Peña Ten
La función del ser humano es vivir, no existir. No voy a gastar mis días tratando de prolongarlos, voy a aprovechar mi tiempo. Jack london
Ves nubes frente a ti, allí donde el sendero señala la cumbre. Miras hacia ella y nada ves más que un gris espectro que cubre con su manto la ladera que te ha de conducir a tu destino. Caminas, las dudas te hacen ir lento, con indecisión sobre si eso a lo que aspiras realmente es merecedor del esfuerzo que va a suponer alcanzarlo. Todo está en silencio cuando te sumerges en la niebla, los verdes son menos verdes y las pocas flores que el inminente otoño despierta han apagado sus colores hasta que el sol vuelva a arroparlas desde el cielo. Allá donde mires todo es gris, pero no el ceniciento tono de la civilización desalmada, sino un perlado matiz que escribe melancólicos versos que se recitan desde las entrañas de la montaña.Apenas percibes el estrecho y casi invisible sendero por el que orientas tu camino, tan solo algún hito de piedras amontonadas te recuerda que sigues con acierto la vereda que iniciaste. Pequeñas aves de montaña alzan el vuelo junto a tus pies antes de que te percates de su presencia mientras sobre tu cabeza, el sol parece querer abrirse paso dibujando en la niebla un perfecto círculo. Tu vista empieza a sufrir, estás en un punto donde las sombras y la claridad pugnan por hacerse hueco y fijas tu mirada en el suelo donde descubres esparcidos por las altas majadas una colección de cardos azulados dispuestos junto a la difusa trocha que, como en escalones, te lleva a buscar ese orlado disco que corona un cielo azul que ya se intuye.
Ha sido un recorrido abrupto y largo entre las nubes el que finalmente te ha alzado sobre ellas para descubrir que aún queda lejos tu destino, pero hacia arriba ya logras ver ese final ansiado, el cenit por el que al inicio suspirabas y dudabas poder alcanzar. Ahora lo ves mas a mano, no porque la senda sea mejor, pues es mas fragosa si cabe, pero has logrado salvar con éxito el primer obstáculo que se te había impuesto, un difuso muro que alimentaba tu angustia al no permitirte vislumbrar el destino que anhelas y ahora, ya superado, al mirar hacia él ves que se ha convertido en un espeso y blanco mar algodonoso del que brotan como islotes las más hermosas cimas que circundan el paraje elegido para tu aventura.
Con celebrado optimismo caminas por la senda hacia la cresta de la montaña, no tienes prisa, cada collado que salvas, cada encrucijada, muestra un horizonte con el más hermoso espectáculo que la naturaleza puede ofrecer. Has superado la mitad del camino hacia la cumbre y pese al optimismo el desgaste es notorio y has de descansar unos minutos antes de emprender ese último tramo: un sendero claro pero estrecho que recorre la afilada cresta. No cabe error posible, te solazas con las vistas hacia el valle viendo pasar las nubes bajo tus pies que de vez en cuando abren algún claro que permite descubrir esos bosques junto a los que pasaste casi sin apreciarlos, aquéllos verdes pastos con su cabaña y el riachuelo que serpentea a su lado…, pero no puedes recrearte admirándolo sin dejar de prestar atención a la trocha por la que caminas; un tropiezo te haría caer a uno u otro lado de la arista poniendo temprano fin a tu viaje. Frente a ti, islas calizas emergen de las nubes como el submarino que acaba de resurgir sobre el mar y, entre tú y esas montañas, se alza airosa la tan deseada cumbre.
No hay descuidos; ante la fatiga se impone un paso lento pero firme que te otorgue esa seguridad que un desfallecimiento terminaría por robarte y hacerte caer o desistir de lograr esa recompensa visual que ya crees haber logrado. Pero la cumbre te sigue llamando, sabes que no debes renunciar a ella y acallas esas otras voces que se alzan cada vez más fuerte en tu cabeza y que han hallado acomodo entre un paisaje hermoso y la casi extenuación de tan vertical subida. Pero buscas lo sublime y hacia allí te encaminas.
