminado, no podía dejar de sentir una enorme tristeza por el pobre animal que se desangraba a mis pies luchando contra la muerte. Su imponente tamaño y su poderío, que unos momentos antes habían alentado mi codicia, acrecentaban ahora mis remordimientos”.  (Washington Irving en la Frontera Salvaje, tras dar caza a un bisonte).

    Aún existe en el sentir de las personas el impulso de terminar con la vida de todo aquel animal que se cruce en nuestro camino. Aquel que ve un ciervo huyendo al percibir nuestra presencia piensa en su escopeta, quien se cruza en el camino de una serpiente reniega por no haber cogido una pala (su enemigo natural) y busca con qué artilugio terminar con su vida, quien ve a lo lejos un salmón remontando el cauce de cualquier río del norte … en las tiras anaranjadas que tan ricas están con el aderezo simple de un poco de limón y aceite.

    El hombre necesita salir a la naturaleza, estar en contacto con ella, pero de manera diferente a como se ha venido haciendo en estos siglos. Quizás el sentimiento romántico despertado por algunos autores en la segunda mitad del siglo XVIII hizo cambiar de idea a la humanidad sobre el por qué de la naturaleza, nos empezó a mostrar los paisajes como elemento de bienestar, de estudio o de simple contemplación.

    Corramos por los montes, por los pinares o por los valles, crucemos un río saltando de piedra en piedra; sintamos la montaña como lo que es, algo que ya existía antes que nosotros, aquello que nos dio vida y con lo que da la sensación estamos empeñados en terminar. El riesgo y las emociones de las grandes hazañas forman parte del acervo cultural del hombre, es algo que está presente en nuestro deporte, haciéndolo sin otra finalidad que probar nuestros propios límites. No es necesario terminar con la vida de otro ser vivo para sentirse vencedor. En “El hombre contra el animal” escribía el francés Raymond Fiasson sobre la imposición de reglas de honor en el ejercicio de la caza transcribiendo una que dice “No disparar jamás por el simple y perverso placer de matar” “Muchas veces—continúa—tras una larga e implacable persecución, y cuando la agotada bestia se rinde vencida, el perfecto cazador desvía su arma; el disparo fatal es sólo la última escena del drama, pero nunca la esencial”. 

    Pese a todo esto, la naturaleza en España aún nos regala encuentros con fauna silvestre. Disfrutemos contemplando su majestuosidad, viéndoles en su territorio, en libertad, sin verjas que nos protejan de ellos (este concepto quizás ha cambiado, pues las verjas hoy parecen un modo de protegerse esa fauna del ser humano y no al revés).

    Estamos viendo los errores del pasado y parece que no nos cansamos de repetirlos. Cuando parece que una especie se va a extinguir nos movilizamos, hacemos esfuerzos económicos y personales para evitarlo como se está viendo en el caso del lince ibérico, águila imperial, quebrantahuesos y otros muchos. ¿No sería más fácil evitar llegar a esas situaciones límite con la fauna silvestre y facilitar su supervivencia simplemente? Vivimos en una sociedad en la que el sentido común se  nubla en favor de las pasiones y es la irresponsabilidad quien nos gobierna. Si todo ese dinero destinado a recuperar especies se hubiese gastado antes en adecuar, por poner un ejemplo, pasos para fauna en nuestras carreteras o crear corredores naturales que unan nuestra extraordinaria riqueza natural nos hubiéramos ahorrado mucho y podríamos enorgullecernos de nuestro presente. Hoy lo estamos viendo con el lobo y con el oso, quizás los dos representantes más fabulosos de grandes mamíferos que se pueden encontrar en Europa, con los que parece que queremos terminar.

    La naturaleza no es un terreno fácil para el ser humano, te pican bichos, algunos tan peligrosos y comunes como las garrapatas; los árboles tienen raíces que te agarran de los pies cuando corres entre ellas; hay muchas piedras que hacen que tu progresión se vea afectada; ah, y hay animales con los que puedes tener encuentros fortuitos.

    Quien corre por la montaña, igual que quien sale a caminar, sea cual sea su velocidad, por este medio, reconoce que es hostil, pero es lo que se busca, ese es nuestro pequeño halo de aventura que aún podemos aspirar. Has de poner en esta empresa todos tus sentidos, desde saber situar tu mirada para que encuadre todos los peligros a tiempo de salvarlos, hasta adquirir la habilidad de sortear de manera natural aquellas situaciones complejas que te encuentres. Desde luego no concibo en la montaña a alguien que salga a correr con los cascos escuchando su música; se está perdiendo la esencia de la naturaleza, el motivo de por qué estás ahí. El ritmo ya no lo impone el terreno y sus circunstancias, sino los acordes de la canción que en ese momento está sonando.

    En esas condiciones, creo que todos los que nos hemos movido por la naturaleza de manera ligera, rápida o como se quiera llamar, nos hemos topado con ciertos peligros con los que ni poniendo en la empresa todos nuestros sentidos hemos podido prever.

El simple olor, un ruido o la franja horaria en la que te mueves te alerta de la presencia de animales que la mayoría de las veces huyen, pero hay otras circunstancias en las que no sucede así y hemos de improvisar, bien dejando paso, rodeando al animal sin mirarle fijamente, etc… Esto es parte de la naturaleza, quien no lo quiera puede correr en parques urbanos muy bien acondicionados con sus cuestas, estanques, arbolado y senderos bien cuidados donde sólo tienes que tener precaución para no tropezarte con la pala que se puede haber dejado ahí el jardinero, que por otro lado puede estar depredando sobre alguna culebra que haya por las inmediaciones, con lo que mejor déjala allí;  porque sí, hasta en las zonas urbanas la vida salvaje trata de abrirse paso.

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