Descubrir nuestros tesoros

 

    Decía Vargas Llosa, en su discurso tras serle concedido el premio Nobel en 2010:

    “Detesto toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
    No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del "otro", siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver”.

    No, no he cambiado mi relato de naturaleza para pasarme a la irracionalidad de la confrontación política, simplemente, este acertado en mi opinión discurso por parte de tan ilustre persona, me sirve como introducción para explicar que la Tierra no propone fronteras, sino ecotonos: una forma de irse adaptando un territorio a otro distinto mediante unas características comunes a ambos que se van acentuando hacia uno u otro extremo a medida que se van separando.  Socialmente, las propuestas fronterizas que se plantean no son otra cosa que productos antinatura, al pretenderse que una línea imaginaria marque una radical diferencia entre uno u otro territorio, o uno y otro ser vivo que lo habite. Un roble no entiende catalán, castellano, gallego o vascuence. Su idioma es el mismo ya esté en América o Europa; el roble habla una lengua universal y nadie puede pretender que al dibujar una frontera territorial en un bosque, cada árbol vuelva su mirada a su propio territorio y olvide el bosque entero que le cobija. En España cada territorio tiene sus características comunes que le diferencian de otros más alejados, pero esa diferencia es menos acusada a medida que nos acercamos a la raya, donde una y otra cultura se confunde. Son nuestros propios ecotonos, extensas fronteras tan difusas, que de no existir personas que se afanasen en enfatizar las diferencias con simbologías, el paso sería imperceptible e incluso enriquecedor, al constituir una fértil frontera. Hoy parecemos estar inmersos en fases de parasitismo o competitividad, en lugar de buscar los beneficios de una simbiosis como ocurrió muchos años atrás con la evolución que llevó a la unificación territorial de España. Las fronteras son productos de la codicia del ser humano que no afectan a la naturaleza.

   Cada cual ama su tierra y evoca con nostalgia sus paisajes cuando está lejos de ella, pero no por ello tiene que denostar o menospreciar los de sus vecinas comarcas. El hombre de la meseta goza hoy de la libertad de mirar sin trabas geológicas hacia el horizonte al elevarse sobre algún pequeño promontorio, pero ansía a menudo escapar de esa tierra sin muros para buscar la delimitación de las murallas naturales que procuran las montañas. Yo mismo tengo en la meseta mi hogar, en una provincia exenta de montañas y sin costa abierta al mar, pero en la que he encontrado parajes y rincones que acallan mis ansias de reunión con la naturaleza, son lugares diferentes pero de gran belleza y biodiversidad que harían las delicias de cualquier naturalista, pero no por ensalzar sus valores desprecio las montañas, como antes del siglo XIX se hacía demonizándolas, es mi propia experiencia en la montaña la que me ha enriquecido y me ha hecho buscar esos rincones que, como recortes de la propia montaña, se ubican cerca de mi residencia. Pese a lo poco que tienen que ver geológicamente estos territorios, sociológicamente he creado un puente entre los mismos, asumiendo aquellos valores que encuentro positivos de cada uno de ellos para forjar mi propia personalidad. Mi impronta tiene una parte de meseta, una parte de montaña y otra de mar Cantábrico que, añadidas a esa parte de civilización que me ha aportado la forma de vida en la que estoy integrado socialmente, han amasado en mi persona el carácter que hoy tengo, muy alejado del exclusivismo y la homogeneización que se erigen como protagonistas en vecinos territorios.

    Existe en Río de Janeiro, un monumento a la paz con forma de reloj de arena, inaugurado durante la eco’92 por la comunidad internacional Baha’i, en el que se lee “La tierra es un solo país, la humanidad sus ciudadanos”.

    Lejos de este ideal de exacerbado localismo al que estamos sometidos, el hombre moderno se ha construido la necesidad de buscar paisajes en lejanos territorios; no mira a su alrededor, donde a su alcance emergen parajes de igual belleza que los que se afana en buscar en lejanas latitudes. Simplemente anhela salir.

    Aquel que recorre tan ajenos territorios no busca entrar en contacto con la naturaleza, es como el que tan solo pugna por alcanzar cimas cuando acude a las montañas sin importar el sendero. Valdría lo mismo que un helicóptero te situase sobre la cumbre soñada. El resultado en ambos es una cruz en un papel señalando lo que ha conquistado. Pero el recuerdo no se graba en su memoria de la misma forma que el de aquel que busca en sus viajes conectar con el paisaje, con independencia del lugar adonde le conduzca. Es la fatiga y a menudo el riesgo asociado a las inclemencias de los territorios conquistados los que forjan esos paisajes que no olvidas, da igual dónde se ubiquen.

    España cuenta en su territorio con escarpadas montañas, cristalinos lagos, islas de paradisíaco aspecto, verticales acantilados moldeados por un mar salvaje, entramados bosques o verdes y floridas praderas surcadas por fragorosos riachuelos que, de salto en salto, avanzan hasta el valle. Cada comarca, cada pueblo atesora algún rincón natural que nada envidia a los que se explotan para el turismo en otros países. ¿Visitar el saturado Yellowstone o perderse en la soledad de las montañas cantábricas?, ¿Encerrarse en los hoteles de Cancún y visitar sus playas forjadas a la medida del turista urbano, o disfrutar del cristalino mar de nuestros archipiélagos o costas donde, con solo alejarte un poco del hotel, puedes encontrar rincones dignos de mostrarse en el Caribe? Aprovechemos mientras aún podamos las enormes posibilidades naturales de nuestro territorio, hagamos de la conservación de la naturaleza una industria próspera para nuestro país aprovechando los recursos que tenemos a la vista y quitándonos el velo de avaricia que cubre nuestros ojos, para así descubrir la riqueza infinita que para el presente y futuro proporciona la naturaleza.

   Con esto no quiero decir, como antes apunté, que haya que despreciar otros territorios, pues en cada país, en cada continente, existe una diversidad natural tan rica o más aún que la nuestra, simplemente quiero hacer notar el desprecio por desconocimiento que se tiene de lo propio para ensalzar lo lejano, aquello que no está a nuestro alcance. Apreciar lo nuestro como algo único de la manera que nos hizo ver Vargas Llosa, como un sentimiento sano de amor a nuestra tierra, alejándonos de lo que denominó “nacionalismo de orejeras y rechazo del otro”. Valoremos cada cosa en su medida. En toda mi vida he descubierto que prefiero cada semana escaparme un día a la sierra de Guadarrama, a la montaña palentina, las Batuecas o pasar un par de noches en picos de Europa o Pirineos, que ahorrar ese dinero para huir una semana cada año hacia otras latitudes. Con esto logro que, pese a ser uno más de los habitantes del asfalto, la naturaleza nunca se llegue a desprender de mí. Mis únicas fronteras o límites serán aquellos en los que la Naturaleza haya puesto barricadas para lograr una intimidad que cada día le es robada por el ser humano: escarpes donde sin artificios me sea imposible llegar o profundidades donde mis pulmones se muestren incapaces de aguantar.

     La belleza de una montaña no radica sólo en su conquista, sino en su simple admiración.



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