Llegar a la cumbre no es como alcanzar la meta de una carrera, la exclamación silente que sale de tus labios dice más que todos los versos que puedan escribirse sobre la naturaleza y la belleza. No hay mejor adjetivo para lo que ves que el semblante extenuado de un rostro que minutos antes se debatía entre seguir o abandonar y que ahora sereno, recorre con su mirada cada recodo del horizonte. Todo el cansancio se ha desvanecido. El sol radiante y su reflejo en esas nubes blancas que yacen bajo la cima no pueden con su empuje hacerte cerrar los ojos ante el espectáculo que a cada uno de los puntos cardinales se ha abierto. Es imposible fijar la mirada en un punto concreto, y te regocijas dando vueltas y vueltas para admirar todo el panorama que cada horizonte te brinda. Quizás no sea el mejor paisaje del mundo, pues mucho hay de subjetivo en la interpretación de la belleza, pero hoy te parece el lugar más hermoso de la Tierra y quieres disfrutarlo todo lo que sea posible, grabando en tu memoria todas las imágenes que en ella puedan cohabitar junto con similares recuerdos que siempre perdurarán dando brillo a tu mirada cada vez que los evoques.
El relax de haber logrado tu objetivo y la fatiga no son buenos aliados para los descensos. Un descuido, un desafortunado traspiés dan con tu cuerpo en el suelo y con una lesión en tu tobillo contra la que te has de sobreponer. La montaña no es para los que se rinden.
No hay senda que pisar, sino escalones de hierba donde apenas puedes apoyar el pie que te empujan hacia un abismo de hierba que en el ascenso no se apreciaba tan vertical. El reciente pie maltrecho se une a la molestia que ya traías en el otro pie y al dolor típico de la rodilla lesionada que todo veterano montañero tiene y por la que sufre en los descensos. Notas como el tobillo se ha hinchado de tal forma que parece querer rebosar la bota que debió sujetarlo más, pero no pudo con el empuje del terreno y cedió ante la torsión.
Te has mareado, no sé si por el dolor o por la sensación de que una parte de tu cuerpo haya chascado y desconozco si le pasa a todo el que sufre este tipo de accidentes, pero conoces tu cuerpo, no es la primera ni será la última vez que algo así te suceda, así que aguardas el tiempo necesario a que tu cuerpo vuelva a hallar el acomodo preciso para continuar con tu marcha, ahora ya más lenta y menos “grácil” (si se me permite llamar así a mi manera brusca y poco delicada de descender), pero tu espíritu aventurero ha despertado y el camino sigue tras el sufrimiento de un descenso interminable. Has llegado a la pista, despacio y visiblemente cojo apoyas por fin todo el pie en el camino y paso a paso vas hallando una manera eficiente de avanzar casi sin notar dolor por un sendero que, tras más de quinientos metros de desnivel negativo en un par de kilómetros lineales a lo sumo, ahora se te antoja llano y en otros pocos kilómetros te depositará en el punto de partida.
Vas cansado, con un dolor en el pie que ha sufrido el severo esguince, otro dolor más familiar en la rodilla de la otra pierna que se va pasando a medida que la inclinación decrece, pero el paisaje es sublime: caminas junto al joven río encajonado entre la ladera por la que tú circulas y un hayedo que cubre la otra vertiente; estamos a principios del otoño y escuchas resonar las voces de la montaña: la berrea del venado. Tras de ti se yergue la cumbre que hoy has ganado y junto a ella, las nubes parecen haberse quedado quietas observando desde la frontera tu marcha de los dominios de la más salvaje naturaleza cantábrica. Frente a ti se divisan nuevas cumbres, limpias, iluminadas por el sol del atardecer y aquí mismo, tu destino, tu punto de inicio y final. El fresco riachuelo junto al que transitabas te sirve no sólo para limpiarte un poco y relajar los músculos. Aprovechas sus frías aguas para adormecer esa lesión. Duele, sí, pero a su vez notas el alivio de la inflamación, un fuego que tenías dentro de la bota que ahora se apaga como la cerilla que cae al arroyo.
Tras muchas horas de comunión con la naturaleza, de luchar contra la montaña, ves en el atardecer un punto más de relajación. Venus asoma en el horizonte acompañado de una luna que se va iluminando desde el rojo, reflejo del atardecer que se dibuja frente a ella, hasta el brillante oro de la luna llena al cubrir la noche todo el entorno con su negro manto.
Son minutos de sosiego, el paso del día a la noche va discurriendo con lentitud sobre la uniforme y casi desarbolada meseta por la que circulas de vuelta y que al poco, te va dejando ver cada una de las constelaciones que el firmamento sitúa en la latitud donde te encuentras mientras, ya en la ruidosa y artificial urbe, tu luz también se apaga hasta sumirse en el reino donde se fraguan nuevas aventuras, donde se plantan los cimientos de nuevas salidas a la montaña.
Detengámonos un poco más!... ¡Es tan bello reposar en la cumbre, y durante unos momentos en la vida, soñar en medio de las nubes! [Guido Rey]
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